A eso de las seis de la tarde (cuatro horas más tarde en verano) el lugar se llena de jóvenes.
Hay muchos que viven en Madrid, pero la mayoría son turistas que se dejan llevar
por las sugerencias de las redes sociales. Unos y otros van acudiendo, como
afluentes que vierten sus aguas en el mismo río, al templo de Debod. Algunos
disparan sus cámaras con potentes teleobjetivos hacia el skyline en el que se
divisa la cúpula de san Francisco el Grande, la silueta de la catedral de la
Almudena y el macizo pétreo del palacio real. La mayoría se limita a enarbolar
sus teléfonos móviles. Una experiencia -cualquiera que sea- no merece la pena
si no la inmortalizas en las redes sociales para que tus amigos, followers
o seguidores puedan admirarla, envidiarla, odiarla y -lo que más importa- inundarla
de likes. El lugar es sugestivo. Sobre el solar en el que se alzaba el
antiguo cuartel
de la Montaña se yergue ahora el templo egipcio que fue regalado a España por
el gobierno del país africano, transportado desde las orillas del río Nilo
hasta Madrid y reconstruido piedra a piedra a comienzos de los años 70. Alrededor de él hay un parque en
el que abundan parejas y grupos de jóvenes, músicos callejeros que interpretan
sus composiciones o cantan temas de música soul, poetas improvisados que
repentizan poemas con una vieja máquina de escribir y algunos ancianos que
matan el frío del otoño con los últimos rayos del sol.

¿Por qué este lugar está de moda? ¿Por qué acuden tantos
jóvenes al caer la tarde? Porque es un observatorio privilegiado para
contemplar los hermosos atardeceres madrileños. El lugar se asoma al oeste. De
frente no hay rascacielos ni otros obstáculos visuales, sino la inmensa masa arbórea
de la Casa de Campo y, más al fondo, la silueta de la sierra de Guadarrama por
donde se esconde el sol cada tarde. Dependiendo del día, puede morir súbitamente
o desangrase en una paleta cromática de rojos, anaranjados, amarillos y violetas que hace
la delicia de los jóvenes que disparan las cámaras de sus móviles sintiéndose Spielberg.
Quienes viven
pegados a una pantalla diminuta necesitan de vez en cuando oxigenarse con la
pantalla inmensa de la naturaleza. Esta contemplación ritual los devuelve al
origen de todo. Es como una excursión al mundo natural del que la técnica nos
va alejando inexorablemente. Quienes vivimos en ciudades necesitamos estas
terapias que a veces hacen reír a los que tienen la suerte de vivir en el
ámbito rural. Para ellos, el amanecer y el atardecer son ritos cotidianos que,
a fuerza de repetición, pueden pasar desapercibidos.

Más allá de esta moda madrileña, lo que me sorprende es la
necesidad de ritualidad que tenemos los seres humanos. Si se pierde la
ritualidad familiar o religiosa, que nos conecta con las grandes experiencias
de la vida, nos inventamos otros ritos que nos saquen de la modorra cotidiana.
Escuchando a los guías turísticos, uno no puede por menos que esbozar una sonrisa
cuando, en medio de sus explicaciones históricas sobre los lugares, introducen
comentarios sobre la casita del ratoncito Pérez (en Madrid), la “boca della
verità” y las monedas en la “fontana di Trevi” (en Roma) y otras muchas
curiosidades que parecen entusiasmar a los turistas más que si el arquitecto de
un determinado palacio fue Filippo Juvara o Juan Bautista Sacchetti.
Cuando
perdemos la fuerza de la fe, el espacio vacío lo suele rellenar la
superstición. Cuando no valoramos la belleza de la liturgia, el espacio vacío
lo suele rellenar el ansia por ver cosas curiosas y entretenidas. Lo que no
podemos es renunciar a la ritualidad que nos hace humanos. Los atardeceres de
Debod son un ejemplo visible.
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