miércoles, 30 de julio de 2025

Peregrinos de esperanza


Roma está inundada de jóvenes provenientes de todo el mundo. Sigo por YouTube algunos momentos del programa jubilar. Entiendo muy bien la importancia de estas fiestas de la fe en el contexto actual. Recuerdo experiencias semejantes vividas a lo largo de los años. Siguen resonando en mí.

La búsqueda de sentido y la gracia de la fe se amalgaman con la sensación de pertenencia a una comunidad grande, la vibración de la música, el sobrecogimiento de la liturgia, la complicidad de las miradas, la dilatación afectiva, la camiseta empapada en sudor, los pies doloridos, la ruptura de la cotidianidad, el vértigo de la noche, las conversaciones íntimas, el torrente de besos y abrazos, el perdón celebrado, la magia del verano, la fuerza de la Palabra, el acompañamiento en el camino y el sueño de un mundo diferente. 

Es un pan amasado con mil granos que, cocido a fuego lento, nutre la vida adolescente y joven. No importa si dentro de una semana o un mes vuelven las soledades, los conflictos familiares o el aburrimiento soberano. Lo que deja huella es que, al menos durante unos días, se ha abierto una claraboya de sentido, comunidad y alegría en el techo de una existencia gris e incierta.


Quienes acompañan a los jóvenes en parroquias, colegios, movimientos y comunidades de distinto tipo insisten en que los eventos solo tienen sentido si se inscriben en procesos. Creo que llevan razón. Por eso, imagino que la mayoría de los jóvenes que han peregrinado a Roma lo hacen como parte de un camino personal y comunitario de búsqueda y crecimiento. Y que, cuando regresen a sus países y comunidades, van a intentar seguir cultivando las semillas sembradas en su viaje a la Ciudad Eterna. 

Pero, aunque no fuera así, aunque la motivación para emprender el viaje fuera solo la curiosidad, el deseo de salir de casa y las ganas de participar en una movida mundial, Dios tiene sus caminos para llegar al corazón de cada persona. No siempre el más motivado es quien encuentra la luz. A veces, quienes parecen perdidos, soldados de otras batallas, son los que se sienten tocados por un gesto, una palabra o un canto que resuena en la noche de Tor Vergata, mientras todos se acurrucan en sus sacos de dormir. 

Roma se presta a un derroche de belleza. Es un escenario elocuente en sí mismo. Imagino a miles de jóvenes celebrando el sacramento de la reconciliación a cielo abierto, en ese inmenso recinto que es el Circo Máximo. Los imagino poniendo palabras a la zozobra que los acompaña desde hace años y experimentando la fuerza sanadora del perdón. Los imagino por grupos tomando un gelato en cualquiera de las innumerables heladerías y dejándose llevar por la fuerza de la conversación. Los imagino, en fin, en la soledad fresca de cualquier iglesia barroca del centro histórico, sentados en un banco, cobijados en la penumbra que les permite ralentizar su ritmo acelerado y escuchar la “música callada” que suena en su interior.


Jesús, que suele hablar en la sencillez y normalidad de la vida cotidiana, también aprovecha estas concentraciones para hacer de las suyas. El mismo que cenaba en la intimidad con sus amigos Marta, María y Lázaro en Betania es quien se reúne con multitudes en las laderas que circundan el lago de Genesaret o en la explanada del templo de Jerusalén. Cada contexto tiene su registro propio. Jesús puede hablar al gentío o a una persona singular. Lo que importa es que el mensaje conecte con las búsquedas de los oyentes y conduzca a la conversión.  

A los jóvenes reunidos en Roma este mensaje les puede venir mediado por una homilía del papa León XIV, por una canción de Hakuna o del cura australiano Rob Galea, por una meditación del obispo Robert Barron o sencillamente por un versículo de la Escritura que parece escrito para uno mismo. O por el silencio de la adoración.

Cuando estos jóvenes regresen a sus casas cansados y somnolientos, puede que incluso un poco malolientes, es preciso dejarlos descansar, no atosigarlos a preguntas prematuras. Pero, luego, pasado un tiempo razonable, cuando descienda la espuma del entusiasmo y quede más clara la cerveza de la fe, es bueno peguntarles con empatía “qué conversación han llevado por el camino”. 

Las experiencias no terminan hasta que no se comparten. Este diálogo enriquece a quienes han peregrinado a Roma y a quienes nos hemos quedado en el campamento base con otros compromisos. Al final, todos salimos ganando porque no hacemos borrón y cuenta nueva, sino que seguimos escribiendo capítulos refrescantes en el libro de nuestra vida personal y colectiva.

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