
El frío meteorológico con el que empieza este fin de semana contrasta con el calor político y social. Ayer se cumplieron 50 años de la muerte de Franco. El mismo día el Tribunal Supremo de España condenó al fiscal general a dos años de inhabilitación. El pasado y el presente se fundían en un extraño abrazo. Sobre Franco se ha escrito y se escribirá mucho. Los medios de comunicación social y las redes sociales arden con opiniones de todo tipo. No voy a echar más leña al fuego. 50 años es muy poco tiempo para que los historiadores tengan una perspectiva adecuada.
Quienes no lo somos dependemos de nuestra experiencia (en mi caso, muy limitada), de los testimonios recibidos y de las lecturas hechas. Yo nací en pleno régimen franquista y viví mi infancia y adolescencia en su etapa final. Creo que vi a Franco dos o tres veces. La primera fue el 4 de julio de 1968, cuando inauguró la línea de ferrocarril Madrid-Burgos. Luego lo vi alguna vez más, casi como si fuera una aparición, cuando su comitiva pasaba fugazmente por Aranda de Duero de regreso de su veraneo en San Sebastián. Y, naturalmente, vi mucho su figura en los reportajes del No-Do y en los informativos de televisión. Me parecía un abuelo frío y serio.

Cuando murió el 20 de noviembre de 1975 yo estaba a punto de cumplir 18 años. Me encontraba en Castro Urdiales haciendo mi año de noviciado antes de emitir la primera profesión como misionero claretiano. Recuerdo -¡cómo no!- la famosa intervención del presidente Arias Navarro en televisión comunicando su muerte y toda la solemnidad de aquellos días: funeral y entierro de Franco, proclamación de Juan Carlos como rey, etc.
Me faltaban muchas claves para comprender el significado histórico de unos acontecimientos que han marcado la historia reciente de España. Me limitaba a leer los periódicos, escuchar la radio y ver la televisión, dentro de las restricciones impuestas por el régimen del noviciado. Eran tiempos en los que mi historia personal contaba más que la historia del país. Esta me parecía un asunto de los mayores, de los que entendían o decían entender, mientras que la mía tenía que ver con la elección de mi camino en la vida.

Vistas las cosas con la perspectiva de medio siglo, cada vez se me hace más imperativa la necesidad de construir la convivencia sobre valores y virtudes, no solo sobre un pragmático “contrato social”. De no hacerlo, tarde o temprano se paga un precio, que puede ir desde la crispación hasta la guerra civil. No hay democracia sin demócratas y no hay sociedad sin virtudes sociales. Las meras leyes, por oportunas y justas que sean, no garantizan la convivencia pacífica. Por eso, la misión educativa de las familias, la escuela y las demás instituciones es esencial para dar fundamento a la vida en común.
Hoy se cuestiona mucho la llamada “transición” de la dictadura a la democracia y la Constitución española de 1978. Somos más conscientes de sus limitaciones y defectos que cuando se estaba gestando, pero ¿no es preferible un marco imperfecto de convivencia antes que el retorno a un ambiente prebélico? Las conmemoraciones históricas nos sirven, sobre todo, para aprender de la historia, más que para hacer ajustes con un pasado que no volverá más y que cada uno leemos desde nuestra perspectiva.
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