martes, 29 de julio de 2025

Rostros, no perfiles


Desde ayer se está celebrando en Roma el Jubileo de los Misioneros Digitales. Entre ellos tengo algunos amigos. Poco a poco, va cobrando fuerza esta forma de evangelización a través de Internet. Por edad y sensibilidad, soy muy consciente de sus riesgos, pero no quisiera que esto me impidiera ver sus enormes posibilidades. 

Mi amigo Heriberto García Arias, conocido en este blog, acaba de publicar un libro titulado Misioneros digitales. ¿Influencers o testigos de Dios? Es el fruto de su tesina de licenciatura en Comunicación Institucional en la Universidad de la Santa Cruz de Roma. En él profundiza en todas estas cuestiones que se nos pasan por la cabeza cuando pensamos en las posibilidades y riesgos de la evangelización en internet. 

El subtítulo formula una pregunta que centra el asunto: ¿Se trata simplemente de ser influencers (y, por tanto, de poner el acento en el propio comunicador y su capacidad de influir en otros) o, más bien, de ser testigos (y, en este caso, el acento recae sobre Cristo y su evangelio)?


Las redes sociales son el espacio ideal para practicar el narcisismo más descarado. Cuando un comunicador cuelga muchas fotos de sí mismo, habla continuamente en primera persona (“yo”), remite siempre a sus experiencias personales y busca obsesivamente aumentar el número de subscriptores (YouTube), amigos (Facebook) o seguidores (Instagram)… parece claro que el personaje ocupa el centro y el mensaje se convierte en periférico. Podría decirse que el mensaje es solo una excusa para lograr reconocimiento personal, fama mediática... y en muchos casos dinero.

Por eso no es extraño que algunos influencers se quemen tras un tiempo de sobreexposición. La espuma ocupa mucho más espacio que la cerveza en el vaso de su trabajo en las redes. El tiempo ayuda a discernir la verdad. Por otra parte, vivimos en la cultura de la imagen. La gente quiere identificarse con un rostro o una voz. Son pocos los que están acostumbrados a leer textos largos. Todo debe ser envasado en Tetrabriks digitales y envuelto con el papel celofán de la dicción acelerada y un lenguaje corporal excesivo.

Por eso, los misioneros digitales tienden a hacer de su propia imagen un reclamo, con la esperanza, a menudo vana, de que esa mediación bienintencionada lleve al núcleo del mensaje evangélico. Pero las cosas no son tan sencillas en este complejo ciberespacio donde los algoritmos, las emociones y los intereses condicionan demasiado la comunicación hasta desvirtuarla.


Ayer escuché algunas de las intervenciones de los ponentes que abrieron el encuentro. Me gustó algo que dijo el cardenal Parolin en su saludo de apertura: “Cada persona es un rostro, no un perfil”. Y también la intervención del jesuita Antonio Spadaro. La evangelización pasa por el encuentro interpersonal, por mirarnos a los ojos y compartir la conversación. Las redes borran los rasgos personales y reducen nuestra identidad a un perfil. Uno puede tener millones de seguidores que a veces hacen comentarios aduladores, pero ¿es eso evangelizar? 

Algunos artículos de prensa de los últimos días han convertido en titular una frase de Heriberto: “De la pantalla al altar”. Es una manera de decir que su objetivo es ayudar a los jóvenes a saltar de la pantalla de su teléfono móvil a una participación presencial en la vida comunitaria, apostólica y litúrgica de la Iglesia. Quizás es un propósito demasiado ambicioso, pero indica con claridad que la vida no se reduce a la navegación digital, que no es un despliegue continuado de estímulos. Exige rostro, presencia, encuentro, compromiso, celebración… y mucha paciencia.

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