domingo, 30 de marzo de 2025

Un hombre tenía dos hijos


Ya se sabe que el Cuarto Domingo de Cuaresma es conocido como el domingo laetare. Se anticipa sobriamente la alegría de la Pascua, que dista solo tres semanas. Este año, el ciclo C nos propone como evangelio la hermosa, larga y popular parábola del padre misericordioso y sus dos hijos. La fiesta y la alegría están aseguradas porque el padre/madre de la parábola por dos veces dice que hay que celebrar un banquete. ¡Lástima que algunos de los oyentes de Jesús no estuviesen por la labor! 

Entre quienes lo rodean, hay dos grupos: los que van a escucharlo (es decir, los publicanos y gente de mala calaña en general) y los que van a murmurar contra él porque come con publicanos y pecadores (o sea, los fariseos de turno). Quienes leemos hoy la parábola tenemos que situarnos en un bando o en otro, a menos que se nos ocurra una tercera vía para escapar de la tensión. Supongamos que elegimos el bando de quienes quieren escuchar, lo que ya es mucho teniendo en cuenta la algarabía en la que hoy vivimos y las dificultades para prestar atención durante más de diez segundos. Entonces pueden ocurrirnos cosas maravillosas


La historia es larga. Jesús no ahorró detalles. Su parábola ha sido estudiada por los cuatro costados. Hoy me quedo con una interpretación que liga los personajes a las edades de la vida.

Cuando somos jóvenes (pongamos hasta los 40 años), solemos reconocernos por contagio en la figura del hijo pequeño. Nos gusta gastarnos la herencia del padre, jugar a ser autónomos, presumir de nuestras fuerzas, buscar el placer en todas sus formas y tomar distancia de los viejos que chochean y no tienen nada interesante que aportar. La fe que mamamos de niños se nos antoja una superstición, la Iglesia es una madrastra castradora y nosotros somos sanos, guapos, inteligentes y muy guay del Paraguay… hasta que “vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad”. 

Por muy hijos de papá que seamos, tarde o temprano el lobo de la vida enseña sus dientes afilados en forma de precariedad laboral, fracaso afectivo o simplemente hastío de vivir. Entonces uno puede sorber la copa de la frustración hasta el final o puede recapacitar, ponerse en camino, admitir la cuota de responsabilidad y aceptar con humildad el amor del padre que nunca se ha eclipsado.


Cuando somos adultos (pongamos entre 40 y 70 años) la figura del hermano mayor nos viene que ni pintada. Nos sirve para visibilizar esa mezcla entre sentido del deber, rigidez mental, resentimiento afectivo, envidia y tristeza de vivir. Nos gusta decir lo mucho que trabajamos, pasar factura por los servicios prestados y presumir de ser austeros, ahorradores y personas con los papeles en regla. ¡Lástima que con un currículo tan brillante se nos haya quedado el corazón un poco encogido! 

En la figura del hermano mayor caben los padres y madres que llevan dinero a casa, pero están lejos de sus hijos; los párrocos que recuerdan cómo se debe celebrar la misa siguiendo las rúbricas del Misal Romano, pero no dedican tiempo a estar con la gente; los religiosos y religiosas que cumplen sus votos con exquisita observancia, pero no paran de juzgar a quienes se salen del guion, etc. El hijo mayor no sabe agradecer y disfrutar la cercanía del padre. Está en la casa paterna como si estuviera en un taller o en un cuartel.


Cuando nos hacemos mayores (pongamos a partir de los 70 años) tenemos la posibilidad -no siempre aprovechada- de irnos pareciendo al padre de la parábola. Podemos mirarnos en su espejo. Entonces empezamos a conjugar algunos verbos que nos parecían un poco ñoños en las etapas de la juventud (hijo pequeño) y la madurez (hijo mayor). Nos gusta mirar a lo lejos para no perdernos en las minucias cercanas, de vez en cuando se nos remueven las entrañas, redescubrimos la fuerza sanadora de los abrazos y los besos, sustituimos el juicio por la acogida y la misericordia y hasta nos gusta organizar fiestas para que todo el mundo se sienta a gusto y disfrute de la vida, sin escatimar gastos y sin excluir a nadie. 

¿Por qué el padre/madre de la parábola de Jesús se comporta así? La razón suena casi a exigencia: “Era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Ese “era preciso” (dei en griego) enlaza con otros dei fuertes recogidos en el evangelio: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que (dei) ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21); “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que (dei) ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). 

Esta diminuta partícula griega (dei) alude a algo que es voluntad de Dios, que va más allá de nuestros deseos o planes. En el caso de la parábola, es voluntad de Dios que nos alegremos -como él se alegra- cuando alguien pasa de la muerte a la vida, de la confusión a la identidad, o de la lejanía individualista a la cercanía del hogar. 

En fin, que este domingo viene sobrecargado de luz y de alegría. Solo regenerando nuestras imágenes distorsionadas de Dios podemos rehacer nuestra propia imagen y reconocer la dignidad de los demás acogiendo sus historias, cualesquiera que sean. Todo un reto. 



1 comentario:

  1. Este tema de la parábola del Hijo pródigo da para mucho. Gracias por acompañarnos a comprenderla, analizándola desde los diferentes personajes que, en algún momento de la vida, hemos ido alternando: el hijo menor, el hijo mayor y el padre/madre.
    Nos has ayudado a analizar nuestra vida, según las etapas, me ha gustado y hecho bien el descubrirlas.
    Gracias Gonzalo porque nos has llevado a un examen, a fondo, de nuestra vida, en este momento oportuno de la Cuaresma, camino hacia la Pascua… Y gracias por el canto que con que nos acompañas al final.

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