
El título de la entrada de hoy se inspira en Los placeres y los días, una obra de Marcel Proust, que a su vez reformuló Los trabajos y los días de Hesíodo. No es inocuo el cambio de “trabajos” (Hesíodo) por “placeres”, como tampoco lo es el de “placeres” por “vaivenes”. Y es que, entrados ya en el otoño, con una temperatura aceptable, estoy inmerso en un sinfín de actividades que me obligan a ir y venir, hablar con unos y con otros, vivir con intensidad cada momento del día. Quizás la felicidad personal se asemeja más a la capacidad de dar sentido a cada fragmento de la jornada que a la eclosión de experiencias placenteras de corta duración.
El hecho de poder levantarnos cada día tras un descanso reparador, disponer de una ducha templada (una especie de bautismo secular), saborear un café caliente no tendría que ser condenado a un hecho rutinario. Se trata, más bien, de una sucesión de pequeños milagros que van configurando el rosario de nuestra jornada. No es necesario vivir nada extraordinario. Podemos asombrarnos de la maravilla de lo ordinario si descubrimos que es expresión de gracia y de belleza. Las personas que tienen esta capacidad convierten cada jornada en una síntesis de la existencia entera. Todos los días, nacen, viven y mueren sin rutina y sin aburrimiento.

Lo pensaba esta mañana mientras, enfundado en una cazadora de otoño, caminaba por la calle Princesa rumbo a la celebración de la Eucaristía matinal con las religiosas concepcionistas. Los nueve grados me ayudaban a despertarme un poco más y contemplar a los barrenderos que recogen ya las hojas caducas de los plátanos de Indias y las colillas de cigarrillos que muchos desaprensivos arrojan en los alcorques cuando tienen una papelera al alcance de la mano. Es verdad que a menudo veo a los barrenderos pegados a su móvil, como matando el tiempo, pero la mayoría se esfuerza por arreglar cada mañana lo que nosotros estropeamos durante el día. Siempre me he extrañado, y hasta indignado, de lo innecesariamente sucios que somos. ¡Con lo fácil que sería mantener una ciudad limpia con un mínimo de sentido cívico y alguna que otra multa ejemplarizante!
Veo también a oficinistas y obreros que apuran un café en los bares que abren temprano. Y veo todos los días a colegiales que, desafiando el fresco matutino, van a clase en mangas de camisa, como si el cambio de estación no fuera con ellos. A veces juego a imaginar las historias que esconde cada viandante con el que me cruzo, pero estoy seguro de que casi siempre me equivoco, aunque hay algunos rostros que no pueden esconder su pesadumbre.

Viene luego el ritmo del trabajo. Me aguardan conversaciones telefónicas, entrevistas personales, redacción de artículos, pequeñas reuniones de programación y revisión, excursiones a internet para ver si ha pasado algo importante en el mundo, pausas conversacionales en torno a otro café. Y, al filo de las dos de la tarde, la comida compartida en comunidad. Esa “eucaristía secular” es todo un concentrado de gracia. Detrás de cada plato hay agricultores, ganaderos y pescadores que han cultivado o recogido los productos y comerciantes que los han distribuidos. Hay, por supuesto, alguien que los ha preparado en la cocina y que ha colocado los manteles y los platos sobre las cuatro mesas de nuestro refectorio.
Cuando todo esto se reconoce y se agradece, la comida se convierte en un canto a la vida. Un día más podemos sentarnos a la mesa, llenar nuestros platos y departir con un grupo plural de hermanos. La vida sigue teniendo sentido, aunque en otros muchos lugares haya millones de seres humanos que batallan por sobrevivir. Cada uno de ellos vivirá también sus “vaivenes y sus días” y, en medio de sus dificultades, encontrará motivos para no rendirse. Nunca sabremos lo afortunados que somos. Quizás solo el día en que perdamos la fe y la esperanza y todo lo que hasta ahora nos parece admirable se torne fatigoso y hasta despreciable. Esperemos que ese día no llegue nunca y que, mientras tanto, podamos disfrutar con la maravillosa sinfonía de “los vaivenes y los días”.