Esta tarde encenderán en Madrid las famosas luces de Navidad. La próxima semana, aprovechando el largo puente de la Constitución y la Imaculada, las calles se inundarán de visitantes ansiosos de contemplarlas. Será difícil dar un paso por el centro. Por eso, ayer por la tarde me acerqué a algunos lugares cercanos a mi casa antes de que el gentío me disuada de hacerlo. Me picaba la curiosidad. Hice algunas fotos con el móvil. Hacía una fresca y apacible tarde otoñal. Los alumbrados públicos estaban ya listos. En algunos centros privados (por ejemplo, el impresionante hotel Four Seasons o El Corte Inglés de Sol), los técnicos estaban todavía dando los últimos toques a la decoración.
A partir de esta noche, la ciudad se vestirá de gala. Durante unos 40 días pensaremos que el mundo es -o puede ser- más luminoso y bello de lo que vemos a diario. Por unas semanas pondremos en sordina las noticias de guerras, corrupción y escándalos y nos refugiaremos en un nido de colores que nos retrotrae a la infancia. Podría ser también una anticipación de un futuro mejor, pero no es eso lo que piensa la mayoría de los españoles, que considera que dentro de diez años habrá más desempleo, más cáncer, más consumo de drogas… y más soledad. Si el futuro da miedo, la tentación es refugiarse en el pasado, pero ya sabemos que las vías regresivas no suelen ser la solución.
De lo que sí estamos seguros es de que, a partir del solsticio de invierno, la luz del día irá ganando tiempo a las sombras de la noche. El Sol Invictus se alzará como dios poderoso. Y nosotros, cual romanos del siglo XXI, recuperaremos un poco la alegría que nos ha robado el otoño terminal. Las luces que se encenderán esta noche serán como luciérnagas que nos preparan para el estallido del astro rey. No importa que la vida cotidiana siga discurriendo por derroteros más prosaicos. Muchos viajarán al centro de Madrid “para ver las luces”, como si ese gesto, acompañado por un baño de masas, fuera un lenitivo para el dolor gris de una vida rutinaria y a menudo mediocre.
“Pues este año hay más luces y más bonitas”, dirán algunas señoras entradas en años y kilos. “Vaya derroche innecesario”, mascullará un joven mochilero que pasea aprisa por la Gran Vía. “Me temo el aluvión de gente”, se quejará uno de los empleados de Primark o de Zara, que se prepara resignado para una horda de compradores compulsivos, mientras sus jefes hacen cálculos de ventas y beneficios. Llegadas estas fechas, se pone en marcha la “operación Navidad”, aunque los comercios hace semanas que llevan engrasando sus mecanismos.
Mientras todo esto sucede en las calles, los cristianos nos disponemos a terminar el año litúrgico y comenzar el tiempo de Adviento. Para la sociedad del consumo no existe ninguna preparación. Nos zambullimos en la Navidad comercial de la noche a la mañana. Los cristianos no lo tenemos fácil. Mientras todos los signos externos nos dicen que “ya es Navidad en El Corte Inglés”, nosotros nos esforzamos por prepararnos durante cuatro semanas. La brecha es evidente y casi inevitable. Quizás la única solución es incorporar el estallido luminoso de las calles a nuestro itinerario espiritual. Si a la mayoría de las personas les atrae tanto la decoración navideña -aunque no faltan detractores más o menos combativos- aprovechemos este deseo para hacerles ver que hay una luz más discreta que llega adonde no llega ninguno de los árboles luminosos de Sol o de Cibeles.
Esta luz discreta no se enciende en las calles y plazas de nuestras ciudades, sino en la cueva silente de nuestro corazón, allí donde percibimos nuestras sombras y tocamos las telarañas de nuestras preguntas, perplejidades e incertidumbres. A Dios le gustan estas cavidades interiores. No pasa nada grave si nos atrevemos a explorarlas durante estos días. O quizá sí. Podemos comprender por qué la Iglesia de los primeros siglos hizo coincidir la celebración de la Navidad con la fiesta del Sol Invictus. Es evidente quién es el Sol para nosotros.
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