martes, 11 de abril de 2023

¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?


Por dos veces se repite en el evangelio de hoy la pregunta que encabeza esta entrada. La primera vez son dos ángeles de blanco quienes se la formulan a María de Magdala (Jn 20,13). La segunda es Jesús mismo quién le pregunta a María por la razón de su llanto (Jn 20,15). Las respuestas de María difieren ligeramente. A los ángeles les dice: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Al “hortelano” Jesús le responde: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. En el primer caso, María se limita a constatar un hecho: la desaparición del cuerpo de Jesús. En el segundo, María expresa una actitud: el deseo de saber dónde está el cuerpo y su disponibilidad para hacerse cargo de él. 

Me parece que algo semejante sucede en nuestra aventura de encuentro con Jesús. Cuando nos quejamos de lo difícil que resulta hoy vivir la fe, a menudo nos limitamos a constatar un hecho. Apelamos a nuestra observación, aducimos el peso de las estadísticas, nos encogemos de hombros como si fuera algo inevitable. Da la impresión de que la fe está desapareciendo de nuestros pueblos y ciudades y “no sabemos dónde la han puesto”. Nos comportamos como si fuéramos forenses sociales que levantan acta de un hecho incuestionable.


En realidad, las cosas no son tan simples. A diferencia de los ángeles, Jesús no se limita a preguntar a María por la razón de su llanto. Añade una pregunta más punzante: “¿A quién buscas?”. María no busca solo un cuerpo muerto. Busca al amor de su vida. Quien ama no se resigna a que todo acabe con la muerte. El amor siempre afirma algo de la persona amada: “Quiero que tú vivas”. Cuando María siente que el Resucitado pronuncia su nombre, entonces cae en la cuenta de que está con Jesús. 

Esta es la clave de la fe: experimentar que Jesús pronuncia nuestro nombre, se dirige a cada uno de nosotros, penetra en nuestro espacio aéreo. Mientras creamos que se trata de una “cadáver cultural”, no hay futuro. Solo cuando sentimos que él nos llama por nuestro nombre, cuando experimentamos que nos sale al paso en el camino de la vida, solo entonces empezamos a creer en él con una fe que ninguna estadística puede medir. El futuro pertenece a quienes se dejan mirar y llamar por Jesús, a quienes no se resignan a ser los últimos custodios de un sepulcro cultural, a quienes siguen buscando aun cuando casi todos les digan que no merece la pena perder más tiempo en hurgar en un pasado ya vencido.


Cuando María de Magdala reconoce a Jesús, su instinto la lleva a retenerlo, a “apoderarse” de él para no tener que experimentar otra vez el dolor de su pérdida. Es también nuestra tentación. Pero Jesús no es un objeto a nuestro alcance. No podemos dominarlo ni someterlo a nuestros deseos o a nuestros ritmos. Él es un insumiso que “está / no estando”. Su presencia/ausencia define su nuevo estatuto de Resucitado. Nosotros no estamos acostumbrados a relaciones así. Por eso se nos hace cuesta arriba creer. Pero en ese “estar sin estar” es donde se juega la fuerza de la fe. 

Mientras tanto, hay algo que podemos hacer. El encuentro con él es siempre un trampolín misionero. Como a María de Magdala, él nos dice: “Anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. Cuando anunciamos a los demás “lo que hemos visto y oído”, en el ejercicio de la misión, experimentamos su presencia misteriosa en medio de nosotros. Eso explica que, cuando perdemos fuelle misionero, cuando nos replegamos en los cuarteles de invierno, se nos hace imposible descubrir a Jesús. Cuando, por el contrario, nos ponemos en camino y anunciamos con nuestra vida y nuestra palabra su nombre, entonces Él se hace el encontradizo con nosotros, se pone a nuestro lado y nos va revelando lo que necesitamos para vivir. La cosa está clara.

1 comentario:

  1. Esta entrada nos interpela y nos desinstala… Encontrar a Jesús no es un camino fácil como quisiéramos. No acertamos en las preguntas ni sabemos escuchar las respuestas o las buscamos en caminos equivocados. O quizás, como dices: “perdemos fuelle misionero y nos replegamos en los cuarteles de invierno” y entonces “se nos hace imposible descubrir a Jesús”.
    Gracias Gonzalo, porque nos das pistas por donde encontrarle y qué actitudes necesitamos. Qué difícil es reconocer “su presencia/ausencia”.

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