domingo, 2 de febrero de 2020

Solo Simeón y Ana se dan cuenta

Hoy celebramos la fiesta de la Presentación del Señor. En realidad, yo la comencé ayer por la tarde. Siempre que estoy en Roma, me gusta celebrar esta fiesta en el Vaticano, junto al Papa y a miles de consagrados que se dan cita para celebrar la Eucaristía. Este año se celebra ya la XXIV Jornada de la Vida Consagrada. A las 15,30 crucé la entrada del brazo de Constantino. Dos guardias suizos me saludaron como hacen con todos los que entran por el famoso Portone di Bronzo. Mientras me revestía junto a cientos de sacerdotes, saludé a algunos conocidos. Me acompañaba un claretiano chino. En plena preocupación por la epidemia de coronavirus, algunos se sonreían al verlo. La ceremonia comenzó a las cinco de la tarde con la basílica en penumbra mientras avanzaba la procesión con las candelas. Encontré al Papa bastante ágil y descansado, aunque siempre camina cojeando ligeramente. Todo discurrió con la solemnidad y belleza a que estamos acostumbrados. La primera lectura fue en inglés y la segunda en español. El diácono cantó el Evangelio en italiano. Me gustó la homilía del Papa. Me gustaron especialmente estas palabras dirigidas a nosotros, los hombres y mujeres religiosos: “También vosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados, sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia. ¿Por qué lo habéis hecho? Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo que es importante en la vida. Es acoger el don del Señor con los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.”

Es bueno que el Papa nos recuerde en qué consiste consagrarse al Señor en momentos en los que experimentamos crisis de diverso tipo. Quizá la más aguda la podemos expresar con las palabras del profeta Malaquías: “No vale la pena servir al Señor, ¿qué sacamos con guardar sus mandamientos y andar enlutados ante el Señor Todopoderoso? Hay que felicitar a los arrogantes; los malvados prosperan, desafían a Dios y quedan sin castigo” (Mal 3,14-15). Esa es la impresión superficial que a menudo tenemos cuando observamos lo que pasa en la sociedad: los sinvergüenzas parecen prosperar y quienes se esfuerzan por ser honrados acaban perdiendo la partida. ¿De qué sirve la fe en Dios? ¿No son más astutos los que aprovechan cualquier ocasión para medrar y sacar partido de todas las oportunidades? Ser cristiano y consagrado, ¿no es apostar a caballo perdedor en esta carrera de la vida? ¿Quién se apunta hoy a un estilo de vida que parece estar en las antípodas de lo que se considera cool, apetecible y rentable? Muy pocos, esa es la verdad, sobre todo en Europa y América. En este contexto, cobran relieve las palabras del Papa: “¿Por qué lo habéis hecho? Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo demás”. Esta es la verdadera razón. Los consagrados seguimos este particular estilo de vida porque hemos sido atraídos irresistiblemente por Jesús y queremos vivir como él. ¿Puede Jesús seguir enamorando a algunos jóvenes de hoy? No me cabe la menor duda, pero hay que tener un corazón sencillo como el del viejo Simeón y la vieja Ana. 

Cuando María y José presentan al pequeño Jesús en el templo de Jerusalén a los cuarenta días del parto, nadie podía imaginarse que el Enviado de Dios entrase casi como a escondidas. Todos imaginaban que la entrada del Mesías –el que iba a poner orden en un mundo convulso y vuelto del revés– sería triunfal y apoteósica. ¿Todos? En realidad, dos ancianos piadosos veían las cosas de otro modo; por eso, confesaron a Jesús como “luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,32) y signo de contradicción: “Este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos” (Lc 2,34). Han pasado más de dos mil años y estamos en las mismas. Jesús es luz para quienes se dejan iluminar y signo de contradicción para quienes plantean su vida de espaldas a Dios. 

Quizás necesitamos llegar a viejos (como Simeón y Ana) para que, educados por las experiencias de la vida, caigamos en la cuenta de quién es Jesús y de lo que significa para los seres humanos. La vida consagrada anticipa al presente lo que muchos hombres y mujeres viven solo al final. En esto consiste su carácter profético. Los hombres y mujeres consagrados son un recordatorio permanente de lo que de verdad vale la pena. Son –en otras palabras– como una prolongación de Simeón y de Ana en nuestro mundo acelerado, hombres y mujeres que, a pesar de todas las contrariedades de la vida, no han perdido la esperanza. Nos lo recuerda el Papa en su homilía: La mirada de los consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no van, la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza, porque estaban en contacto con el Señor.  Los consagrados nos ayudan a otear el horizonte y mantener el ritmo de la marcha

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