lunes, 15 de marzo de 2021

Se necesitan vividores

El sábado 13 de marzo se cumplieron ocho años desde la elección de Jorge María Bergoglio a la cátedra de Pedro. Con ese motivo, mi amigo Raúl Berzosa ha escrito un interesante artículo sobre la Iglesia de los Franciscos. Varias revistas religiosas están dedicando también mucho espacio a reflexionar sobre el significado de estos ocho años de pontificado franciscano. Aunque abundan los elogios y las felicitaciones, no faltan las críticas sutiles o implacables. Echo de menos análisis juiciosos, quizás porque solo se podrán hacer cuando pase mucho más tiempo y se disponga de perspectiva histórica. 

Recuerdo muy bien aquella tarde del 13 de marzo de 2013. Yo estaba cansado, después de un día entero con cuatro reuniones de consejo. Poco después de las 7 de la tarde me enteré por la RAI de que ya había fumata bianca. Sin pensarlo dos veces, cogí un paraguas y me eché a la calle con algunos compañeros míos. Como no nos fiábamos de la puntualidad de los medios públicos, nos pusimos a caminar a toda prisa. En menos de 45 minutos llegamos a la plaza de san Pedro, que ya comenzaba a llenarse de gente. Llovía con suavidad. Hacia las 8,12 el cardenal francés Jean-Louis Touran pronunció con voz temblorosa las siguientes palabras: “Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam! Eminentisimun ac reverendisimum dominum Giorgium Marium, Sancte Romane Eclesiae Cardinalem Bergoglio; qui sibi nomen imposuit Franciscum” (Os anuncio un gran gozo: ¡tenemos papa! El eminentísimo y reverendísimo señor don Jorge Mario, de la Santa y Romana Iglesia cardenal Bergoglio, quien se ha impuesto el nombre de Francisco). 

A mi lado tenía a una joven pareja de italianos, chico y chica. Parecían novios. Como supuse que podían sentirse decepcionados por el hecho de que no hubiera sido elegido un compatriota suyo (se hablaba mucho del cardenal Angelo Scola como seguro papabile), me adelanté a decirles: “El nuevo papa es argentino, pero de ascendencia italiana”. Ellos, con mucho desparpajo, me respondieron: “Estamos muy contentos. Nosotros no queríamos otro papa italiano”. A partir de ahí se abrió un nuevo período en la vida de la Iglesia sobre el que se han escrito ríos de tinta.

Ayer se cumplió un año desde que se decretó en España el estado de alarma. Lo que al principio parecía una cuestión de semanas o de meses, ya dura un año. Nuestra capacidad de aguante se va agotando. La de quienes han estado en la primera línea hace tiempo que ha traspasado el umbral de lo humanamente tolerable. Tengo dos primas enfermeras. No he podido hablar con ellas sobre la manera como han vivido estos meses, pero estoy casi seguro de que, como tantas otras, han experimentado el “síndrome del veterano de guerra”. Es verdad que los médicos y otros agentes sanitarios han estado también al pie del cañón, pero son ellas y ellos (los enfermeros) quienes mantienen una relación más directa y personal con los pacientes. Son testigos de sus dolores, miserias, angustias y soledades. Y, a menudo, son los únicos que los acompañan en el momento de la muerte, dado que a los familiares no se les permite el acceso. ¿Qué ser humano puede con todo esto sin quedar profundamente afectado? 

No es extraño que, como sucede con los soldados que han participado en operaciones bélicas, muchos enfermeros no quieran hablar de lo que han vivido. Pertenece al “secreto de sumario”. Prefieren pasar página. Por otra parte, ¿quién puede entender lo que siente una persona cuando tiene que dejar que alguien se muera por falta de respiradores, como sucedió al principio de la primera ola? Tardaremos mucho tiempo en hacernos cargo del coste emocional que esta pandemia está produciendo en el personal sanitario. Acabados los aplausos en las ventanas, necesitan el respeto y el cariño de todos nosotros. Y también una retribución salarial que haga justicia al inmenso trabajo que desarrollan. No entiendo por qué hay tantos ejecutivos con sueldazos de escándalo y los trabajadores “esenciales” tienen que conformarse con salarios muy ajustados, cuando no raquíticos. También esto tiene que cambiar.

En un contexto tan amenazado de muerte como el actual, necesitamos con urgencia vividores. Como el término se presta a malentendidos, recuerdo que el diccionario de la RAE le adjudica cinco significados: 1. Que vive; 2. Vivaz (que vive mucho tiempo); 3. Dicho de una persona: Laboriosa, económica y que busca modos de vivir; 4. Que vive a expensas de los demás, buscando por malos medios lo que necesita o le conviene; 5. Que vive la vida disfrutando de ella al máximo. Tengo la impresión de que cuando decimos que fulano de tal es un vividor, las acepciones que saltan espontáneamente son la cuarta y la quinta. Y, sin embargo, en esta entrada quisiera usar el término en el sentido de las tres primeras acepciones. Vividor es quien vive con intensidad, quien busca nuevos modos de vivir en contextos difíciles. 

Javier González García tiene una serie de pequeños reportajes en YouTube titulada precisamente Vividoresen la que entrevista a personas que están luchando por vivir en situaciones muy difíciles, a veces casi desesperadas. Os invito a ver alguno de ellos. No solemos ver estas cosas en los medios de comunicación. Creo que gente así nos ayuda a no quejarnos demasiado de la suerte que nos ha tocado, a no magnificar nuestros problemas y, sobre todo, a dar gracias a Dios por el don de la vida y a luchar por mejorarla todo lo que podamos. Nos ayuda también a ponernos en la piel de quienes tendrían muchos motivos para quejarse y hasta para blasfemar y, sin embargo, han aprendido a bendecir



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