domingo, 20 de julio de 2025

El afán y la escucha


La Biblia está llena de historias de rivalidad entre hermanos: Abel y Caín, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Raquel y Lía… ¡y hasta los dos hijos pródigos del padre misericordioso de la parábola de Jesús! Pareciera que el amor de los padres viene a menos si se reparte. ¿Pertenece a esta serie de historias la rivalidad entre las hermanas Marta y María de la que nos habla el evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario? La interpretación más socorrida es la que ve a Marta y a María como representantes de la vida activa (la primera) y de la vida contemplativa (la segunda), pero tal vez se aleja del sentido más original. Por otra parte, esta vía ha sido muy explorada y transitada a lo largo de los siglos. 

Prefiero acoger la historia desde otra clave. En el cuarto evangelio leemos que “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). El orden no es irrelevante. Es muy probable que Marta fuera la hermana mayor (de una familia sin padres) y Lázaro el hermano pequeño. María sería la hermana del medio, sin la responsabilidad de la mayor y sin los mimos del menor. No es cuestión de inventarnos ahora su dinámica relacional, pero, como he señalado al principio, en la Biblia son varias las historias que cuentan la rivalidad entre hermanos.


En el relato de Lucas que leemos hoy Marta es presentada como la mujer que acoge a Jesús en su casa (lo cual indica la preeminencia sobre el resto de los hermanos), que “andaba afanada con los muchos servicios” y que, finalmente, se queja ante Jesús de que su hermana la hubiera dejado sola para dedicarse, sentada a los pies del Maestro, a escuchar su palabra. La queja era razonable, y más si, como es imaginable, Jesús se hubiera presentado en esa casa acompañado por algunos de sus discípulos a los que había que acoger con hospitalidad semita. 

La respuesta de Jesús retrata a Marta como si fuera la “hermana mayor” de la parábola del hijo pródigo. De ella dice Jesús que andaba “inquieta y preocupada con muchas cosas”. El problema no es el trabajo en sí mismo, sino ese exceso de responsabilidad que Marta exhibe como “hermana mayor”, como si todo dependiera de ella. Frente a ese exceso, Jesús habla de “una sola cosa necesaria”, de la “mejor parte”. ¿Cuál es esa cosa necesaria o esa parte mejor? Lo que hace María: escuchar la palabra del Maestro. A través de la escucha se está más cerca de Jesús que a través del servicio. Se puede servir por sentido del deber, por quedar bien o por múltiples motivaciones. Escuchar al Maestro solo puede hacerse por amor a Él.


No es difícil iluminar muchas de las cosas que hoy nos pasan en la Iglesia desde esta “rivalidad sororal”. Los adjetivos que el evangelio de Lucas aplica a Marta podrían aplicarse a muchos evangelizadores: afanados, inquietos y preocupados por muchas cosas. Corremos el riesgo de ser víctimas del “síndrome de la hermana mayor”: responsable, organizada, trabajadora y quizás un poco autoritaria y envidiosa. No se trata de descuidar “los muchos servicios”, sino de no abandonar la parte mejor: la escucha paciente y gratuita de la Palabra. 

¿No seríamos más creíbles y eficaces si redujéramos un poco la logística del servicio (“hay muchas cosas que hacer”) y nos dejáramos transformar por la fuerza de la Palabra (“hay que escuchar”)? Parece que Marta, a diferencia del hijo mayor de la parábola de los dos hijos, comprendió bien la lección de Jesús. De hecho, en el evangelio de Juan, al hablar de la resurrección de Lázaro, leemos que “cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa” (Jn 11,20). Se invierten los papeles. Marta aparece como la que ha acogido la Palabra y la anuncia: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Nunca es tarde cuando aprendemos de la rivalidad.



sábado, 19 de julio de 2025

Contarnos la historia


Últimamente me ha dado por leer y escuchar a algunos historiadores mexicanos que ofrecen una nueva visión sobre la llamada “conquista” (que no lo fue en sentido estricto) de México (que no existía como tal) por parte de España (que tampoco existía como hoy la entendemos). Es evidente que todos nos contamos la historia que mejor conviene a nuestros intereses. En este sentido, toda historia es una especie de leyenda, comenzando por la propia. 

Nuestra identidad personal es, sobre todo, el fruto de la historia que nos contamos a nosotros mismos. Se apoya, naturalmente, en algunos datos objetivos (lugar y fecha de nacimiento, contexto sociocultural, raíces familiares, hitos educativos, experiencias significativas…), pero todo está coloreado por la forma como interpretamos esos datos; en definitiva, por la historia que nos contamos. Hoy se habla mucho de “controlar el relato”.


Hay personas que interpretan su historia desde la condición de víctimas. Quizás vivieron en la infancia algún acontecimiento vejatorio que las dejó marcadas para siempre. A partir de ahí, todo el camino posterior se reduce a identificar a los culpables de la propia desgracia y a defenderse de posibles nuevas agresiones. Respiran por una herida que nunca acaba de curarse. Hay otras que se narran por comparación con los demás. Pueden sentirse siempre inferiores y en algunos casos -los menos- superiores. Les cuesta compararse consigo mismas. Todo lo vivido es siempre en relación con otros que están por encima o por debajo. 

No faltan las personas que sustituyen con relatos fantasiosos algunas experiencias que fueron sencillas o incluso anodinas. Su mundo interior se parece poco a lo que realmente ocurrió. Se sienten a gusto en su burbuja onírica y no tienen el más mínimo interés en salir al mundo exterior y confrontarse con él. Creo que hay tantas maneras de contarnos la historia como personas existen. Cada uno hacemos nuestra lectura. Basta comprobar cómo recordamos cada miembro de la familia algunos acontecimientos  importantes o banales o cómo interpreta cada miembro de una comunidad lo vivido por todos.


Escuchando a algunos historiadores mexicanos una nueva manera de considerar su identidad a partir del mestizaje cultural desarrollado durante siglos en la “nueva España”, me he preguntado por mis propios mestizajes. Cada uno somos el resultado de muchos encuentros, desencuentros, búsquedas, éxitos, fracasos, compañías, soledades, alegrías, tristezas… ¿Cuál es la cuerda que mantiene unidas todas esas perlas hasta formar un collar más o menos reconocible? O, apelando a la metáfora musical, ¿qué clave permite dar un sentido a las muchas notas colocadas en el pentagrama de nuestra historia? 

Es obvio que leemos la historia a partir de esa clave. Si la mía fuera hacerme rico o lograr éxito profesional y reconocimiento social, leería las experiencias de mi vida en función de su utilidad para lograr ese sueño. Si, por el contrario, la clave es preguntarme qué quiere Dios de mí para intentar responder con fidelidad, cada acontecimiento vivido sería interpretado en relación con ese objetivo. 

Por eso resulta tan difícil contarnos una historia común. Como dice el refrán, “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Los escolásticos utilizaban una fórmula más altisonante: “Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, que se puede traducir así: “Lo que se recibe, se recibe según el modo del que recibe”. O, parafraseando un poco el original, “todo lo que se recibe, se recibe de acuerdo con la capacidad del receptor”. 

Creo que esta advertencia nos hace muy cautos a la hora de dogmatizar sobre nuestra historia o la de otra persona. Y no digamos si se trata de la historia de un pueblo, de un país o de un continente. En este caso, casi siempre los mitos sustituyen a los hechos. Y los intereses (políticos, económicos, étnicos, etc.) al respeto a los acontecimientos.



viernes, 18 de julio de 2025

Soliloquio de una tarde de verano


Tarde de verano. 34 grados en la calle. Comienza el fin de semana. Hay noticias típicas de este tiempo (llegada masiva de turistas, incendios, ahogamientos, etc.) y otras más actuales, como el debate sobre la corrupción, la inmigración y los famosos bulos. Todos los días, cuando recojo la prensa que el repartidor deja a la puerta de mi casa a primera hora de la mañana, hago un ejercicio para tratar de adivinar los titulares de El País y el ABC, los dos periódicos a los que estamos suscritos. Casi siempre acierto. El primero es claramente progubernamental y el segundo crítico, así que suelen llevar a sus respectivas portadas las informaciones que mejor se alinean con sus intereses. 

La mayor parte de la información que ofrecen está muy editorializada. La opinión prevalece sobre la información. Casi no sería necesario comprar periódicos porque uno ya sabe de antemano lo que van a decir. Confieso que muchos días me limito a dar una ojeada rápida a ambas publicaciones mientras me tomo un café. 

Estoy al borde del hartazgo. Se salvan algunas firmas “independientes” que, además de escribir bien, tienen una voz propia con densidad moral. Pero percibo también en algunos de estos escritores de raza un cansancio letal, como si se hubieran resignado a una realidad frágil y decadente que ya no admite cambios.


Que la democracia está en crisis llevamos años denunciándolo, pero no se nos ocurre una alternativa mejor. Para que una democracia sea sana se requiere que los ciudadanos seamos demócratas; es decir, que busquemos de verdad el bien común y que contribuyamos a construirlo. Esto es demasiado pedir, así que podemos estar viviendo la ficción de una democracia sin demócratas. O, en la práctica, el gobierno de una oligarquía (que no aristocracia) que se sirve de las instituciones públicas para conseguir sus objetivos privados. Quienes cada cierto tiempo introducimos una papeleta en las urnas creemos que nuestro voto es determinante, pero la cruda realidad nos despierta de nuestro sueño. Por eso hay muchos jóvenes que ya ni se preocupan de votar. Simplemente no creen que su voto sirva para algo. 

Poco a poco, vamos perdiendo también las ganas de protestar. Nos resignamos a la inercia social y seguimos apoyando a quienes, una y otra vez, incumplen sus compromisos y nos llevan al abismo. Da igual que la corrupción afecte a los más altos responsables o que se ponga en peligro la cohesión social. ¿Alguien puede explicarme qué se necesita para que haya una reacción social enérgica? ¿Tan anestesiados estamos? ¿Tan ciegos nos hemos vuelto? He oído a más de uno decir que, mientras tengamos dinero en el bolsillo para tomarnos una caña de cerveza en una terraza, no va a cambiar nada, aunque los precios de la vivienda sean inalcanzables para la mayoría, se fomente un sistema clientelar de ayudas o no se gestione adecuadamente la inmigración.


El fracaso estrepitoso del famoso 15-M ha sido como una vacuna que nos protege contra el virus de la protesta social. Siempre podemos encontrar nuestro nicho en medio de la crisis. Mientras logremos sobrevivir individualmente, no estamos dispuestos a complicarnos la vida en batallas perdidas de antemano. Y, sin embargo, no podemos renunciar a la confrontación de las ideas y, sobre todo, a la educación en valores. Sin unas y otros, no hay democracia que se sostenga, aunque formalmente se nos deje votar cada cierto tiempo. 

Necesitamos pensar más, dialogar más, aclarar los valores mínimos sobre los que se sustenta una sociedad pluralista sana. De no hacerlo, la tecnocracia acabará imponiéndonos sus propios métodos y fines. Mientras no sabemos si Dios existe o no, todos disponemos de un teléfono móvil en nuestro bolsillo y le preguntamos a Google lo que queremos saber. A falta de un ecumenismo de ideas y valores, nos apañamos con un ecumenismo tecnológico. Las máquinas nos van uniformando a todos. Lo único que cambia es el modelo y el precio del aparato. ¡Tendremos que pedirle a la Inteligencia Artificial que nos resuelva los problemas que no hemos sido capaces de afrontar con nuestra inteligencia natural! Estamos en el borde de esta frontera, si es que no lo hemos cruzado ya. ¡Se agradece una cervecita muy fría!

miércoles, 16 de julio de 2025

Desde 1849


En alguna parte de nuestra fachada carismática, junto al nombre que escogió para nosotros san Antonio María Claret -Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María- está escrito “since 1849”, como en los establecimientos tradicionales. Han pasado ya 176 años desde aquel 16 de julio de 1849 cuando Claret y cinco compañeros más jóvenes empezaron “la grande obra”, aunque los comienzos no pudieron ser más humildes. 

Los seis misioneros catalanes fueron el origen de una congregación misionera que hoy cuenta con 3.000 miembros presentes en más de 70 países de todo el mundo. Aquel caluroso día del mes de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, era inimaginable pensar que esa naciente congregación (ni siquiera lo era en ese momento desde un punto de vista canónico) estaría algún día en Timor Oriental, Vietnam, Nueva Zelanda o Zimbabue. Más fácil era imaginarla en México, Colombia o Argentina. 

Si ese grupo inicial no hubiera salido de Cataluña, probablemente hoy no existiría, como les ha pasado a otras fundaciones demasiado apegadas a un ámbito reducido. Pero Claret era consciente de que su espíritu era “para todo el mundo”. En cuanto fue posible, los primeros misioneros saltaron a otras regiones de España y, todavía en vida del fundador, a América. Chile fue el primer país en el que hubo presencia claretiana en el continente americano.


Un laico mexicano afincado en los Estados Unidos me ha enviado un vídeo hecho con IA en el que recrea la escena de la fundación con una canción contemporánea. La técnica moderna nos permite estos juegos, pero lo más importante no es lo que la IA puede hacer, sino lo que están haciendo cientos de misioneros en todo el mundo. 

Esta semana, sin ir más lejos, estoy dando un curso en inglés a 16 formadores provenientes de India, Filipinas, Sri Lanka, Indonesia, Nigeria, Camerún y Mozambique. Durante varias semanas han estado estudiando la vida de Claret y la historia de nuestra congregación al mismo tiempo que visitaban los lugares fundacionales. Es admirable cómo se emocionan con el conocimiento de la historia y sintonizan con el espíritu original. 

Quienes, en el contexto europeo, nos sentimos llamados a “frecuentar el futuro” no siempre vibramos con la música que empezó a sonar hace 176 años en la celda del antiguo seminario de Vic. Siempre me ha llamado la atención que el comienzo se produjera en el contexto de una experiencia de ejercicios espirituales. Sin “cenáculo” no hay “plaza”. Lo vemos en los Hechos de los Apóstoles. Necesitamos ser encendidos por el fuego de Espíritu para transmitir una pasión contagiosa y creíble.


El cenáculo no se entiende sin la presencia de María, la madre de Jesús. Claret quiso hacer coincidir la fundación con la fiesta de la Virgen del Carmen. Ella es la “formadora de apóstoles”, la fragua en la que nos forjamos como misioneros. En los períodos en los que hemos vivido con intensidad nuestra filiación cordimariana hemos experimentado 
una gran eficacia apostólica y una gran fecundidad vocacional.

En el contexto europeo actual, marcado por la disminución y el envejecimiento, necesitamos volver nuestros ojos al Corazón de María y decirle -como le dijo Claret en unos ejercicios que predicó en 1865- que ella es nuestra verdadera fundadora: “Vos la fundasteis, ¿no os acordáis, Señora?”. Guiados por la madre de Jesús, aprendemos a vivir este tiempo complejo “guardando todo en el corazón”, “haciendo lo que Él nos diga”, “estando de pie junto a la cruz” y, en definitiva, esperando contra toda esperanza porque “el Poderoso ha hecho obras grandes” por nosotros.





domingo, 13 de julio de 2025

Un oxímoron muy actual


Tras una semana intensa en San Lorenzo de El Escorial, estoy de nuevo en Madrid. Los 27 grados de hoy hacen más soportable una ciudad que en verano suele ser inhóspita y despiadada. Acabo de ver el ángelus del papa León XIV desde Castelgandolfo. Vuelvo ahora sobre el evangelio de este XV Domingo del Tiempo Ordinario. La parábola que Jesús nos propone es conocida como la parábola del “buen samaritano”. A oídos de un judío del tiempo de Jesús, esta expresión era un perfecto oxímoron. No podía haber un samaritano que fuera bueno. Tampoco podía haber una persona buena que fuera samaritana. El odio entre judíos y samaritanos era histórico, visceral, insuperable, muy parecido al que hoy se da entre judíos y palestinos, aunque por distintas razones. 

¿Podemos imaginarnos hoy a Jesús contando a sus connacionales judíos la parábola del “buen gazatí”? ¡Pues eso! Provocación en estado puro. Por lo general, las parábolas de Jesús llevan dinamita dentro. No son historietas para entretener a la gente o meros recursos didácticos para que su mensaje se entienda mejor. Nos colocan contra las cuerdas de nuestra verdad o nuestra mentira. ¡Nos desnudan!


Tenemos varios personajes para elegir. Podemos ser al menos: el hombre anónimo que bajaba de Jerusalén a Jericó, uno de los bandidos que lo atacaron, el sacerdote o el levita que pasaron de largo, el samaritano que lo atendió… o incluso el posadero que lo cuidó por un par de denarios. Las acciones de estos personajes están descritas con verbos elocuentes. El hombre anónimo “baja” de Jerusalén a Jericó; los bandidos “desnudan” al hombre anónimo, lo “apalean” y lo “abandonan” medio muerto; el sacerdote y el levita “dan un rodeo” y “pasan de largo”; el posadero lo “cuida”. 

Solo al samaritano -ese hereje bastardo- se le aplican muchos verbos: lo “vio”, “se compadeció”, “se acercó”, le “vendó” las heridas, “echó” sobre ellas aceite y vino, “montó” al herido en su propia cabalgadura, lo “llevó” a una posada y lo “cuidó”. Tenemos una ristra de verbos entre los cuales podemos elegir aquellos que con más frecuencia solemos conjugar y aquellos que sentimos que tendríamos que conjugar más.


Si, como hombres o mujeres ilustrados o piadosos, solemos “dar un rodeo” y “pasar de largo” ante personas y situaciones que nos desestabilizan, que reclaman nuestra atención, entonces estamos bastante lejos de lo que Jesús entiende por “prójimo”. Si nuestros verbos son de otro estilo (como, por ejemplo, ver, compadecerse, acercarse, curar, transportar, cuidar, etc.), entonces no estamos tan lejos de lo que Jesús entiende por una persona que practica la misericordia. 

El papa Francisco hizo una interpretación muy actual de esta parábola del “buen samaritano” (¡ojo al oxímoron!) en el capítulo segundo de su encíclica Fratelli tutti. Merece la pena volver sobre ella en este domingo. Habla de “un extraño en el camino” y concluye así: 
“Para los cristianos, las palabras de Jesús tienen también otra dimensión trascendente; implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido (cf. Mt 25,40.45). En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita». A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común. La teología continúa enriqueciéndose gracias a la reflexión sobre esta gran verdad” (n. 85).

Son tantas las lecturas y aplicaciones que esta parábola tiene a la situación que hoy estamos viviendo que merece la pena colocarse ante ella como ante un espejo. Es imposible no verse reflejado. 


miércoles, 9 de julio de 2025

Escucha a tu corazón


Tras un paso fugaz por Valencia y otro algo más prolongado por León, me encuentro desde el lunes en San Lorenzo de El Escorial acompañando a 22 religiosas concepcionistas en una semana de ejercicios espirituales. No me queda mucho tiempo libre para reabrir el Rincón. Lo hago hoy miércoles, una vez que los ejercicios han alcanzado su velocidad de crucero. 

En los medios digitales católicos se multiplican las reflexiones sobre Matteo Balzano, el joven sacerdote italiano que se suicidó hace unos días. Casi todas parecen cortadas con el mismo patrón. Se insiste en que los sacerdotes somos seres humanos, expuestos como todos a debilidades y tentaciones. Algunos acentúan la sobrecarga de trabajo de muchos sacerdotes diocesanos y la soledad que a menudo los acompaña. Otros van más lejos y se preguntan qué esperamos de un sacerdote

Comprendo el interés que se ha suscitado por la vida de los sacerdotes a raíz del suicidio del joven don Matteo, pero no me parece oportuno ahora proseguir esta línea. El suicidio es una experiencia demasiado seria que exige respeto, silencio y oración. Solo en otras circunstancias se puede abordar con serenidad.


Hace años leí Donde el corazón te lleve, una novela de la italiana Susanna Tamaro que tuvo mucho éxito a finales del siglo pasado. Anoté unas palabras que la anciana Olga, protagonista del libro, dirige a su nieta ausente: “Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve”. 

Estas palabras me parecen muy luminosas en la actual coyuntura. Corremos el riesgo de meternos en caminos cortados o que llevan a destinos indeseados. Lo mejor es respirar, aguardar con calma y escuchar a nuestro corazón. Es un GPS que, tarde o temprano, nos orienta en la dirección correcta.


El corazón humano, incluso el más endurecido, acaba siempre redirigiéndonos a Dios porque está programado para ello: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (san Agustín). No se trata, pues, de algo opcional. Estamos hechos por y para Dios. Podemos despistarnos, caminar en dirección contraria, maldecir nuestra suerte, hacer oídos sordos, entretenernos por el camino, poner obstáculos a otros caminantes, enzarzarnos en peleas varias… Todo es posible, pero eso no altera la “programación” de nuestro corazón. 

Por eso, no es nada extraño que estemos inquietos, que nos sintamos desajustados, dubitativos, vacíos e infelices. Si el corazón humano solo encuentra su descanso en Dios, todo lo que nos aleje de Él se volverá contra nosotros. Me parece que este es el drama de nuestro mundo y de nuestro tiempo. En el silencio de unos ejercicios espirituales me parece todavía más diáfano que en el tráfago de la vida cotidiana. ¿Quién tiene interés en que no escuchemos a nuestro corazón?

martes, 1 de julio de 2025

Una tarea coral


Comenzamos el mes de julio bajo un calor oprimente que parece ensañarse con los más débiles. ¡Hasta The Guardian se hace eco de lo que está sucediendo en Europa y en España en particular! No se trata de algo anormal, sino de la nueva normalidad meteorológica.

Los periódicos impresos y digitales españoles abren con otra  noticia caliente, casi abrasadora, la del encarcelamiento de Santos Cerdán. Se multiplican los análisis y se especula con las consecuencias. No es bueno que a uno lo lleven al trullo en plena ola de calor. Todo se altera cuando el termómetro supera los 40 grados. 

¿Aprenderemos la lección? Evidentemente no. Estos casos de corrupción no van a cambiar nuestros valores y ni quisiera nuestros procedimientos, así que habrá que prepararse para los siguientes. Vivimos en una sociedad de pillos con corbata o con vaqueros de marca. Habrá nuevos Santos, Ábalos y Koldos en el PSOE, en el PP y en cualquier otro partido que tenga acceso a los dineros públicos. Mientras tanto, millones de ciudadanos son “esquilmados” (no encuentro otra palabra más precisa) a impuestos. 

La cosa tiene muy mala solución porque a casi nadie del ámbito político le interesa que cambie en profundidad, por más que digan que sí con la boca pequeña y a micrófono abierto. No sé si las nuevas generaciones conseguirán hacerlo. Con las actuales, más vale perder toda esperanza. Es verdad que cuando se descubren algunos casos todos se rompen las vestiduras y hacen promesas que no cumplirán, pero esa reacción airada tiene poco recorrido. ¿Hay alguien que todavía crea de buena fe en la honradez de la clase política?


Leo que el rey emérito Juan Carlos I ha decidido publicar sus memorias el próximo mes de noviembre, coincidiendo con el 50 aniversario de su proclamación como rey, bajo el título de Reconciliación. Tiene todo el derecho a narrar las cosas desde su punto de vista, pero, después de haber visto los cuatro capítulos de la miniserie documental Juan Carlos. The downfall of a King (2023), resulta difícil seguir defendiendo a un rey que se valió del cargo para muchas cosas que nada tenían que ver con su servicio a España. 

La sensación de que vivimos en un magma de corrupción sistémica es inevitable. De vez en cuando saltan casos de las grandes empresas, los bancos, los clubes de fútbol, etc., pero me temo que se trata solo de la punta del iceberg. Necesitamos una regeneración moral de tal calibre que, en el mejor de los casos, tardaremos décadas en crear una cultura de la honradez, la transparencia y la rendición de cuentas. Pareciera que los vicios corruptos se heredan como se heredan las propiedades inmobiliarias o los depósitos bancarios.


Todos tenemos una grave responsabilidad. Los padres deben vivir estos valores para que sus hijos los perciban más allá de las palabras. Los maestros y profesores tienen que ser testigos de un estilo de vida honrado. Los servidores públicos necesitan una especial formación ética para asumir sus responsabilidades. No basta solo con que superen algunas pruebas técnicas. 

La Iglesia, por su parte, debería ser -como se proclama en la plegaria eucarística Vb- “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Se trata de un esfuerzo coral sostenido también por los medios de comunicación social. Solo con un fuerte empeño colectivo se pueden ir dando pasos hacia una nueva cultura en la que la corrupción no sea algo sistémico, sino un fenómeno reducido a casos aislados, como sucede con otros crímenes que atentan contra el bien común. 

Me resulta muy doloroso que algunos de los que han protagonizado los casos más sonados de corrupción en España se hayan formado en centros académicos de la Iglesia. Hay muchas cosas que cambiar. No basta con “educar en valores”, como se repite hasta la saciedad. Necesitamos ayudar a los niños y jóvenes a descubrir el fundamento de todos los valores y aprender a tener una “experiencia de encuentro” con Él. No es fácil, pero se trata de un objetivo irrenunciable.

sábado, 28 de junio de 2025

Guardar todo en el corazón


Al tratarse de una fiesta movible, la solemnidad del Inmaculado Corazón de María depende de la fecha de la Pascua. Como este año la Pascua cayó muy tarde (el 20 de abril), la fiesta cordimariana casi salta al mes de julio. Pronto o tarde, siempre es un momento oportuno para fijar los ojos en aquella que “conservaba todo en el corazón”. 

De entre las muchas advocaciones marianas, yo le tengo un cariño especial a la advocación Corazón de María. Al fin y al cabo, el nombre oficial de mi congregación es Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María. La palabra “corazón” siempre está asociada a interioridad, profundidad, cordialidad, fiabilidad, entrega, ternura, sensibilidad, empatía, etc. Todas estas notas suenan muy bien en nuestra partitura personal.


Hoy, descorazonados a menudo por la confusión que estamos viviendo, necesitamos profundizar en la espiritualidad del corazón para que todo lo mejor nos salga de dentro y para poner corazón en todo lo que hacemos por fuera. De una persona mala, sin entrañas, solemos decir que “no tiene corazón”. Por el contrario, de una persona buena, generosa, decimos que es “todo corazón”. 

María es la mujer que ha sido “todo corazón”, que es otra forma de decir que ha sido “todo Dios” porque en su corazón no había espacio para otra cosa que para Dios. Ella es la “llena de gracia”, la “llena de Dios”. Cuando nos sentimos rodeados por un ambiente de pecado, cuando nos parece que las relaciones humanas han perdido corazón, mirar a María nos devuelve a la verdad de las cosas, a la belleza que no se marchita, a la vida. En la Salve cantamos: “Dios te salve, reina y madre de misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra”.


Voy a celebrar dentro de unos minutos la Eucaristía en nuestra parroquia del Inmaculado Corazón de María de Madrid. En el último año y medio se ha hecho famosa porque, frente a la puerta principal, se concentran todos los días unas cuantas personas que protestan airadamente contra el gobierno. Como la policía no les permite manifestarse junto a la sede del partido socialista, lo hacen unos metros más lejos, con las consiguientes molestias para los fieles que frecuentan el templo y para los automovilistas y peatones que circulan por la zona. 

Espero que no conviertan al Corazón de María en un ariete contra quienes no piensan como ellos. Si algo significa esta advocación mariana es reconciliación, inclusión, apertura. Y, cuando la realidad nos sobrepase, cuando no encontremos el camino adecuado, estamos siempre llamados a “guardar todo en el corazón”, como María, hasta que se vayan despejando las nieblas del horizonte.

viernes, 27 de junio de 2025

Según el corazón de Cristo


Hoy, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, es un día muy oportuno para leer (o releer) la encíclica Dilexit nos, la última del papa Francisco, publicada el 24 de octubre del año pasado. Trata “sobre el amor humano y divino del corazón de Jesucristo”. En un tiempo en el que muchos podemos estar viviendo descorazonados, el Papa nos propone volver a la espiritualidad del corazón. Lo justifica con estas palabras: “Cuando nos asalta la tentación de navegar por la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la importancia del corazón” (n. 2). 

Mientras tecleo la entrada, tengo abierta una ventana de mi ordenador con la retransmisión de la misa que el papa León XIV está celebrando en la basílica de san Pedro junto a más de 5.000 sacerdotes de todo el mundo con motivo del Jubileo de los sacerdotes. Ha procedido también a la ordenación de 32 jóvenes provenientes de varios países.


Viendo la marea blanca de albas inundando la gran nave central de la basílica, he vuelto a pensar en el ministerio presbiteral como “ministerio del corazón”, como expresión concreta y visible del amor de Jesús hacia los seres humanos. La contemplación de los 32 ordenandos me ha hecho recordar que yo mismo fui ordenado en un día como ayer. Me pregunto si en este largo tiempo he sido capaz de ser un sacerdote “según el corazón de Cristo”, si he hecho de mi ministerio una mediación o, más bien, un obstáculo. 

Reconozco que, a lo largo de los 43 años de vida sacerdotal, ha habido un poco de todo, pero Dios va haciendo su obra incluso en medio de nuestra fragilidad. Lo que importa no es lo que nosotros podamos hacer con mayor o menor éxito, sino la obra secreta que Él hace en el corazón de las personas a través de nuestro ministerio. Ser servidores de la Palabra, de los sacramentos y de la comunidad justifica con creces la entrega de la propia vida, esa especie de “expropiación existencial” que supone la ordenación sacerdotal.


El papa Francisco hablaba mucho del clericalismo como una de las enfermedades que minan la cordialidad propia de un “ministerio con corazón” porque hace del ministro ordenado el centro cuando es solo una mediación, un lugar de encuentro, un constructor de puentes. Algunos de mis compañeros dicen que el clericalismo está de vuelta en las levas de nuevos sacerdotes. No acabo de verlo. Es verdad que muchos han recuperado con entusiasmo el traje clerical, ciertas formas caducas y hasta un lenguaje un poco obsoleto, pero creo que han sido formados en una teología y una espiritualidad que entiende el ministerio como servicio y no como privilegio. Vivir y actuar 
“in persona Christi” significa dar la vida por los demás como Él la dio.

En aquellos sacerdotes jóvenes con los que más me relaciono no veo rasgos clericalistas, sino una profunda alegría por el don recibido y quizás -eso sí- una necesidad un poco excesiva de reconocimiento por parte de una sociedad que ya no considera al sacerdote un ser especial, sino uno más en medio de todos. En este contexto, la pregunta por el verdadero sentido de la identidad sacerdotal es crucial. Los signos externos tienen su (relativa) importancia, pero todo se juega en el corazón, en la identificación con el Cristo que sigue dando su vida por la salvación de los seres humanos. Si esta falta, todo lo demás resulta huero y hasta a veces un tanto ridículo.



jueves, 26 de junio de 2025

La voz de los afónicos


Estoy casi afónico, víctima de los contrastes entre el calor externo y el aire acondicionado de algunos lugares y medios de transporte en los que he estado en los últimos días. Para una persona que tiene que hablar a menudo, la afonía es un fastidio, pero también una oportunidad para permanecer callado más tiempo de lo habitual. Callar es la antesala de la escucha. Y escuchar es imprescindible para el encuentro. 

Si algo necesitamos hoy es ser escuchados y, en consecuencia, escuchar a los demás con empatía y paciencia. Lo que más necesitamos es lo que más echamos de menos en contextos en los que la violencia verbal se ha convertido en estilo. El parlamento es el ejemplo más visible, pero esta violencia se da también en los ambientes familiares y sociales. En vez de escuchar, nos atropellamos. En vez de hablar, escupimos palabras.


Hay personas que viven siempre “afónicas” porque así lo desean o porque son privadas de su voz en contra de su voluntad. No pueden poner palabras a lo que piensan y sienten. No tienen oportunidad de expresar sus opiniones. Nunca se las tiene en cuenta. Una persona “sin voz” parece que no existe, aunque hay silencios que son más elocuentes que las palabras. 

¿Quiénes son los “afónicos” de nuestra sociedad? ¿Quiénes son las personas que casi siempre están excluidas de los circuitos comunicativos? En algunas sociedades muy machistas, suelen ser las mujeres; en otras, los ancianos o los jóvenes. Y, por supuesto, muchas personas marginadas cuya voz nunca se oye. Pienso en algunos sintecho que veo por las calles de mi barrio. Carecen de vivienda propia, pero, sobre todo, carecen de voz. Parece que fueran mudos. Casi nunca los veo hablando con alguien. Nadie se para a conversar con ellos. Están encerrados en su soledad más o menos deseada.


Jesús tuvo la habilidad de dar voz a los “afónicos”. Los evangelios están repletos de preguntas con las que Jesús quiere que las personas (enfermos, discípulos, autoridades, etc.) se expresen: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), “¿quieres sanarte?” (Jn 5,6), “¿qué quieres que haga por ti?” (Lc 18,41), “¿por qué me preguntas por lo bueno?” (Mt 19,17), “¿cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?” (Lc 10,36), “¿quién dice la gente que soy yo?” (Mc 8,28); “¿Qué conversación lleváis por el camino?” (Lc 24,17).

Podríamos decir que Jesús es el gran foniatra que nos ayuda a educar la voz, a expresar lo que verdaderamente nos preocupa. Solo cuando hemos sacado todo lo que llevamos dentro, dejamos un amplio espacio para que su palabra nos habite y nos ilumine. Pasar de “afónicos” a “pregoneros” es otra forma de describir la conversión cristiana, como el paso de “quemados” a “encendidos”, de “dimisionarios” a “misioneros” o de “traidores” a “testigos”. Una afonía física puede ayudarnos a entender un poco mejor estas dinámicas.

miércoles, 25 de junio de 2025

Un amor de plata


Ayer acompañé a unos amigos en la celebración de sus bodas de plata matrimoniales. Celebramos juntos la eucaristía con algunos miembros de sus respectivas familias y compartimos una cena pasada por agua. Quizá con los matrimonios sucede algo parecido a lo que se dice que les pasa a los profesores. Cuando son noveles, enseñan más de lo que saben porque necesitan exhibir músculo intelectual y hacerse valer. Hay una clara desproporción entre lo que parece que saben y lo que realmente saben. Cuando llegan a la madurez, enseñan lo que saben. Hay un equilibrio entre lo que tienen y lo que dan. Por último, en sus años finales de magisterio, enseñan mucho menos de lo que saben. Van a lo esencial con sabiduría. No necesitan exhibir nada ni competir con nadie. 

¿Sucede algo parecido con los matrimonios? Creo que sí. Al principio, parece que se quieren mucho más de lo que realmente se quieren. Al cabo de los años -pongamos la cifra simbólica de 25- han aprendido a expresar un amor curtido en el realismo de la vida. Finalmente, en las etapas finales, si perseveran, se aman mucho más de lo que a simple vista parece.


La primera etapa y la tercera son más previsibles. La etapa crítica es la segunda. En torno a las “bodas de plata” pueden suceder tres cosas: que el matrimonio se rompa porque uno o los dos cónyuges quieren experimentar las mieles de la primera etapa con otras personas; que se enfile la senda de una vida rutinaria y sin aliciente, aunque externamente fiel; o que, a la luz de la experiencia vivida, se afronte el futuro desde una renovada actitud de amor, menos romántica que en la primera etapa, pero mucho más profunda y duradera. 

Naturalmente, lo que yo les deseé a mis amigos fue la tercera posibilidad. Sé que a algunos de los participantes en la celebración les gustó también el símil de la cerveza, que usé en un momento de la homilía. La primera etapa se parece a una caña en la que predomina más la espuma blanca que la cerveza rubia; en la segunda ambos elementos se equilibran; en la tercera hay más cerveza con un discreto recubrimiento de espuma.


No son muchos los matrimonios modernos que alcanzan las bodas de plata. A lo largo de 25 años hay tiempo para rupturas, otras relaciones, nuevas rupturas, etc. El estilo de vida imperante y la idea de que los sentimientos son el verdadero indicador de la solidez de una pareja hacen difícil escribir una historia de amor de larga duración. Probablemente muchos jóvenes ni siquiera la desean. Creen que es más excitante -y hasta puede parecerles más auténtico- vivir sucesivas relaciones “mientras la cosa funcione”. 

El amor se entiende como la batería de un coche que, tras unos centenares de kilómetros, se descarga. Algunos optan por recargarla, mientras otros prefieren cambiar de vehículo. No es fácil -pero es maravilloso- celebrar que las cosas no tienen por qué ser así. El sacramento del matrimonio proporciona la gracia suficiente para recargar el amor a medida que se expande. Pero no todos pueden con esto. Es demasiado nuevo, hermoso y exigente.

martes, 24 de junio de 2025

La madurez del decrecimiento


Hoy celebramos la natividad de san Juan Bautista. Como recordamos todos los años, la Iglesia solo celebra tres “natividades” a lo largo del año litúrgico: la de Jesús (25 de diciembre), de la Virgen María (8 de septiembre) y la de Juan Bautista (24 de junio). Normalmente, las fiestas de los santos se hacen coincidir con el día de su muerte, porque se considera que ese es su verdadero dies natalis, el nacimiento a la vida eterna. 

La figura de Juan se presta a muchas interpretaciones. Este año me gustaría poner el acento en un aspecto que puede iluminar algunas de las encrucijadas que estamos viviendo en la sociedad y en la Iglesia: su capacidad de decrecer y de preparar el camino. Hemos sido educados en la idea del crecimiento. Un país va bien si crece en población, PIB, etc. Una familia progresa si su renta crece Una comunidad es próspera si aumenta en vocaciones, obras apostólicas, presencias en nuevos países, etc. Crecer lo asimilamos a vivir, mientras decrecer nos parece un signo de muerte. Es probable que haya dimensiones de la vida en las que esta lógica funcione y sea la correcta.


Sin embargo, hay otras dimensiones en las que el avance se mide por la lógica contraria: la del decrecimiento. La mayoría de los seres humanos aspiran a acumular bienes materiales porque esto les proporciona seguridad y les abre muchas posibilidades de desarrollo personal. Hay algunos hombres y mujeres que libremente han optado por desprenderse de ellos (por lo menos, hasta un cierto punto) porque les parece que es la vía más expedita para encontrarse con su misterio personal y crecer como seres humanos. En la vida espiritual el desprendimiento de los bienes materiales es una constante que excede al cristianismo. 

Nos ayuda a tomar conciencia de nuestra esencia desnudez: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,21). Jesús fue todavía más explícito: “Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc 14,33).


Juan nos enseña a renunciar y a decrecer, verbos esenciales en el discipulado cristiano. Ambos suenan muy mal a nuestros oídos contemporáneos. Si algo queremos hoy es precisamente lo contrario: no renunciar a nada y seguir creciendo. Nos parece que la autoafirmación es imprescindible para ser nosotros mismos, pero esta es una convicción moderna muy endeble. 

Una cosa es la sana autoestima y otra, muy distinta, la defensa del propio yo a toda costa hasta convertirlo en el paradigma de todo. La gran paradoja es que, cuando nos afirmamos demasiado, acabamos perdiéndonos. Por el contrario, cuando “perdemos la vida” nos encontramos con nuestra verdadera identidad. Parecen simples juegos de palabras, paradojas al estilo de Chesterton, pero determinan dos maneras muy distintas de entender y afrontar la vida.

lunes, 23 de junio de 2025

Meditaciones crepusculares


El paso por el monasterio de la Conversión me ha hecho disfrutar de la belleza de la liturgia de la Iglesia. Frente a un modo de celebrar que acentúa la exhortación moral, la explicación constante, el entretenimiento y la participación entendida como actuación, la liturgia monástica privilegia la belleza, el silencio, el canto y la adoración. Son dos modos complementarios. En esta etapa de mi vida prefiero claramente el segundo. Me agotan las liturgias demasiado didácticas, demasiado centradas en quien preside, demasiado verborreicas, demasiado preocupadas por no aburrir a la gente, demasiado -digámoslo con una palabra de moda- “autorreferenciales”. 

En el monasterio de la Conversión se da mucha importancia a la música, al silencio y a los símbolos elementales. También hay tiempo para la intercesión por las necesidades concretas de nuestro mundo y de la Iglesia. Comprendo muy bien que muchas personas -sobre todo, jóvenes- se sientan atraídas por esta liturgia que abre un boquete de cielo en el mundo, que nos transfigura, y que luego nos empuja a bajar al valle de la vida cotidiana resplandecientes y comprometidos. Algo parecido sucede en otras comunidades monásticas de Europa.


El paraje en el que está enclavado el monasterio es hermoso, pero en este comienzo de verano parecía una batería recargada de sol. El calor excesivo no es un buen aliado para la meditación. Solo a primera hora o a última hora del día se puede uno sentir despejado. Menos mal que la hermosa capilla se refrigera en verano y se calienta en invierno con un sistema geotérmico que funciona muy bien. Era el lugar perfecto para una oración contemplativa a la hora en que caía el sol en el día más largo del año. 

Mientras oraba sentado en uno de los bancos de madera, no podía imaginar que Estados Unidos estaba a punto de bombardear las instalaciones nucleares de Irán. El verano empezó más tórrido y más peligroso de lo imaginado. No sabemos qué consecuencias puede traer esta acción bélica. Israel la ha aplaudido y la ha rematado. ¿Es esta la tercera guerra mundial “a trozos” de la que hablaba con frecuencia el papa Francisco? Llevamos meses hablando de rearme, de la necesidad de incrementar el presupuesto en defensa… ¿Qué se está tramado? ¿Qué podemos hacer los ciudadanos de a pie para no vernos abocados a un desastre que ni lo queremos ni lo podemos controlar?


Caminando por los senderos del monasterio de la Conversación, cuando al filo de las 22,30 se hacía por fin de noche, pensaba que somos víctimas de mecanismos que se nos escapan de las manos, niños que juegan con fuego sin saber que pueden quemarse, seres infatuados que creen que pueden reescribir la historia a su antojo. Entonces, con el corazón en vilo, me venía a los labios el versículo de un salmo: “Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (Sal 137,8). Solo Dios puede hacer que nuestra libertad no se enrede en los vericuetos del orgullo. 

¿Qué ganamos con tanta violencia, con tantas amenazas, con tanta bravuconería? ¿Qué tipo de mundo puede surgir del enfrentamiento entre los seres humanos? ¿Por qué somos capaces de construir ingenios tecnológicos impresionantes y carísimos (como el indetectable avión B-2 Spirit con el que Estados Unidos ha bombardeado a Irán) y no conseguimos llegar a acuerdos justos y duraderos que garanticen la paz? Es evidente que, mientras dure la historia, el trigo y la cizaña crecerán juntos. Ya nos lo advirtió Jesús. Solo Dios puede hacer la criba final.



domingo, 22 de junio de 2025

De su Cuerpo a nuestro cuerpo


Celebro la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el monasterio de la Conversión, un precioso lugar donde se respira el silencio de quienes están acostumbradas a escuchar la voz de Dios en el libro de la naturaleza y en la Escritura. Las monjas agustinas que lo habitan están contentas porque el papa León XIV, agustino como ellas, dará un nuevo impulso a la espiritualidad agustiniana en un momento en el que necesitamos sus notas principales: búsqueda de la verdad, cultivo de la interioridad y la belleza, sentido de la armonía y la unidad y pasión por la Palabra de Dios. 

Si Benedicto XVI buscó inspiración en san Benito de Nursia (el santo de la armonía) y Francisco se inspiró en el poverello de Asís (el santo de la pobreza), León XIV beberá en la fuente de Agustín de Hipona (el santo de la búsqueda apasionada de Dios y de la unidad de la Iglesia). Pienso estas cosas mientras medito el significado de la fiesta que hoy celebramos. Lo hago leyendo las lecturas de la liturgia del día y también un texto de san Agustín que me resulta inspirador:

“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios es pan y un cáliz; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Según nuestra fe, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. (…) ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre? A estas cosas, hermanos, las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve, y otra lo que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene efecto espiritual.
Si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros». Por tanto, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con esa respuesta lo rubricáis Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y tú respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que ese Amén sea auténtico” (Sermón 272).

Si -como dice san Pablo- nosotros somos “el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27), cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando nuestra propia fiesta. La consecuencia para la vida cotidiana es clara: nunca sabremos quiénes somos sin la Eucaristía. ¡Lástima que hayamos perdido esta perspectiva y que hayamos reducido el sacramento a una celebración rutinaria y fácilmente prescindible! Cuando olvidamos que “somos el cuerpo de Cristo”, no experimentamos ya la necesidad de alimentarnos con ese otro Cuerpo de Cristo hecho pan y vino. Rompemos la unidad de los cuerpos

Mientras escribo estas notas, he recordado que hace 24 años viví una hermosa y aleccionadora experiencia en El Salvador. Rebuscando en mis viejos archivos informáticos, he encobrado lo que escribí entonces, mucho antes de abrir este blog. Lo reproduzco íntegramente.


LA NIÑA LIDIA

Tuve la suerte de viajar a El Salvador una semana después del terremoto que asoló el país el 13 de enero de 2001 causando más de 800 muertos y miles de damnificados. No puedo olvidar lo vivido en Armenia, una localidad situada a una hora de la capital. Allí, el terremoto mató a 28 personas y dejó sin casa a varios cientos. En una calle cercana al cementerio vivía la “niña Lidia”, una anciana de 86 años, de cuerpo menudito, rostro arrugado y sonrisa tierna. Se protegía del sol con unas grandes gafas negras a las que les faltaba la patilla derecha. Cuando me acerqué a ella para preguntarle cómo se encontraba en medio de tanta desolación, me respondió que bien y que lo que realmente quería era comulgar: “Sin la comunión, padreci­to, somos como los chanchos: no hacemos más que comer y dormir”.

Estas cosas no se entienden bien en Europa. Lo que uno espera en un caso como éste es encontrarse a personas que se quejan de la suerte sufrida, que exigen más rapidez en la entrega de las ayudas, que buscan culpables de la tragedia, que reclaman sus derechos. La niña Lidia, en realidad, también reclamaba sus derechos; o mejor, su principal derecho a recibir a Jesús en la eucaristía. Con su insistencia, me estaba diciendo que, en efecto, necesitaba urgentemente retejar la casita de su hija, disponer de comida en buenas condiciones, beber agua potable y guarecerse con mantas del relente nocturno, pero que lo que más necesitaba era sentirse sacra­mentalmente unida a Aquel que puede dar sentido y alivio al sufrimiento vivido. En plena calle, sentada en una silla de hilos de plástico, la niña Lidia era un canto a la esperanza, a la dignidad. Sabía que, teniéndolo a Él, tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué concreción tan hermosa y tan realista del sólo Dios basta de Teresa de Jesús!

Escribo estas líneas en la sala de tránsito del aeropuerto de Miami. La mayor parte de la gente que está aquí, incluido yo, pertenece a una sociedad que ha sido educada en la exigencia de sus derechos. Esta educación es esencial para no ser víctimas de los más poderosos: los grandes grupos económicos o mediáticos, los políticos manipuladores, los funcionarios engreí­dos o los profesionales sin escrúpulos. Supone, pues, un enorme avance en la conciencia moral de la humanidad. Una de las características de las sociedades modernas es precisamente haber logrado que sus miembros pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos; es decir, que sean de verdad sujetos de derechos y no simplemente siervos de un poder absoluto.

Pero, ¿quién puede garantizar que nuestros derechos sean salvaguardados si no existe al mismo tiempo una cultura de los deberes? A veces, el mismo que reclama indemnizaciones por el retraso de un vuelo es el que atufa con el humo de su cigarrillo al que tiene al lado. Uno puede enfadarse con un funcionario incompetente y luego llegar tarde al trabajo sin importarle lo más mínimo. Estas incoherencias hacen que utilicemos distintas varas de medir: una, amplia, para reclamar nuestros derechos y otra, estrecha, para asumir nuestros deberes. Y, sin embargo, no hay garantía de derechos si no existe responsabilidad en el cumplimiento de los deberes porque los derechos de los demás pasan por el cumplimiento de los deberes que pueden hacerlos posi­ble. El derecho a ser atendido en caso de enfermedad, por ejemplo, pasa por el deber del estado de organizar un sistema sanitario universal y por el deber del médico de prestar ayuda competen­te a quien precisa de ella.

La niña Lidia puede aparecer ante nuestros ojos superficiales como una ancianita resig­nada y manipulable, el prototipo de una religiosidad que, con el recurso a Dios, encubre las responsabilidades humanas y no estimula el esfuerzo. ¡Qué torpe se me antoja este razonamien­to, aquí, en este país, prototipo de racionalidad y al mismo tiempo tan insustancial en ocasiones! El deseo de recibir al Señor era el que mantenía viva a esta anciana. Este deseo le permitía, a pesar de su debilidad, alentar a su familia y a sus vecinos para emprender el trabajo de recons­trucción. La gracia de la eucaristía era para ella una verdadera fuente de responsabilidad, no una evasión de la desgracia causada por el terremoto.

El caso de la niña Lidia no es un caso aislado. Hablando con unos y con otros, caí en la cuenta de que los damnificados pedían ayuda, pero no querían depender de la asistencia exterior. El derecho a ser ayudados iba acompañado -y aun precedido- por el deber de asumir la tarea de la reconstrucción. Un terremoto, como cualquier situación dolorosa, constituye un banco de prueba. Nos permite comprobar nuestras auténticas convicciones y actitudes. Cuando la niña Lidia pedía la comunión estaba mostrando que la fe que confesaba en tiempos de tranquilidad tenía raíces, que cuando consideraba que hacer la voluntad de Dios era su alimento, no estaba diciendo algo sin sentido. Estaba expresando lo que de verdad movía su vida. En este horizonte, su frase adquiría la profundidad de un acto de fe: “Sin la comunión ... no hacemos más que comer y dormir”.

sábado, 21 de junio de 2025

De Sol a Sotillo


El verano astronómico ha empezado hoy a las 4,42 de la madrugada. El meteorológico llevamos padeciéndolo desde hace semanas. En el momento de escribir esta entrada el termómetro ya marca 31 grados. Cuando salí a caminar por el centro de Madrid a las 7 de la mañana todavía estábamos a 24 grados. No olvido que en esta villa y corte vivió un tiempo san Luis Gonzaga, el santo cuya fiesta celebramos hoy.

Siempre disfruto de la ciudad a esa hora en que se despiden los últimos nocturnos y empiezan su trajín los “hijos de la luz”. Veo a gente corriendo por el paseo de Rosales y por el parque de Oeste. Siguen las obras en los jardines de Sabatini. Después de meses de trabajo, está previsto que terminen a lo largo del verano. En la plaza de Oriente están montando un pequeño estrado para celebrar el Día Internacional del Yoga. Veo a un grupo de indios preparándose para el evento. 

Por la calle Arenal abundan los repartidores matutinos y algunos turistas. Una pareja de homosexuales va cogida de la mano y un grupo de jóvenes apura los tubos de cerveza en un bar que hace chaflán. En la Puerta del Sol han colocado ya algunos toldos de los más de treinta previstos. Se quiere crear un espacio de sombra que proteja a los viandantes del ataque despiadado del sol de mediodía. A algunos les parece un pegote antiestético y poco práctico; otros -ante la imposibilidad de plantar árboles por las características de la zona- lo anhelan. Un camión cisterna riega los adoquines. En un momento dado, el chófer del camión y el empleado de la manguera detienen su trabajo y se sirven un café de un termo.


Paso un momento por la recién modelada plaza del Carmen con su monumento al bombero. Una joven trabajadora de la limpieza barre con desgana los papeles, latas y colillas que hay esparcidos por las losas de granito. Parece que acaba de salir de una discoteca. Barre sin garbo, dejando la mitad de la basura en el suelo. Emboco la Gran Vía a la altura de Callao. Las anchas aceras todavía están bastante despejadas, aunque ya hay personas que suben y bajan. Echo de menos una mayor limpieza. Todavía se ven las consecuencias de la noche. Hay varias personas que se desperezan saliendo de sucios sacos de dormir. Algunos mendigos han comenzado ya su jornada laboral instalando carteles de cartón con los típicos mensajes: “No tengo trabajo. Tengo tres hijos. Necesito comer”. Las necesidades reales (tan sangrantes a veces) se mezclan con la picaresca

La Gran Vía a esta hora no se parece nada a la Gran Vía vespertina y nocturna. Percibo una vez más la grandiosidad de muchos edificios, coronados por picotas con esculturas u otros recursos arquitectónicos. Abundan las lonas publicitarias que cubren trabajos de restauración de fachadas. Al llegar a plaza de España descubro que una vez más está ocupada por casetas y vallas. Está vez es la Federación Madrileña de Fútbol la que ha organizado algún evento mientras prosiguen los trabajos de adecuación del futuro café Cervantes, un bunker horrible que lleva años en el dique seco.


La calle Princesa -sobre todo la plaza de los Cubos- está todavía sin limpiar. Se amontona mucha basura junto a las papeleras. Confieso que me cuesta entender la falta de cultura cívica. ¿Por qué ensuciamos tanto las calles? ¿Por qué no las consideramos como una prolongación de nuestra casa y las cuidamos con esmero? ¿Por qué fiamos todo al trabajo de los limpiadores? Cuanto más multicultural se está volviendo la ciudad, más sucia aparece. Veo a personas que arrojan cualquier cosa (papeles, cajetillas de tabaco vacías, colillas, chicles, etc.) al suelo, aunque tengan una papelera o un contenedor de basura a cinco metros. En este campo envidio los hábitos japoneses. 

Llego a casa contento por haber empezado el día más largo del año tomando el pulso a la ciudad y triste por la degradación innecesaria a la que la sometemos. Junto a la corrupción política -tan en el candelero estos días- hay una corrupción cívica y ambiental que no sé cómo se puede combatir. Con estos sentimientos encontrados me preparo para salir dentro de unas horas hacia el Monasterio de la Conversión, en Sotillo de la Adrada (Ávila), donde tendré el retiro de fin de curso con mi comunidad. El día más largo del año lo he comenzado muy pronto en el corazón de Madrid y lo terminaré, si Dios quiere, en el silencio del campo y de un monasterio agustiniano, bajo las estrellas de una calurosa noche de verano. C'est la vie!