jueves, 25 de agosto de 2016

Hay días en los que (casi) todo se tuerce

Ayer me levanté muy temprano con la noticia –todavía confusa– de que se había producido un fuerte terremoto en el centro de Italia. Inmediatamente me vino a la memoria lo vivido el 6 de abril de 2009, cuando se produjo el terremoto de L’Aquila, que dejó 308 muertos, 1.500 heridos y unos 50.000 damnificados. Entonces me encontraba en Roma. Recuerdo muy bien la impresión de desconcierto que me produjo el temblor en medio de la noche. Esta vez me encuentro lejos, pero siento muy de cerca el dolor del pueblo italiano. Primero se hablaba de 6 muertos. Cuando escribo estas notas se cuentan ya unos 257 y decenas de desaparecidos en el pequeño y bello pueblo –prácticamente destruido– de Amatrice y alrededores.

A mediodía recibo la llamada de una persona conocida que me habla de que está pensando suicidarse. Su tono es desolador. ¡Hasta insinúa cómo debe ser la misa de su funeral! La disuado como puedo, tratando de ganar tiempo, pero noto que me voy cargando de tensión. Horas después soy yo el que llamo para asegurarme de que la persona está ahí. Esta vez la conversación es un poco más larga y distendida. Procuro escuchar con mucha atención sin multiplicar los mensajes de calma y ánimo.

Por si fuera poco, se suceden algunas llamadas y correos electrónicos con asuntos no muy graves pero que requieren una intervención rápida. Vivo la impresión de tener demasiados frentes abiertos en un momento en el que necesito un ambiente de sosiego para concentrarme en lo que llevo entre manos. Para más inri -expresión que le gusta mucho a un amigo mexicano-, reculando con un vehículo, golpeo uno de los faros traseros contra un pino del jardín. ¿Qué ha pasado este año en el día de san Bartolomé? ¿Se ha olvidado el santo “sin doblez” de echarnos una mano? Todo esto sucede mientras prosigo con toda la serenidad posible el itinerario de ejercicios espirituales con el grupo de jóvenes claretianos.

Hay días en los que parece que casi todo se tuerce, que nada sucede como uno había previsto, que las malas noticias se amontonan. En esos momentos casi siempre recuerdo la canción Todo acaba bien del musical Godspell. Merece la pena copiar un fragmento de la versión española de 1974. Se trata obviamente de un texto cargado de ironía:
Si un día ves que todo va mal,
que todo va tan requetemal:
tu mujer grita, llora, la casa se te desploma;
chillan los niños, duelen las muelas, llueven las letras hasta aquí.
El jefe te dice “Adiós, mon ami”.
Ni el pobre Job tan mal lo pasó.
Por eso tú jamás olvides que hay un cielo y que todo acaba bien.
¿Ves? Todo acaba bien.

Ese “todo acaba bien” suena a consuelo barato. No sé lo que el viejo barbudo de Karl Marx pensaría al respecto. Una letra como ésta le daría más argumentos todavía para pensar que la religión es el “opio del pueblo”. Dejémosle tranquilo con sus teorías. Pero, tras los ejemplos caricaturescos, se esconde una convicción fuerte: “Para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan al bien” (Rm 8,28). Es decir, que de todo se puede aprender, incluso de aquello que a primera vista juzgamos como solo negativo, demoledor. Todo nos ayuda a madurar si sabemos integrarlo en una visión de fe. 

En varios momentos de la jornada de ayer hice un ejercicio muy simple. Me detuve, respiré hondo varias veces, traté de mirar las cosas con serenidad y puse todo en manos de Dios con estas o parecidas palabras: "Señor, tú eres el Dios de la historia. Ayúdanos a reconocerte en medio de tantas adversidades. Danos fuerza para afrontarlas. No nos abandones". Fue como un minisalmo. Creo que no se trata de una huida por la puerta falsa, sino de una manera de enfocar el objetivo. Vistas las cosas con la luz de la fe, uno recupera la energía que necesita para hacer lo que está en su mano y dejar que Dios sea Dios.

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