lunes, 10 de noviembre de 2025

He ido a verla


Salí un poco tocado de la sala 1 del cine Proyecciones de Madrid. La calle Fuencarral, cerrada al tráfico durante el domingo, estaba llena de viandantes que paseaban o se detenían en algunas de las muchas terrazas y heladerías abiertas en la ancha acera de los números impares. La temperatura no superaba los 12 grados, pero eso no intimidaba a las familias y jóvenes que los fines de semana invaden ese barrio de Madrid. 

Mientras recorría a paso ligero los menos de dos kilómetros que separan el cine de mi casa, iba dando vueltas en mi cabeza al final de la película. La mezcla deliberada de la vestición de la joven Ainara en la iglesia del monasterio, la firma del documento ante notario de su tía Maite y la ejecución del Into my arms por parte del coro juvenil produce un ligero embrollo emocional que uno no sabe cómo puede terminar. Lo que sí sabe es que remueve algo por dentro. Y hasta es posible que ruede alguna lágrima por las mejillas.

He leído críticas muy laudatorias a la película Los domingos, de la cineasta (directora y guionista) Alauda Ruiz de Azúa. Es verdad que nos mete en la vida de una familia media bilbaína, nos sienta a la mesa con ellos en la comida del domingo, nos introduce en la cocina para ser testigos de diálogos confidenciales y hasta nos mete en el dormitorio para que veamos cómo lo que se dice en la cama no siempre coincide con lo que se comparte en la mesa. Pero, al final, no sabemos bien adónde quiere llevarnos. Los colores suaves, los silencios elocuentes y el ritmo tranquilo acentúan esa atmósfera tan vasca que uno siente cuando pasa algún tiempo en Bilbao. Eso añade credibilidad a la obra, aunque a veces produzca monotonía. 


La directora insiste en que ella no ha pretendido ofrecer respuestas, sino plantear preguntas, lo cual es muy posmoderno. Si alguien se atreve hoy a proponer o sugerir respuestas, lo más probable es que sea tildado de inconsciente (en el mejor de los casos) o de dogmático (en la mayoría). También dice que el tema central de la película no es la fe religiosa o la vocación monástica, sino el proceso de toma de decisiones y la conflictividad familiar y social que lo acompaña. En varios momentos de la película se habla de “discernimiento”, un término muy usado en la jerga eclesiástica, pero muy poco común en el habla de la gente. 

Me parece que Ruiz de Azúa, que ha firmado un excelente trabajo, conoce bien el mundo intrafamiliar y lo retrata con verdad y sobria belleza. Aspira también a conocer con respeto el mundo monástico, pero tiene problemas para ir más allá de los tópicos o las buenas intenciones. Viendo las comidas dominicales de la familia bilbaína, uno puede acordarse de familias reales que conoce. Viendo la comunidad monástica, tiene más dificultades para identificarla con alguna comunidad conocida. Lo que en el primer caso se narra con verdad y desenvoltura, en el segundo queda aprisionado por un inevitable corsé fílmico. Es probable que quienes no conocen por dentro la vida consagrada (y más concretamente la monástica) no perciban esta rigidez, pero a mí se me hace evidente. Mientras que la atea tía Maite -soberbiamente interpretada por Patricia López Arnáiz- es creíble, la priora sor Isabel -interpretada por Nagore Aranburu- “hace de” monja, como mucha gente se imagina que es y se comporta una monja de clausura.


Parece obvio que Ruiz de Azúa no quiere adentrarse en el terreno estrictamente espiritual, aunque lo bordea de principio a fin con respeto y cierta curiosidad. Se comprende. Es muy difícil narrar la experiencia de Dios o los intríngulis del discernimiento vocacional, a menos que se tenga una experiencia directa. Por eso, es de agradecer que no lo haya hecho y que se haya mantenido en los arrabales de la búsqueda. 

Al final, no sabemos si Ainara -interpretada por la novel y contenida Blanca Soroa- quiere ingresar en el monasterio para encontrar el lugar emocionalmente seguro que no halla en su casa tras la muerte de su madre o, más bien, como fruto de una llamada divina bien discernida. No sabemos si en su balanza personal pesa más el beso de su amigo Mikel, sus miradas cómplices en los ensayos del coro, o la emoción de cantar los salmos en el coro del monasterio o dormir en un camastro quejumbroso. Quizás no importa demasiado. El tiempo lo dirá. Al fin y al cabo, en la mayoría de los casos la vocación es un lento proceso de llamada-respuesta, no un súbito momento imperativo. 

Los domingos no es una lección de teología, ni siquiera la narración de una historia vocacional siguiendo los pasos consabidos. Es un intento -imperfecto, pero sincero y hermoso- de acercar al espectador contemporáneo cuestiones que le son a menudo hurtadas por la industria oficial porque se supone que no venden o porque, por motivos ideológicos, no interesa airearlas. En este sentido, recomiendo ver la película, admirar la cuidada interpretación de sus actores y preguntarse cómo hubiéramos reraccionado nosotros si nos hubieran invitado a una de esas comidas dominicales.



1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo, por tus comentarios sobre la película, despertando ganas de verla, abiertos a interrogantes e inquietudes. Intuyo que dejándonos interpelar.

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