No me atrevo a mirarte de frente. No es por miedo ni por
vergüenza. Es por cobardía. Tu sacrificio desnuda mi mediocridad. Te confieso que ni sé por qué
me llamo todavía cristiano. Yo también he huido con tus discípulos. No he querido complicarme
la vida. Entiéndeme, no es que haya huido físicamente, pero mi vida está a años
luz de la tuya. Tomo distancia de todo lo que me exige demasiado o me roba la comodidad.
Si no fuera por tu mirada serena y tus brazos abiertos, saldría
corriendo. Pero a ti te puedo confesar mi cobardía sin sentirme humillado. Exudas
tanta misericordia por tus poros ensangrentados que sería un orgulloso si no me
abrazara a tu cruz, a pesar de mi indignidad, si no me dejara curar por este árbol fiel, único en nobleza.
Aquí me tienes, en este Viernes Santo, en el corazón de este abril florido. Aquí me tienes, a rostro descubierto, sin la mascarilla que ha sido mi uniforme durante dos años, pero con el recuerdo de tantos días de incertidumbre, languidez y desconsuelo.
Tu cuerpo sereno yace exánime en la pantalla de mi ordenador. Y yo lo contemplo sin cansarme, como si fuera el mapa del sufrimiento humano. Velázquez supo reflejar con armoniosa serenidad tu derrota y tu triunfo. Y Unamuno tuvo el coraje de preguntarte:
¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
A ese retrato tuyo de Crucificado solo le falta que alguien ponga en el pie de la cruz un código QR que explique la ubicación exacta de todos los dolores que han afligido a los seres humanos, a los demás crucificados. Usted está en Auswitchz, usted está en Ruanda, usted está en las fosas comunes de Mariupol.
Te confieso que este año me hieren las imágenes que vienen
de Ucrania. No entiendo por qué los seres humanos somos capaces de matarnos
unos a otros. Y más cuando nos confesamos discípulos tuyos. Alguna vez pensé que
las guerras eran de otros tiempos, aunque sabía muy bien que los hombres
luchaban en tierras lejanas. Pero esta vez la guerra me sorprende muy de cerca y todavía herido por
la pandemia. Me encuentra débil y desprevenido.
Y me pregunto qué sentido tiene volver al Viernes Santo cuando se
supone que ya estábamos en el Domingo de Pascua. Y me enojo por nuestra
incapacidad para encontrar soluciones que no pasen por la vía de la muerte. Y hasta casi me entran ganas de pedirte cuentas. Me
parece que tu sacrificio ha sido perfectamente inútil, que no ha servido de
nada morir crucificado cuando nosotros seguimos crucificándonos como si fuéramos
eternos enemigos.
Te digo estas cosas con un ojo en el Donbás y otro en la
playa. Mientras unos se matan, otros se bañan y se divierten. Vemos el horror en el
telediario y a continuación nos tomamos un café cortado o una cerveza fría. No estamos para muchas
crucifixiones, que ya tenemos bastante con la inflación que nos desangra.
¿Cómo quieres que en medio de estos contrastes nos hagamos cargo
de tu sacrificio? En el mejor de los casos nos emocionamos contemplando una imagen tuya sobre un trono dorado o visitando a algún enfermo en el hospital, pero
enseguida pasamos página.
Nos han dicho que el sufrimiento es inhumano, que no hemos venido a esta vida para pasarlo mal y que,
en cualquier caso, ya lo afrontaremos cuando nos llegue. Mientras tanto, es
mejor mirar para otro lado y sorber los pequeños placeres que todavía están a
nuestro alcance.
Te digo estas cosas, no porque tú no las sepas, sino porque yo
necesito decírmelas a mí mismo. Perdona si hablo en voz alta con un tono un poco desgarrado.
Dentro de unas horas volveré a escuchar el relato de tu pasión,
tal como lo narra Juan. Me parece que este cuadro de Velázquez ante el que ahora
te hablo transmite bien que la cruz es, al mismo tiempo, cadalso y trono. Veo
en tu rostro desmayado el señorío de un rey, no la desesperación de un malhechor.
Es precisamente lo que Juan nos ha querido contar de tu pasión y muerte.
Luego veneraré tu
cruz. Tal vez este año no pueda besarla por razones sanitarias. Pero te aseguro
que con mi gesto quiero decirte lo que no logro con estas torpes
palabras. Me siento cobarde, sí, pero no derrotado. De tu cuerpo inerme mana
una energía poderosa que me impulsa a vivir y a amar.
No, no puedo tirar la toalla ahora,
por más que la pandemia me haya dejado hecha trizas el alma o el temor de una
tercera guerra mundial me robe la esperanza. Tu cruz no despide el olor
hediondo de la muerte, sino la fragancia de la resurrección.
Nunca encuentro mayor
consuelo que cuando me atrevo a “estar” junto a ella como tu Madre y algunas
mujeres (stabat mater iuxta crucem). Yo soy el discípulo amado que se une a ellas y se deja curar por tu
muerte.
¿Quién me iba a decir a mí, cobarde por naturaleza, huidizo ante la
cruz y las cruces, que precisamente “estando” junto a ella iba a encontrar la alegría y la
esperanza que no encuentro en ninguna otra parte?
Con toda la tradición cristiana, también yo canto hoy:
O Crux ave, spes unica,
hoc Passionis tempore
piis adauge gratiam,
reisque dele crimina.
[¡Salve, oh cruz, nuestra única esperanza!
En este tiempo de Pasión
aumenta la gracia a los piadosos
y borra los pecados de los culpables].