
Es la tercera vez que título una entrada del blog con estas palabras de los discípulos de Jesús que aparecen en el evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario. Repito la expresión porque está cargada de significado, porque me gusta, porque pone palabras a un anhelo.
A lo largo del mes de julio no he tenido mucho tiempo para escribir. De hecho, solo he escrito en siete ocasiones. Cuando se tienen muchos frentes abiertos no es fácil encontrar la quietud necesaria para meditar y escribir.
Creo que algo parecido puede pasaros a vosotros. Metidos en los mil asuntos de la vida diaria, es fácil perder las ganas de leer. No podemos digerir todo lo que nos llega a través de los medios de comunicación social, las charlas entre amigos o nuestros propios pensamientos.
Por otra parte, no a todos nos resuenan del mismo modo las cosas ni tenemos las mismas necesidades. Puede que algunos estéis indignados con lo que está sucediendo en Gaza mientras otros os veáis afectados de cerca por la enfermedad grave de algún familiar o amigo. No es lo mismo estar disfrutando del verano en la playa o en un lugar fresco de montaña que padecerlo en un piso pequeño y caluroso de una gran ciudad.
El tiempo transcurre de distinta manera cuando estamos rodeados de gente amable con la que podemos hablar y reír que cuando estamos solos y echamos de menos que alguien nos visite o nos llame por teléfono. La vitalidad de los 20-30 años no es comparable a la crisis de reducción que se vive en la ancianidad.

Y, sin embargo, en medio de situaciones vitales muy diferentes, todos estamos invitados a vivir de la manera más auténtica y plena posible. ¿Qué podemos hacer para ello? No siempre podemos estar rodeados de nuestros familiares y amigos o viajar a sitios atractivos. No siempre las cosas salen como deseamos. Y no siempre afrontamos el futuro con esperanza o estamos de buen humor. La vida es a menudo gris e incierta. Hay muchas personas que padecen ansiedad y que hace tiempo que no encuentran motivos suficientes para respirar con hondura y satisfacción. Es como si les faltara el aire del sentido y de la alegría.
Precisamente en momentos así, cuando parece que avanzamos por un callejón sin salida, cuando nos hiere la publicidad de vacaciones paradisíacas que no nos podemos permitir, cuando sentimos que no significamos nada para nadie, que cada uno va a sus asuntos, es cuando podemos servirnos de las palabras de los apóstoles y gritar: “Señor, enséñame a orar”. En realidad, esta petición podría formularse de otro modo: “Señor, enséñame a respirar”. O también: “Señor, enséñame el arte de vivir”. La oración comienza siendo un deseo, un grito en medio de la nada, un SOS de alguien que se siente náufrago en el océano de la vida, un movimiento corporal para captar oxígeno. La oración es la luz roja que se enciende cuando nada ni nadie parece tocar a las puertas de nuestro corazón.

Jesús nos enseña cómo proceder. Las palabras del Padrenuestro son como una falsilla en la que podemos ir escribiendo todo lo que nos preocupa. Podemos darles un toque personal, pero no conviene alterarlas.
Empezamos reconociendo que existe un Dios al que podemos llamar Padre. No es propiedad privada, sino Padre de todos; por eso, decimos Padre “nuestro”. Al pronunciar esta palabra salimos de nuestro solipsismo y sentimos que formamos parte de la gran familia eclesial, de toda la humanidad, de la creación.
Lo que viene después es un itinerario por las necesidades básicas del ser humano. Antes de pedir para nosotros el pan de cada día, el perdón de las ofensas, la fortaleza frente a la tentación y la liberación del mal, le decimos al Padre que nos ayude a reconocerlo (“santificado sea tu nombre”), a abrirnos a su sueño sobre el mundo (“venga a nosotros tu Reino”), a ajustar nuestros proyectos a los suyos (“hágase tu voluntad”).
Cuando rezamos serenamente las palabras de Jesús, cuando nos abandonamos a ellas, notamos que algo se remueve por dentro, que nos sentimos habitados, que podemos afrontar el día a día de otra manera. Dicho con palabras más certeras: que podemos vivir confortados y movidos por el Espíritu Santo. Jesús nos lo ha asegurado: “Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden!”. ¡Pidámoslo!
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