jueves, 14 de agosto de 2025

¡Vivan las fiestas!


Este año la pingada del mayo de la plaza mayor tardó casi una hora y media, el doble que otros años. Fue una operación medida y tranquila, casi quirúrgica. Cuando el reloj de la torre de la iglesia marcaba las 13,20, el pino de 26,40 metros quedó encajado en el hoyo que hay en el centro de la plaza. Estalló entonces un aplauso de alivio (por la tensión acumulada) y de agradecimiento (por el esfuerzo de numerosos jóvenes que sostuvieron y empujaron las aspas y de quienes dirigieron la operación con tino y aguante). 

Cuando la bandera española anudada a la picota ondeaba movida por un viento suave, yo pensaba en los numerosos fuegos activos en el oeste de la península ibérica avivados por vientos enérgicos. El pino erguido -pingado, como se dice en la zona- representaba la lozanía de un bosque sano frente a la decadencia de muchos bosques heridos. No me gusta empezar la fiesta sabiendo que hay miles de personas que han perdido sus casas y propiedades o que han debido abandonarlas a causa de los incendios. Pero la vida se abre siempre paso.


Las fiestas de mi pueblo siguen cada año un guion estricto, con pequeñas variantes ocasionales. La pingada del mayo es, por así decir, el rito secular, y la ofrenda de la vela a la Virgen del Pino, el rito religioso. Ambos tienen el pino como denominador común y ambos marcan el comienzo oficial de las fiestas: uno por la mañana y otro por la tarde-noche. Muchos visontinos que viven lejos vienen (venimos) estos días para celebrar, junto a nuestros familiares y amigos, las fiestas en honor a la Virgen del Pino y San Roque. 

Tras la obertura de hoy, los dos primeros días están marcados, sobre todo, por ritos religiosos; los dos últimos acentúan más los ritos seculares. No sé si esta distinción es muy ortodoxa, pero ayuda a clarificar ámbitos y ritmos. Hay personas que se reconocen más en la primera parte y otras (sobre todo, los jóvenes) que disfrutan más con la segunda. Ambas tienen su sentido y no tienen por qué excluirse. 

Lo que más me llama la atención es que en origen del entramado de rituales que se dan a lo largo de las fiestas hay una clara motivación religiosa. Sin ellas, las fiestas quedarían reducidas -como sucede en otros lugares- a meros días de entretenimiento colectivo. Ofrecer las velas a la Virgen del Pino, cantar la Salve, celebrar la Eucaristía con solemnidad, cantar el Rosario por las calles, orar por los difuntos de las cofradías y de la parroquia… son actos que dan sentido y densidad a unos días entrañables y muy comunitarios.


A nosotros, que somos ciudadanos de un mundo cada vez más individualista y fragmentado, las fiestas nos recuerdan que somos pueblo, que formamos parte de una colectividad que, en medio de sus diferencias, tiene motivos comunes para celebrar. Creo que tanto los que viven en el pueblo como los que venimos de otros lugares valoramos el sentido de pertenencia que otorgan las fiestas. Herederos de una tradición en algunos casos multisecular, dejamos a un lado rencillas y puntos de vista individuales, nos conectamos con la historia (las fiestas de Vinuesa atesoran muchos ritos más o menos antiguos) y nos abrimos al futuro (pensamos que la hermandad de estos días puede extenderse al resto del año). 

Como en todo rito, hay actores que ayudan a dar vida a la representación. Algunos son institucionales (el párroco, los cofrades, los miembros de la corporación municipal) y otros son espontáneos o tradicionales, como quienes limpian y decoran la iglesia, quienes realizan la pingada del mayo o preparan la caldereta final, sin olvidar a los músicos de las orquestas, el coro, los miembros de las peñas, los empleados municipales que coordinan y limpian y otros oficios imprescindibles para que todo se desarrolle con solemnidad (en algunos casos) o camaradería y jolgorio (en otros). Un pueblo sin fiestas acaba siendo víctima de la rutina y la disgregación.



miércoles, 13 de agosto de 2025

La respiración del alma


La lluvia de la tarde consiguió que el termómetro se desplomara veinte grados. Pasamos de los 34 a los 14, así que cuando comenzamos la adoración a las once de la noche la temperatura era fresca. Bastantes personas llevaban una prenda de abrigo. Las puertas de la iglesia de Nuestra Señora del Pino se abrieron de par en par. Por el pasillo central había dos hileras de velas que señalaban el camino. Centelleaban más velas de distintos tamaños esparcidas por el presbiterio y otros lugares de la iglesia. Sobre el altar se alzaba la custodia con el Santísimo Sacramento expuesto. Durante casi dos horas la iglesia permaneció a oscuras, iluminada solo por los puntitos de luz que desprendían las decenas de velas repartidas por el recinto. 

Nos juntamos un buen número de personas, incluidos jóvenes y adolescentes, con el único propósito de adorar al Señor. Cada cierto tiempo, el coro cantaba composiciones suaves. Algunas con letras clásicas (“No me mueve mi Dios para quererte”); otras, de factura moderna y un tanto sentimental. El resto del tiempo el silencio era completo, interrumpido solo por el murmullo que llegaba de las terrazas de la plaza contigua y algún ladrido canino. Pasada la medianoche, muchos se fueron yendo con discreción. Una hora parece el tiempo más razonable para este tipo de oración colectiva.


La adoración está de moda. Basta ver cómo prolifera en algunos movimientos juveniles (por ejemplo, Hakuna), en las Jornadas Mundiales de la Juventud, en el reciente Jubileo de los Jóvenes, etc. En una sociedad ruidosa y acelerada, los jóvenes buscan espacios de silencio y calma. Pero ¿la adoración se reduce a crear pequeños oasis contemplativos en el desierto contemporáneo de la fe? ¿Se trata de una práctica de relajación adobada con algunos elementos estéticos que reflejan el minimalismo de Ikea (velas, telas de colores crudos, focos efectistas, música sentimental, incienso y posturas corporales cercanas al yoga)? La adoración al Santísimo es infinitamente más que eso. ¡Es una prolongación de la Eucaristía! 

El mismo Señor que se entrega por amor sacrificando su vida se nos da a nosotros para que, adorándolo, reproduzcamos su dinámica de amor. San Juan Pablo II lo expresó con nitidez en su encíclica Ecclesia de Eucharistia:
“El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas. Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón” (n. 25).

Es hermoso que, en el corazón de una fresca noche de verano, un grupo de cristianos se reúna para adorar al Señor. Conviene que seamos conscientes de los peligros a los que esta práctica se enfrenta hoy: teatralización, sentimentalismo, psicologismo, reducción del sacramento a mera reliquia, etc. Pero es más importante acentuar su profundo significado cristiano. En un mundo caracterizado por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad, la adoración nos conecta con la fuente del ser y nos centra en la verdad de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios. 

Adorar significa reconocer que estamos envueltos por un Misterio que nos sobrepasa sin aterrarnos, que nos mantiene vivos sin anularnos como criaturas. La adoración es la respiración del alma, un ejercicio imprescindible para no perecer bajo los efectos del secularismo ambiental que padecemos. Adorar nos hace más hombres y mujeres porque nos pone en contacto con la fuente de nuestra identidad. Nunca somos más grandes que cuando nos sentimos pequeños frente al Dios que se hace también pequeño para estar a nuestro alcance y no humillarnos con su grandeza. 

Cuando adoramos a Dios de rodillas renunciamos a nuestro narcisismo, dejamos que Él tome la iniciativa, reconocemos su poder salvador. Así entendida, la adoración es un camino de crecimiento en la fe que merece ser promovido y cultivado.

Muchas gracias de corazón al joven párroco y a quienes anoche organizaron el evento y nos ayudaron a orar.

martes, 12 de agosto de 2025

España arde


Me resulta duro disfrutar de la calma matutina de mi pueblo cuando los informativos nos cuentan que España arde y no solo en sentido metafórico, que también. En el oeste de nuestra comunidad de Castilla y León hay varios fuegos activos. En Tres Cantos, ciudad que he visto nacer desde finales de los años 70, el fuego se ha cobrado la vida de un hombre. Las altas temperaturas están desquiciando a muchas personas. Los golpes de calor incluso han acabado con algunas de ellas. 

Cuando los incendios son inevitables, solo queda reaccionar con energía, organización y solidaridad, pero, cuando son provocados deliberadamente por el hombre, lo que brota es una tremenda indignación. Detrás de algunos pirómanos hay secretas venganzas y oscuros intereses de empresas dedicadas a la extinción de incendios y otros colectivos que buscan la reventa de la madera quemada, la recalificación del suelo, etc. Sin ser experto en la materia, creo que las penas para este tipo de delitos son todavía demasiado leves y, por lo tanto, poco disuasorias.


He nacido en una tierra de bosques. Necesito el bosque para vivir. Admiro cómo la gente de esta tierra lo cuida y lo respeta. No podría decir lo mismo de bastantes turistas desconsiderados que hacen fuego en lugares prohibidos, dejan la basura en cualquier sitio, se internan con motos en zonas reservadas y no muestran el más mínimo sentido cívico. Los que más entienden de estas cosas llevan años quejándose de que los montes no se limpian como antes. Desde mi limitada observación, creo que esto es verdad. A veces se esgrimen razones falsamente ecológicas. A menudo la verdadera causa es la falta de presupuesto. La idea romántica de bosques salvajes, dejados a su suerte, no tiene mucho sentido en áreas pobladas por humanos. 

En nuestros entornos ibéricos se trata de bosques “humanizados” que hay que saber cuidar y administrar teniendo en cuenta los beneficios que proporcionan a los seres humanos. Por mal que suene en un contexto de ecologismo libresco, no estamos nosotros al servicio de los bosques, sino los bosques al servicio de los demás seres, en una interacción beneficiosa para todos. Cuando llegan los incendios estivales, siempre hay políticos y ciudadanos que repiten como un mantra la misma frase: “Los incendios del verano se apagan en invierno”. Pero esta frase casi nunca se traduce en medidas preventivas eficaces.


Contemplando las enormes masas de pinos y robles que rodean a mi pueblo y el embalse que comienza a ensancharse en el valle del Revinuesa, me preguntaba cuántos años se necesitan para que la naturaleza adquiera un perfil y tan hermoso. Todo puede dañarse en pocas horas si algún desalmado cae en la tentación de prenderle fuego. Necesitamos torres de vigilancia, equipos especializados, material eficaz, cortafuegos inteligentes, planes estratégicos…, pero lo que más necesitamos es sensatez y sentido moral. 

Atentar contra los bosques es atentar contra los seres humanos y los animales, es poner en juego los ecosistemas que nos permiten vivir. No se trata solo de vigilar y, en su caso, de perseguir a los pirómanos, sino también de evitar muchas malas costumbres (como tirar colillas al suelo, hacer fuego en espacios y tiempos prohibidos, etc.) que pueden tener consecuencias fatales. También aquí, como en tantos aspectos de la vida, la educación juega un papel esencial. Nos queda todavía mucho camino por recorrer.

lunes, 11 de agosto de 2025

¿Cuerpos perfectos, almas perdidas?


El horario del gimnasio marca la agenda de muchas personas, incluyendo la de algunos sacerdotes y religiosos. De unos años a esta parte se ha vuelto casi imprescindible frecuentar este nuevo “santuario” en el que se rinde culto al cuerpo. Mientras las iglesias han perdido muchos adeptos, los gimnasios los han ganado. Podríamos decir -si se me permite una breve concesión al dualismo- que el cuerpo ha ganado por goleada al alma. No importa que la entrada a la iglesia sea libre y que para entrar al gimnasio haya que pagar una cuota más o menos elevada según su categoría. 

En esta sociedad de la apariencia, lo importante es “estar en forma” y tener un cuerpo saludable y hermoso que pueda seducir a otros cuerpos igualmente saludables y hermosos. Al fin y al cabo, lo primero que vemos de una persona es su cuerpo. La primera impresión condiciona el desarrollo posterior. Si “la cara es el espejo del alma”, el cuerpo debería ser el espejo de nuestra personalidad. ¿Es realmente así? ¿Un cuerpo tonificado y hermoso se corresponde con una rica personalidad?


Me he preguntado muchas veces cómo ha surgido este furor y -digámoslo con claridad- este suculento negocio. He hablado abiertamente de este tema con algunos amigos míos adictos al gimnasio. Normalmente, todos me dicen que lo frecuentan por motivos de salud, pero no es tan claro que sea solo por eso. Conozco el caso de algunos religiosos que no tienen inconveniente en saltarse la oración comunitaria o algún otro acto, pero no perdonan la asistencia al gimnasio, casi como si fuera un rito obligatorio. 

¿Qué significa esta tendencia que en bastantes casos tiene los rasgos de una adicción? ¿Está reflejando un tipo de sociedad que, a falta de auténticas experiencias de interioridad, apuesta todo a la apariencia? Quienes frecuentan los gimnasios, incluso sin ser muy conscientes de ello, tal vez buscan un cuerpo más atractivo porque necesitan sentirse bien consigo mismos mismos y ser admirados por otros. Quizá todo tiene mucho que ver con la búsqueda de una identidad segura y reconocida, con una autoestima que comienza en el espejo y sigue por la admiración o envidia de aquellos con cuerpos menos trabajados. Imagino que es un cóctel de motivaciones de difícil separación.


La palabra gimnasio proviene de la palabra griega gymnos, que significa “desnudez”, de modo que el vocablo griego gymnasium viene a significar “lugar donde ir desnudo”. Esta era la práctica común en la antigua Grecia, pero en nuestros gimnasios modernos la desnudez queda circunscrita a las duchas. En las diversas ejercitaciones todo el mundo va vestido con la ropa adecuada al tipo de disciplina que va a practicar. No solo eso. La forma de vestir se convierte en una especie de filtro o disfraz que permite teatralizar el paso por el gimnasio para convertirlo en carne de Facebook, Instagram o Tik Tok. Para muchas personas, tan importante es ir al gimnasio como contarlo en las redes sociales. 

La nueva corporeidad “gimnastizada” tiene que ser vista y apreciada por el mayor número de personas, no solo por aquellas con las que se convive a diario. No merece la pena machacarse en una máquina si luego casi nadie va a admirar y aplaudir el resultado. Hay, pues, una estrecha y sutil conexión entre el culto a la corporalidad y la (sobre)exposición mediática.

¿Cultivar el cuerpo implica perder el alma? ¡De ninguna manera! Más aún, en la antigua Grecia ambas dimensiones iban muy unidas. No era infrecuente que en los gimnasios hubiera bibliotecas y que, tras la ejercitación física, los gimnastas se dedicaran a leer y conversar. Pero mucho me temo que en nuestro contexto actual el exceso gimnástico está muy ligado a un empobrecimiento espiritual. ¡Ya que no podemos ser virtuosos, seamos por lo menos fuertes y guapos!

domingo, 10 de agosto de 2025

Dios como tesoro


En el evangelio de este XIX Domingo del Tiempo Ordinario Jesús llama a sus discípulos “pequeño rebaño”. La expresión se ajustaba bien a las dimensiones de la iglesia primitiva y se ajusta cada vez más a las dimensiones de la Iglesia que peregrina en Europa. Es verdad que la expresión “pequeño rebaño” no tiene primariamente un significado numérico, pero tampoco lo excluye. 

Hoy, cuando contemplamos por ejemplo las asambleas dominicales de las parroquias y las comparamos con el número de bautizados que hay en ellas, tenemos la impresión de ser, en efecto, un “pequeño rebaño”. Lo llamativo es que, según las palabras de Jesús, a esta minoría “vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”; por lo tanto, a pesar de la pequeñez, no hay lugar para el temor. Lo que se necesita es poner nuestro corazón en Dios como nuestro tesoro y estar atentos y vigilantes para percibir los signos de su venida. Jesús lo dice con estas palabras: “Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.


¿Cómo sabemos dónde está nuestro tesoro? Hay un test que pocas veces falla. Examinemos en qué pensamos, de qué hablamos, a qué dedicamos nuestro tiempo y dinero y dónde colocamos nuestros afectos. Es probable que si hiciéramos una lista con nuestras prioridades reales (no las imaginadas), nos sorprenderíamos de su evolución a lo largo de nuestra vida. 

Quizás en la etapa de la juventud figurarían en los primeros puestos la amistad, conseguir acabar la cerrera, encontrar una buena relación y un buen trabajo, viajar, etc. Tal vez en la etapa de la madurez, el orden se altera un poco. Puede pasar al primer lugar la familia, luego el trabajo, la estabilidad económica, etc. En el umbral de la ancianidad suele aparecer con fuerza la presencia de Dios. No es que Dios tenga que competir con las realidades terrestres (de hecho, las atraviesa todas), pero es importante prestar atención a la manera como aparece en nuestras vidas, a la importancia subjetiva que le damos. ¿De verdad consideramos que Dios es nuestro tesoro, por encima de cualquier otra realidad (incluida la familia), y en consecuencia centramos nuestro corazón en él?


Hay un poemita del obispo claretiano Pedro Casaldáliga, del que celebramos el pasado día 8 el quinto aniversario de su muerte, que pone nombre a ciertos equívocos en nuestra manera de entender a Dios. Fluye así: “Donde tú dices ley, / yo digo Dios. / Donde tú dices paz, / justicia, / amor, / yo digo Dios. / Donde tú dices Dios, / yo digo libertad, / justicia, / amor”. 

Con la fuerza de la poesía, Casaldáliga nos ayuda a caer en la cuenta de que no basta decir que creemos en Dios con los labios. A menudo, somos víctimas de imágenes distorsionadas que no se ajustan a la imagen revelada por Jesús. Un Dios que no nos empuje a vivir en libertad, justicia y amor... no es el Dios Padre que Jesús nos ha mostrado


viernes, 8 de agosto de 2025

Siete "observatorios de humanidad"


Desde mi casa a la iglesia hay unos 360 metros. En condiciones normales tardo pocos minutos en desplazarme de un punto a otro. Mi casa está en la parte baja del pueblo y la iglesia en la parte alta. Lo que alarga el tiempo de recorrido no es la distancia ni la pendiente, sino el paso por los siete “observatorios de humanidad” que encuentro a lo largo de mi corto trayecto. 


La expresión entrecomillada requiere una mínima explicación. En los pueblos de la comarca de Pinares, como en casi todos los pueblos de España, hay en algunas calles y rincones unos lugares en los que suelen sentarse algunas personas para descansar, conversar y “observar” (de ahí lo de observatorio). 

A veces se trata de vigas de madera convenientemente asentadas sobre piedras; otras, de asientos de piedra labrada; otras, en fin, de bancos propiamente dichos colocados por el ayuntamiento. Algunos de estos lugares son de propiedad privada y otros de propiedad municipal. 


Los más grandes pueden acoger a media docena de personas; otros tienen capacidad solo para dos o tres, pero siempre se puede completar el aforo con algunas sillas aportadas por los vecinos de la zona. 

Lo que los convierte en atractivos y únicos es que fungen de consultorio médico, centro de escucha, oficina de información, torre de control, espacio recreativo y muchas otras cosas. 


En invierno son poco utilizados, a menos que estén orientados a mediodía. En verano, sin embargo, se produce un verdadero overbooking a partir de las siete u ocho de la tarde. Normalmente, en estos lugares no hay niños ni jóvenes. Son patrimonio de las personas adultas y ancianas. En cierto sentido, son una prolongación pública de la sala de estar doméstica. 


Cuando era adolescente odiaba pasar por delante de ellos porque me sentía observado y objeto de comentarios: “Mira, este año ha dado el estirón”, “Parece que está más delgado”, “¿Quién será esa chica que va con él?”. A medida que fui creciendo comprendí que estos “observatorios de humanidad” son, a veces, verdaderos check points que someten a los viandantes a un control exhaustivo. 
Este control incluye casi siempre un interrogatorio en toda regla: ¿cuándo has llegado?, ¿has venido solo?, ¿cuánto tiempo te vas a quedar?, etc. 

Pero, más allá de este lado un poco cotilla que asemeja estos lugares a la famosa “vieja del visillo” de José Mota, hay que reconocer que son espacios de socialización, una verdadera terapia contra la soledad de los ancianos y una forma saludable de establecer lazos, ponerse al día y superar el individualismo que nos corroe.


Ya dije antes que en el corto trayecto de 360 metros yo tengo que pasar por siete “observatorios” de este tipo. No todos están siempre “habitados”. Depende de la hora a la que pase. Si lo hago entre las siete y las nueve de la tarde, estoy seguro de que en al menos cinco de ellos hay personas tomando el fresco, conversando, leyendo y “observando”. Esta última actividad no puede fallar si quieren seguir manteniendo su estatus de “observatorios de humanidad”. 


Lo que de adolescente me irritaba (porque lo consideraba un método indigno de control social) hoy me parece una actividad respetable e incluso simpática. El único problema es que me obliga a salir de casa con tiempo suficiente si no quiero llegar tarde a la misa vespertina. Cada “observatorio” exige un saludo de cortesía y, en ocasiones, una pequeña conversación. ¿No es mejor esto que el anonimato urbano? ¡Sin duda!

jueves, 7 de agosto de 2025

El calor social


Resulta que vivo en un refugio climático sin saberlo. Mi cuarto está orientado al noroeste, así que solo recibe el tibio sol del atardecer. El resto del día permanece a la sombra, lo que permite mantenerlo en torno a 22 grados sin usar ningún artilugio refrigerador. Reconozco que soy un privilegiado. 

Los telediarios nos inundan con imágenes y testimonios de personas que dicen asarse debido a esta prolongada segunda ola de calor estival. Sé por experiencia lo difícil que es concentrarse, trabajar y descansar cuando la temperatura es tan elevada. Muchas viviendas están preparadas para el combatir el frío del invierno, pero no tanto el calor del verano. En Vinuesa, donde estoy ahora, aunque el termómetro escale hasta los 35 grados a media tarde, por la noche baja a 17, con lo cual es posible dormir.


En el fondo, lo del calor meteorológico me sirve de excusa para hablar del calor social. Llevamos mucho tiempo con una temperatura demasiado elevada. Hablando ayer con un amigo, repasamos varios asuntos de actualidad y nos detuvimos en el problema de la vivienda. ¿Cómo es posible que haya tanta escasez y que los precios de compra o de alquiler sigan siendo tan altos? Ya es un tópico reconocer que la mayoría de los jóvenes trabajadores no están en condiciones de acceder a una vivienda digna. Y no digamos en el caso de muchos inmigrantes. 

El problema es complejo porque inciden en él muchos factores, pero se podría afrontar con éxito si hubiera una decidida voluntad política para resolverlo. Si algo le sobra a España es precisamente suelo, aunque algunos municipios como Madrid hayan agotado casi su terreno urbanizable. ¿Por qué no se agilizan los procedimientos para la construcción de viviendas? Mi amigo, que es empresario, se quejaba del exceso de regulación que existe en España y en toda la Unión Europea. Lo que, de entrada, puede asegurar la calidad y seguridad de los productos, acaba convirtiéndose en un lastre que impide resolver los problemas con prontitud y eficacia. Se lo he escuchado también a otros parientes y amigos míos que son trabajadores autónomos. 

Tengo la impresión de que la Unión Europea va a ser víctima -lo está siendo ya- de su elefantiasis burocrática. Esta tendencia a controlar todo -desde la fabricación de los tapones de las botellas de plástico hasta la construcción de viviendas- indica una desconfianza radical en la sociedad civil, un verdadero “miedo a la libertad” (Erich Fromm). Pero sin libertad no hay ni creatividad ni productividad.


Promover y garantizar la libertad de las personas y grupos no significa crear un espacio anómico, donde el más fuerte pueda campar a sus anchas. Significa clarificar los derechos y deberes de cada uno, evitando imponer más normas de las imprescindibles. Cuando la sociedad está hiperregulada -como sucede ahora- se atasca, no consigue resolver problemas que la libertad de los ciudadanos afrontaría de una manera mucho más creativa, eficaz y justa. 

Pero seguimos siendo víctimas de una mentalidad estatalista que, para corregir los riesgos del liberalismo desbocado, pone la venda antes de que se produzca la herida. Al final, todos vamos a parecer pacientes de un enorme hospital social o párvulos de una escuela monitorizada, seres tutelados por quienes nos dicen lo que tenemos que comer y beber, lo que tenemos que comprar, los lugares que debemos visitar, si podemos pagar con tarjeta o en efectivo y otras muchas cosas que tienen que ver con la libertad de vivir. La IA ha venido para que ese control acabe siendo casi absoluto

miércoles, 6 de agosto de 2025

Un peso de 80 años


Estuve en Hiroshima en el invierno de 2012. Conservo algunas fotos de aquella impactante visita. Recuerdo que me rodeó un grupo de niños, admirados de ver a un blanco por aquellos lugares. Han pasado 80 años desde que se lanzó la bomba atómica sobre esa población japonesa. Se habla de más de 200.000 muertos producidos por las explosiones en Hiroshima y posteriormente en Nagasaki. Y de millones de personas afectadas de múltiples maneras. 

Hoy se sigue amenazando con el uso de armas nucleares. Algunos supervivientes de aquella masacre creen que “no hemos aprendido nada”. Pareciera que la historia no es casi nunca maestra de la vida. Cada generación pretende escribir su página en el libro de la evolución sin aprender de los errores y aciertos del pasado. Todavía nos seguimos preguntando por qué se llevó a cabo aquel ataque tan destructivo. Algunos lo justifican como el modo más expedito de poner fin a la guerra mundial. Otros, entre los que me cuento, lo consideran totalmente injustificable.


Cada año este aniversario coincide con la fiesta litúrgica de la Transfiguración del Señor. Es como si el recuerdo de los miles de “desfigurados” por la bomba nos empujase a mirar al Transfigurado en busca de sentido y consuelo. También Él fue sometido a un proceso cruel de desfiguración: “Desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano” (Is 52,14). 

En la cruz, Jesús asume todos los sufrimientos de la historia de la humanidad, también los de las víctimas de Hiroshima, Nagasaki, Auschwitz y tantos otros lugares de crueldad y martirio. En su Transfiguración, preludio de su Resurrección, Jesús da un sentido redentor a todos los sufrientes. Si no fuera por la luz y la esperanza que emanan de la cruz de Jesús, no sabríamos cómo afrontar el exceso de mal que gravita sobre el mundo. No podemos cargar sobre nuestros débiles hombros la maldad que nosotros mismos hemos producido.


Mientras evocamos un acontecimiento del pasado, seguimos viviendo la incertidumbre del presente. Sin embargo, no podemos abandonarnos a la desesperanza. Si algo nos transmite la fiesta de hoy es la convicción de que Jesús es el Hijo amado del Padre y de que, por tanto, podemos fiarnos de él. No es un charlatán de feria que promete lo que no puede dar. 

Sobre esta convicción estamos llamados a mirar al futuro con esperanza, conscientes de que, con la gracia de Dios, podemos ir afrontando los viejos y nuevos males que nos aplastan. Quizá no hay peor mal que el de perder toda esperanza porque eso significa que hemos dejado de creer en Dios y nos abandonamos a la espiral del pecado. A lo largo de todo el año 2025 estamos celebrando el Jubileo de la Esperanza. Cuando el papa Francisco eligió esta tema, era muy consciente de lo que hoy más estamos necesitando.

martes, 5 de agosto de 2025

Me encanta el salmo 37(36)


Contemplando el agua del embalse desde la ladera del Robledo, acariciado por el sol de la mañana, nutrido por el silencio del bosque, he recitado con calma el salmo 37 que nos propone el Oficio de lecturas. Todo el salmo da vueltas a la misma idea con distintas palabras: a pesar de sus aparentes victorias, los malvados nunca triunfarán porque Dios está de parte de los justos. 

A medida que leía los versículos, me venían a la mente situaciones que hoy estamos viviendo y que a menudo colman el vaso de nuestra indignación. Me ponía en las carnes de los gazatíes a los que les tiran comida desde los aviones como si fueran perros sarnosos. La inhumanidad de este gesto, aparentemente humanitario, es un indicador de lo que estamos viviendo en la franja de Gaza. Junto a las imágenes de gentes peleándose por un paquete de arroz, me golpeaba también las de los rehenes israelíes, famélicos, condenados a cavar su propia tumba. El salmo ponía palabras a mi indignación: “No te exasperes por los malvados, | no envidies a los que obran el mal: se secarán pronto, como la hierba, | como el césped verde se agostarán” (1-2).


Las revistas del corazón están llenas de reportajes sobre las vacaciones de los famosos. Abundan las fotos de mansiones, yates, playas paradisíacas, fiestas interminables. Al mismo tiempo, los telediarios daban el porcentaje de los millones de españoles que no pueden permitirse ni siquiera una semana de vacaciones porque sus sueldos precarios no dan para esos lujos. 

Es muy probable que muchos de los que aparecen en las revistas se hayan enriquecido oprimiendo a los más pobres. Otra vez el salmo me presta algunas palabras para iluminar esta situación que clama al cielo: “Mejor es ser honrado con poco | que ser malvado en la opulencia; pues al malvado se le romperán los brazos, | pero al honrado lo sostiene el Señor” (16-17).


Las fotos de Trump y de Putin aparecen con mucha frecuencia en las portadas de los periódicos. Ambos son presidentes de dos países grandes y poderosos. Ambos poseen una gran fortuna personal. A ambos les gusta exhibirse como matones prepotentes. Pareciera que el destino del mundo dependiera de su estado de ánimo y, sin embargo, ambos son poderes efímeros. Pueden hacer mucho daño, crear incertidumbre, provocar guerras, amenazar con bombas nucleares. Pero todo su aparente poder se asienta sobre pies de barro. También ellos pasarán. El salmo lo advierte con claridad: “Vi a un malvado que se jactaba, | que prosperaba como un cedro frondoso; volví a pasar, y ya no estaba; | lo busqué, y no lo encontré” (35-36).


¿Qué pasa entonces con los millones de personas que sufren las consecuencias de los “malvados”, de los que juegan con la suerte de los seres humanos? Esta pregunta se instala en nuestra mente como un virus que horada nuestra confianza en Dios. Lo que vemos en este mundo es que, en la mayoría de los casos, los prepotentes ganan y los honrados pierden. ¿Merece la pena seguir siendo honrado y quedarse en los últimos puestos de la fila? 

 Es muy difícil no caer en la tentación de medrar, de subirse al carro de quienes progresan a base de aplastar a otros, de engañar y de corromper. De nuevo el salmo nos ayuda a mantener firme la fe, a pesar de los pesares: “El Señor es quien salva a los justos, | él es su alcázar en el peligro; el Señor los protege y los libra, | los libra de los malvados y los salva | porque se acogen a él” (39-40).

lunes, 4 de agosto de 2025

Orar y amar


No sé cuántas veces he escuchado a los presentadores de televisión hablar sobre la segunda ola de calor de este verano. Cuando agarran un tema, no lo sueltan. Me produce más calor la insistencia mediática que los grados del termómetro. Comprendo que hay que difundir las alertas, pero todo hay que hacerlo con mesura; si no, se produce un hartazgo generalizado. 

En mi paseo matutino de hoy no he sufrido demasiado calor. La sombra de los pinos me protegía del sol y la brisa que venía del embalse aliviaba aún más la temperatura. Sentado en una roca a la orilla del agua, he comenzado a leer una novela de Carmen Martín Gaite, novelista que frecuento casi todos los veranos. A menudo, interrumpía la lectura y me extasiaba contemplando la masa de agua. A lo lejos se divisaba la parte alta del campanario de la vieja iglesia de La Muedra, sumergida en el agua desde hace casi ocho décadas. Confieso que me interesaba más el paisaje de cielo, agua y bosque que la novela que tenía entre las manos.


De regreso a casa, he recordado a los miles de jóvenes que también hoy estarán regresando a sus lugares de origen después de haber vivido el Jubileo en Roma. Tengo interés en hablar con algunos de ellos cuando llegue el momento oportuno. Quiero escuchar de sus labios lo que han vivido, cómo se han sentido, qué horizonte han vislumbrado, qué Iglesia han descubierto. 

Una cosa es lo que decimos los adultos y los medios de comunicación social y otra -a veces muy distinta- lo que dicen los protagonistas de la aventura. Escucharlos con atención forma parte de mis aprendizajes de verano. En sus palabras y en sus silencios quiero intuir por dónde está soplando hoy el Espíritu a las nuevas generaciones. Me llevaré algunas sorpresas.


El lugar en el que estoy pasando estos días se llena de turistas y visitantes. Creo que yo no pertenezco a ninguna de estas categorías porque he nacido en él, he pasado en él mi infancia, tengo aquí a familiares y amigos y me siento parte de la comunidad humana, cada vez más pequeña, que vive aquí durante todo el año. 

Las primeras conversaciones con una especie de ajuste de coordenadas para ver dónde nos situamos cada uno, cómo nos ha ido el año y qué pensamos hacer estos días. Luego vienen otras conversaciones más personales en las que es posible compartir lo que hay detrás de ese “bien” genérico que solemos utilizar como respuesta a la pregunta -también genérica- de “cómo estás”. La aventura no ha hecho más que empezar. Las mañanas, perdido en el bosque y en el embalse; las tardes, abierto a mil conversaciones. Otras cosas pueden esperar.


No me olvido de que hoy celebramos la memoria de san Juan María Vianney, una figura a través de cuya sencillez Dios puso corazón en el Siglo de las Luces. Me gustas estas palabras del santo cura de Ars: “Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro. El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo”. La fórmula es clara: orar y amar. No conviene andarse por las ramas.


domingo, 3 de agosto de 2025

Contra codicia, esperanza


“Si en el momento de la muerte tienes demasiados bienes, has cometido un grave error de cálculo”. En algún lugar he leído unas palabras parecidas. Para quien las escribía, el ideal del ser humano es llegar a la muerte como hemos venido al mundo: vacíos y libres, con el contador a cero. Job afirma: “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá” (Job 1,21). No nos llevamos nada al otro lado de la frontera. 

De esta manera, evitamos también los problemas de herencia a los que hace mención el evangelio de este XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Jesús responde con una parábola que cuenta la historia de un hombre rico que decide construir graneros más grandes para almacenar sus ubérrimas cosechas. La parábola termina con unas palabras desestabilizadoras puestas en labios de Dios: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Es una pregunta anticapitalista que cuestiona nuestro afán desmedido por acumular. Jesús se encarga de explicarla: “Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios”.


Reconozco que este no es el mensaje más estimulante para comenzar las vacaciones de verano. Durante este período muchas personas acumulan viajes, visitas comidas y fiestas. A menudo “agrandan sus graneros”; es decir, gastan más de lo que pueden permitirse. Las vacaciones se convierten en una especie de sustitutivo del cielo en la tierra. 

En la segunda lectura de hoy leemos: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2). Como no estamos muy seguros de “los bienes de allá arriba”, procuramos disfrutar al máximo de los bienes de aquí abajo. Creo que hay una secreta conexión entre la pérdida del horizonte de eternidad y la tentación de acumular bienes que puedan asegurarnos la vida. La codicia se ha convertido en una forma de idolatría.


Aunque todos estamos tentados de caer en sus garras, estos días miles de jóvenes han peregrinado a Roma para buscar otro estilo de vida. Frente a la codicia, reivindican el servicio; frente al consumismo desaforado, una vida sobria y solidaria; frente al secularismo, una vida con raíces. Me ha gustado el Manifiesto de los Jóvenes Cristianos de Europa. Algo está cambiando en la generación estadísticamente más descreída. 

Es verdad que resulta impresionante el espectáculo del Circo Máximo con miles de jóvenes haciendo cola para confesarse. O la concentración de anoche en Tor Vergata para una vigilia de oración. O la misa dominical a primera hora de este domingo, después de haber pasado la noche al raso. Estos son pequeños indicadores de que algo está cambiando no solo en la superficie sino en el fondo, de que los jóvenes se están dando cuenta de que un estilo de vida nihilista solo conduce a la desesperación y a la violencia. 

Se identifican con el paradigma del peregrino que no se contenta con lo dado, sino que se pone en camino, que busca, que se deja alcanzar por la fuerza de la Palabra de Dios, por el testimonio de quienes han entregado su vida a la causa del Evangelio. Esta senda sí tiene futuro.



jueves, 31 de julio de 2025

Gustar internamente


Termina el mes de julio. Millones de personas se aprestan a comenzar sus vacaciones. Ya se sabe que en Europa el mes de agosto es el mes vacacional por excelencia, aunque las cosas ya no son como hace años. Quizás la pregunta más importante no es dónde vamos a pasar este tiempo de descanso, sino con quién. 

Mientras vivieron mis padres, para mí las vacaciones eran un tiempo para estar con ellos. Lo del lugar no tenía la más mínima importancia. El lugar eran ellos. No me interesaba visitar otros sitios. Me pasaba todo el año viajando de un lugar a otro por varios continentes, así que no tenía necesidad de añadir más a la lista. Mi prioridad era muy clara. 

Ahora las cosas han cambiado un poco, aunque sigo pasando las vacaciones en familia. Restrinjo los viajes al mínimo. Me interesa (por este orden) encontrarme con personas a las que veo solo una vez al año, perderme por el monte, leer, escribir algo y descansar. Sobre todo, descansar.


¿Por qué hay personas que vuelven frustradas de las vacaciones? Imagino que habrá una panoplia de razones. En algunos casos, puede ser el resultado de haber albergado expectativas desmedidas que la realidad no ha satisfecho. En otros, la convivencia intensiva con familiares y amigos puede haber originado malentendidos, suspicacias, dificultades para sincronizar gustos y ritmos, etc. Puede que la frustración nazca también de haber convertido las vacaciones en una montaña rusa de viajes, encuentros, fiestas, etc., sin tiempo para descansar y no hacer nada. Al final, las vacaciones pueden llegar a ser más trabajosas y agotadoras que el ritmo ordinario. 

Con el paso del tiempo, uno aprende a moderar sus deseos y a sacar partido de las cosas pequeñas: una conversación amigable compartiendo un café o una cerveza, un paseo nocturno contemplando las estrellas, una cena con amigos, la lectura sosegada de una novela, etc. Lo importante es realizar todas estas cosas con el máximo de atención, sin prisas, estando a lo que estamos. Cada uno de estos momentos no es un sumando más de una suma interminable, sino una experiencia escogida que merece ser disfrutada. 

Uno de los consejos que da Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos precisamente hoy, al que va a empezar los ejercicios espirituales es: “No el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. La máxima podría aplicarse perfectamente a las vacaciones. Lo que importa no es acumular viajes, visitas, comidas y fiestas, sino “gustar de las cosas (pocas y escogidas) internamente”.


A lo largo de las próximas semanas intentaré no alejarme demasiado del blog, pero no me marco una periodicidad fija. Todo dependerá del flujo de los días. Si hay algo que me parece interesante contar, lo compartiré con vosotros. Si no, disfrutaré del silencio digital, que también es necesario. 

Cuando recuerdo las vacaciones de otros años, lo primero que me viene a la mente son las conversaciones mantenidas con algunas personas y la profundidad y belleza de las celebraciones litúrgicas. Otras experiencias, interesantes en su momento, han ido perdiendo relieve a medida que pasan los años. 

Vivir el presente con intensidad. Esta podría ser una buena máxima para las vacaciones. Si hablamos, ponemos el corazón en cada palabra. Si escuchamos, nos hacemos todo oídos. Si paseamos, disfrutamos del movimiento y del paisaje. Si participamos en la eucaristía, nos sumergimos en su misterio. Si nadamos, nos hacemos uno con el agua. Si leemos, nos dejamos llevar por la magia de las palabras. 

No se trata de acumular experiencias en una especie de bulimia compulsiva, sino de “gustar las cosas internamente”. Eso es, al final, lo que nos descansa y nos nutre.

miércoles, 30 de julio de 2025

Peregrinos de esperanza


Roma está inundada de jóvenes provenientes de todo el mundo. Sigo por YouTube algunos momentos del programa jubilar. Entiendo muy bien la importancia de estas fiestas de la fe en el contexto actual. Recuerdo experiencias semejantes vividas a lo largo de los años. Siguen resonando en mí.

La búsqueda de sentido y la gracia de la fe se amalgaman con la sensación de pertenencia a una comunidad grande, la vibración de la música, el sobrecogimiento de la liturgia, la complicidad de las miradas, la dilatación afectiva, la camiseta empapada en sudor, los pies doloridos, la ruptura de la cotidianidad, el vértigo de la noche, las conversaciones íntimas, el torrente de besos y abrazos, el perdón celebrado, la magia del verano, la fuerza de la Palabra, el acompañamiento en el camino y el sueño de un mundo diferente. 

Es un pan amasado con mil granos que, cocido a fuego lento, nutre la vida adolescente y joven. No importa si dentro de una semana o un mes vuelven las soledades, los conflictos familiares o el aburrimiento soberano. Lo que deja huella es que, al menos durante unos días, se ha abierto una claraboya de sentido, comunidad y alegría en el techo de una existencia gris e incierta.


Quienes acompañan a los jóvenes en parroquias, colegios, movimientos y comunidades de distinto tipo insisten en que los eventos solo tienen sentido si se inscriben en procesos. Creo que llevan razón. Por eso, imagino que la mayoría de los jóvenes que han peregrinado a Roma lo hacen como parte de un camino personal y comunitario de búsqueda y crecimiento. Y que, cuando regresen a sus países y comunidades, van a intentar seguir cultivando las semillas sembradas en su viaje a la Ciudad Eterna. 

Pero, aunque no fuera así, aunque la motivación para emprender el viaje fuera solo la curiosidad, el deseo de salir de casa y las ganas de participar en una movida mundial, Dios tiene sus caminos para llegar al corazón de cada persona. No siempre el más motivado es quien encuentra la luz. A veces, quienes parecen perdidos, soldados de otras batallas, son los que se sienten tocados por un gesto, una palabra o un canto que resuena en la noche de Tor Vergata, mientras todos se acurrucan en sus sacos de dormir. 

Roma se presta a un derroche de belleza. Es un escenario elocuente en sí mismo. Imagino a miles de jóvenes celebrando el sacramento de la reconciliación a cielo abierto, en ese inmenso recinto que es el Circo Máximo. Los imagino poniendo palabras a la zozobra que los acompaña desde hace años y experimentando la fuerza sanadora del perdón. Los imagino por grupos tomando un gelato en cualquiera de las innumerables heladerías y dejándose llevar por la fuerza de la conversación. Los imagino, en fin, en la soledad fresca de cualquier iglesia barroca del centro histórico, sentados en un banco, cobijados en la penumbra que les permite ralentizar su ritmo acelerado y escuchar la “música callada” que suena en su interior.


Jesús, que suele hablar en la sencillez y normalidad de la vida cotidiana, también aprovecha estas concentraciones para hacer de las suyas. El mismo que cenaba en la intimidad con sus amigos Marta, María y Lázaro en Betania es quien se reúne con multitudes en las laderas que circundan el lago de Genesaret o en la explanada del templo de Jerusalén. Cada contexto tiene su registro propio. Jesús puede hablar al gentío o a una persona singular. Lo que importa es que el mensaje conecte con las búsquedas de los oyentes y conduzca a la conversión.  

A los jóvenes reunidos en Roma este mensaje les puede venir mediado por una homilía del papa León XIV, por una canción de Hakuna o del cura australiano Rob Galea, por una meditación del obispo Robert Barron o sencillamente por un versículo de la Escritura que parece escrito para uno mismo. O por el silencio de la adoración.

Cuando estos jóvenes regresen a sus casas cansados y somnolientos, puede que incluso un poco malolientes, es preciso dejarlos descansar, no atosigarlos a preguntas prematuras. Pero, luego, pasado un tiempo razonable, cuando descienda la espuma del entusiasmo y quede más clara la cerveza de la fe, es bueno peguntarles con empatía “qué conversación han llevado por el camino”. 

Las experiencias no terminan hasta que no se comparten. Este diálogo enriquece a quienes han peregrinado a Roma y a quienes nos hemos quedado en el campamento base con otros compromisos. Al final, todos salimos ganando porque no hacemos borrón y cuenta nueva, sino que seguimos escribiendo capítulos refrescantes en el libro de nuestra vida personal y colectiva.

martes, 29 de julio de 2025

Rostros, no perfiles


Desde ayer se está celebrando en Roma el Jubileo de los Misioneros Digitales. Entre ellos tengo algunos amigos. Poco a poco, va cobrando fuerza esta forma de evangelización a través de Internet. Por edad y sensibilidad, soy muy consciente de sus riesgos, pero no quisiera que esto me impidiera ver sus enormes posibilidades. 

Mi amigo Heriberto García Arias, conocido en este blog, acaba de publicar un libro titulado Misioneros digitales. ¿Influencers o testigos de Dios? Es el fruto de su tesina de licenciatura en Comunicación Institucional en la Universidad de la Santa Cruz de Roma. En él profundiza en todas estas cuestiones que se nos pasan por la cabeza cuando pensamos en las posibilidades y riesgos de la evangelización en internet. 

El subtítulo formula una pregunta que centra el asunto: ¿Se trata simplemente de ser influencers (y, por tanto, de poner el acento en el propio comunicador y su capacidad de influir en otros) o, más bien, de ser testigos (y, en este caso, el acento recae sobre Cristo y su evangelio)?


Las redes sociales son el espacio ideal para practicar el narcisismo más descarado. Cuando un comunicador cuelga muchas fotos de sí mismo, habla continuamente en primera persona (“yo”), remite siempre a sus experiencias personales y busca obsesivamente aumentar el número de subscriptores (YouTube), amigos (Facebook) o seguidores (Instagram)… parece claro que el personaje ocupa el centro y el mensaje se convierte en periférico. Podría decirse que el mensaje es solo una excusa para lograr reconocimiento personal, fama mediática... y en muchos casos dinero.

Por eso no es extraño que algunos influencers se quemen tras un tiempo de sobreexposición. La espuma ocupa mucho más espacio que la cerveza en el vaso de su trabajo en las redes. El tiempo ayuda a discernir la verdad. Por otra parte, vivimos en la cultura de la imagen. La gente quiere identificarse con un rostro o una voz. Son pocos los que están acostumbrados a leer textos largos. Todo debe ser envasado en Tetrabriks digitales y envuelto con el papel celofán de la dicción acelerada y un lenguaje corporal excesivo.

Por eso, los misioneros digitales tienden a hacer de su propia imagen un reclamo, con la esperanza, a menudo vana, de que esa mediación bienintencionada lleve al núcleo del mensaje evangélico. Pero las cosas no son tan sencillas en este complejo ciberespacio donde los algoritmos, las emociones y los intereses condicionan demasiado la comunicación hasta desvirtuarla.


Ayer escuché algunas de las intervenciones de los ponentes que abrieron el encuentro. Me gustó algo que dijo el cardenal Parolin en su saludo de apertura: “Cada persona es un rostro, no un perfil”. Y también la intervención del jesuita Antonio Spadaro. La evangelización pasa por el encuentro interpersonal, por mirarnos a los ojos y compartir la conversación. Las redes borran los rasgos personales y reducen nuestra identidad a un perfil. Uno puede tener millones de seguidores que a veces hacen comentarios aduladores, pero ¿es eso evangelizar? 

Algunos artículos de prensa de los últimos días han convertido en titular una frase de Heriberto: “De la pantalla al altar”. Es una manera de decir que su objetivo es ayudar a los jóvenes a saltar de la pantalla de su teléfono móvil a una participación presencial en la vida comunitaria, apostólica y litúrgica de la Iglesia. Quizás es un propósito demasiado ambicioso, pero indica con claridad que la vida no se reduce a la navegación digital, que no es un despliegue continuado de estímulos. Exige rostro, presencia, encuentro, compromiso, celebración… y mucha paciencia.

lunes, 28 de julio de 2025

A mi manera


Dimash Qudaibergen
es un cantante kazajo, de religión musulmana. Tiene 31 años. Además de cantante con un rango vocal extraordinario, es compositor de canciones, instrumentista y productor discográfico. He sabido de él cuando me he topado con un vídeo en YouTube en el que interpretaba, junto a Plácido Domingo, Josep Carreras y el chelista croata Stjepan Hauser, la famosa canción My Way, popularizada por Frank Sinatra a finales de los años 60. 

Las voces de Plácido Domingo y Josep Carreras, aunque todavía poderosas, han perdido el brillo de hace unas décadas. La de Dimash suena en todo su esplendor. La combinación de tradición y novedad resulta atractiva, pero, más que fijarme en la calidad de la interpretación, me detengo ahora en la letra de la famosa canción. La versión en español que pongo a continuación es una traducción literal del texto inglés, no la popularizada por artistas como Raphael, Julio Iglesias, Vicente Fernández, etc.

ENGLISH

ESPAÑOL


And now, the end is near
And so I face the final curtain
My friend, I'll say it clear
I'll state my case, of which I'm certain

I've lived a life that's full
I travelled each and every highway
And more, much more than this
I did it my way

Regrets, I've had a few
But then again, too few to mention
I did what I had to do
And saw it through without exemption

I planned each charted course
Each careful step along the byway
And more, much more than this
I did it my way

Yes, there were times
I'm sure you knew
When I bit off
More than I could chew

But through it all
When there was doubt
I ate it up and spit it out
I faced it all and I stood tall
And did it my way

I've loved, I've laughed and cried
I've had my fill, my share of losing
And now, as tears subside
I find it all so amusing

To think I did all that
And may I say, not in a shy way
Oh, no, oh, no, not me
I did it my way

For what is a man, what has he got?
If not himself, then he has naught
To say the things he truly feels
And not the words of one who kneels
The record shows I took the blows
And did it my way



Yes, it was my way

Y ahora, el final está cerca
Y así me enfrento a la cortina final
Mi amigo, voy a decirlo claro
Voy a exponer mi caso, del que estoy seguro
He vivido una vida plena
Recorrí todos los caminos
Y más, mucho más que esto
Lo hice a mi manera

Arrepentimientos, he tenido algunos
Pero, bueno, demasiado pocos para mencionar
Hice lo que tenía que hacer
Y lo llevé a cabo sin excepción
Planeé cada curso trazado
Cada paso cuidadoso a lo largo del camino
Y más, mucho más que esto
Lo hice a mi manera
Sí, hubo momentos
Estoy seguro de que lo sabías
Cuando mordí
Más de lo que podía masticar

Pero a pesar de todo
Cuando hubo dudas
Me las comí y las escupí
Me enfrenté a todo y me mantuve firme
Y lo hice a mi manera

He amado, he reído y he llorado
He tenido suficiente, he perdido lo que me tocaba
Y ahora, mientras las lágrimas se calman
Lo encuentro todo tan divertido
Pensar que hice todo eso
Y puedo decir, no de una manera tímida
Oh, no, oh, no, yo no
Lo hice a mi manera

Porque ¿qué es un hombre, qué tiene?
Si no es él mismo, entonces no tiene nada
Para decir las cosas que realmente siente
Y no las palabras de alguien que se arrodilla
El registro muestra que recibí los golpes
Y lo hice a mi manera

Sí, fue a mi manera.





En la versión inglesa de Paul Anka (el original francés Comme d’habitude, de Claude François, habla de otras cosas), se cuenta la historia de una persona que, cercana al final de la vida, hace un balance sincero. Reconoce que en ella ha habido un poco de todo (arrepentimientos, excesos, dudas, lágrimas y risas), pero lo importante es que ha sido una vida hecha “a mi manera” (my way).

¿Qué puede sentir una persona cuando está a punto de caer el telón al final de esa obra de teatro que es la propia existencia? No tiene ningún sentido fingir. Es la hora de la verdad. Por eso, en la espiritualidad clásica se invitaba de vez en cuando a meditar sobre la muerte. Aunque a primera vista pueda parecer una perspectiva sombría, en realidad era una forma de dar densidad a la vida. 

Desde la verdad última, caemos en la cuenta de nuestras mentiras y engaños presentes, distinguimos con más claridad lo esencial de lo secundario, aprendemos a centrarnos en lo que de verdad vale la pena. Y, en definitiva, nos decidimos a vivir con la libertad de los hijos de Dios, a nuestra manera. 


Me pregunto si hoy, en esta sociedad tan guiada por los algoritmos y las presiones de todo tipo, es posible vivir “a mi manera”. No es nada fácil tener ideas propias y actuar de acuerdo a la conciencia. Algunos pueden considerarte una persona retrógrada, fuera del tiempo, que baila ritmos que ya no están de moda. Otros pueden verte como demasiado audaz por atreverte a explorar caminos nuevos que no se ajustan a lo políticamente correcto. A menudo estamos vendidos a la opinión ajena porque todos vivimos, en un grado u otro, del reconocimiento social. 

En el ámbito político es casi imposible tener una voz propia porque eso significa no sintonizar con ningún partido. En la Iglesia, por paradójico que resulte, hay más libertad de opinión y de acción, pero cuesta ser fieles a la propia conciencia y no caer en polarizaciones. 

Solo los hombres y mujeres de Espíritu viven “a su manera”, que, en realidad, es la manera de Dios. La libertad de ser nosotros mismos no es una concesión al subjetivismo imperante, sino el fruto más granado de la gracia de Dios. Donde la gracia nos ha transformado brota con fuerza la libertad. Pablo lo dijo de forma insuperable: “Donde está el Espíritu, allí está la libertad” (2 Cor 3,17). Movido por el Espíritu de Dios y no por las presiones sociales, también yo puedo vivir “a mi manera”.