domingo, 7 de marzo de 2021

El templo es el otro


Hemos llegado al Tercer Domingo de Cuaresma. El escenario ya no es el desierto (primer domingo) o la montaña (segundo domingo). El Evangelio de Juan (2,13-25) nos sitúa en el impresionante templo de Jerusalén. En torno a la Pascua se triplicaba o cuadriplicaba la población de la ciudad. Jesús elige ese espacio y ese tiempo para darnos una lección definitiva. La escena, narrada por los cuatro evangelistas, parece una película de acción. Ante el espectáculo de vendedores y cambistas, Jesús, sin mediar  palabra, armado con una especie de látigo hecho quizás con algunas cuerdas con las que se ataban a los animales, comenzó a expulsar con energía a todos los que se encontraban bajo el pórtico regio. No es difícil imaginar el revuelo que debió de producir su acción. Después de derribar mensas, sillas y jaulas de palomas, arremetió contra los puestos de cambistas de monedas (no olvidemos que en el templo solo se admitían monedas de bronce y estaban prohibidos los denarios romanos) ante la sorpresa de todos y la indignación de los más afectados. 

¿Cómo es posible que el mismo que se había presentado como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29) se comporte de esta manera tan violenta? El Evangelio introduce dos frases que nos dan la clave.  La primera “Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre” (v. 16) evoca un dicho del profeta Zacarías con el que se cierra su libro y que se refiere a lo que sucederá cuando llegue el mundo renovado: “Aquel día no quedará ni un comerciante en el templo del Señor del universo” (Zac 14,21). No hay, pues, posible alianza entre el culto y los intereses económicos. Jesús se lo dejó bien claro a sus discípulos: “No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento” (Mt 10,9-10). Seguimos sin aprender la lección. 

La segunda frase es la más decisiva: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (v. 19). Jesús no trata solo de corregir algunos abusos o realizar pequeñas reformas en la religión de Israel, sino de inaugurar un nuevo modo de relacionarnos con Dios. El lugar del encuentro no será ya un templo material, por sacrosanto que pueda parecer, sino el cuerpo de Cristo muerto y resucitado. Es el mismo mensaje que dirigió a la mujer samaritana: “Se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así” (Jn 4,23). Por tanto, el único sacrificio que Dios nos pide es el de nuestra propia vida y el del servicio a los más necesitados. Todo lo demás es secundario. 

A la luz de esta nueva comprensión del culto (y, por tanto, de la relación con Dios) se entiende mejor el verdadero sentido del decálogo, al que se refiere la primera lectura (Ex 20,1-17). No se trata de diez “mandamientos”, sino de diez “palabras” en las que Dios nos muestra caminos de vida. Por eso, las dos versiones que la Biblia nos transmite (cf. Ex 20,2-17; Dt 5,6-21) están introducidas por la misma fórmula: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud”. Esta es la clave. Dios no quiere imponernos nada, sino sacarnos siempre de la esclavitud de nuestro propio capricho, de una libertad desordenada. Jesús nunca cita el decálogo de manera explícita. Lo hace una vez (cf. Mc 10,19), pero de forma incompleta. En realidad, Jesús no habla de diez palabras, sino solo de dos: “Ama a Dios y ama a tu prójimo” (cf. Mt 22,33-34). E incluso estas dos se pueden reducir a una: “Ama a tu hermano” (cf. Jn 13,34-35). En el resto del Nuevo Testamente se habla siempre de un solo mandamiento. Pablo lo resume así: “A nadie le debáis nada, más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rm 13,8-9).

Acostumbrados a una religión muy legalista y moralista, no sé si percibimos la gran revolución introducida por Jesús. Frente al templo material, él se presenta como el verdadero templo (lugar de encuentro) entre Dios y los seres humanos. Frente a un “decálogo” (diez palabras) entendido como un conjunto de pesados mandamientos, él nos ofrece la vía del amor como el único camino que conduce a Dios. Me parece que estas revelaciones no acaban de hacerse carne de nuestra carne. No es que no tenga sentido celebrar la liturgia en templos materiales hermosos o aplicar el amor a las distintas situaciones de la vida, sino que en ningún caso debemos perder la clave. Las notas del pentagrama de nuestra vida cristiana sonarán a Evangelio si al principio colocamos la clave que Jesús mismo nos ofrece. De lo contrario, todo quedará reducido a un esfuerzo voluntarista por ser mejores o incluso a un negocio en nombre de la religión. La realidad cotidiana nos muestra que no se trata de remotas posibilidades, sino de acontecimientos reales. La Cuaresma constituye una oportunidad para ajustar las coordenadas.

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