
Últimamente me ha dado por leer y escuchar a algunos historiadores mexicanos que ofrecen una nueva visión sobre la llamada “conquista” (que no lo fue en sentido estricto) de México (que no existía como tal) por parte de España (que tampoco existía como hoy la entendemos). Es evidente que todos nos contamos la historia que mejor conviene a nuestros intereses. En este sentido, toda historia es una especie de leyenda, comenzando por la propia.
Nuestra identidad personal es, sobre todo, el fruto de la historia que nos contamos a nosotros mismos. Se apoya, naturalmente, en algunos datos objetivos (lugar y fecha de nacimiento, contexto sociocultural, raíces familiares, hitos educativos, experiencias significativas…), pero todo está coloreado por la forma como interpretamos esos datos; en definitiva, por la historia que nos contamos. Hoy se habla mucho de “controlar el relato”.

Hay personas que interpretan su historia desde la condición de víctimas. Quizás vivieron en la infancia algún acontecimiento vejatorio que las dejó marcadas para siempre. A partir de ahí, todo el camino posterior se reduce a identificar a los culpables de la propia desgracia y a defenderse de posibles nuevas agresiones. Respiran por una herida que nunca acaba de curarse. Hay otras que se narran por comparación con los demás. Pueden sentirse siempre inferiores y en algunos casos -los menos- superiores. Les cuesta compararse consigo mismas. Todo lo vivido es siempre en relación con otros que están por encima o por debajo.
No faltan las personas que sustituyen con relatos fantasiosos algunas experiencias que fueron sencillas o incluso anodinas. Su mundo interior se parece poco a lo que realmente ocurrió. Se sienten a gusto en su burbuja onírica y no tienen el más mínimo interés en salir al mundo exterior y confrontarse con él. Creo que hay tantas maneras de contarnos la historia como personas existen. Cada uno hacemos nuestra lectura. Basta comprobar cómo recordamos cada miembro de la familia algunos acontecimientos importantes o banales o cómo interpreta cada miembro de una comunidad lo vivido por todos.

Escuchando a algunos historiadores mexicanos una nueva manera de considerar su identidad a partir del mestizaje cultural desarrollado durante siglos en la “nueva España”, me he preguntado por mis propios mestizajes. Cada uno somos el resultado de muchos encuentros, desencuentros, búsquedas, éxitos, fracasos, compañías, soledades, alegrías, tristezas… ¿Cuál es la cuerda que mantiene unidas todas esas perlas hasta formar un collar más o menos reconocible? O, apelando a la metáfora musical, ¿qué clave permite dar un sentido a las muchas notas colocadas en el pentagrama de nuestra historia?
Es obvio que leemos la historia a partir de esa clave. Si la mía fuera hacerme rico o lograr éxito profesional y reconocimiento social, leería las experiencias de mi vida en función de su utilidad para lograr ese sueño. Si, por el contrario, la clave es preguntarme qué quiere Dios de mí para intentar responder con fidelidad, cada acontecimiento vivido sería interpretado en relación con ese objetivo.
Por eso resulta tan difícil contarnos una historia común. Como dice el refrán, “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Los escolásticos utilizaban una fórmula más altisonante: “Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, que se puede traducir así: “Lo que se recibe, se recibe según el modo del que recibe”. O, parafraseando un poco el original, “todo lo que se recibe, se recibe de acuerdo con la capacidad del receptor”.
Creo que esta advertencia nos hace muy cautos a la hora de dogmatizar sobre nuestra historia o la de otra persona. Y no digamos si se trata de la historia de un pueblo, de un país o de un continente. En este caso, casi siempre los mitos sustituyen a los hechos. Y los intereses (políticos, económicos, étnicos, etc.) al respeto a los acontecimientos.
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