viernes, 29 de noviembre de 2024

Gente con carisma


Ayer se entregaron en el espacio CaixaForum de Madrid los premios Carisma. Los otorga la Conferencia Española de Religiosos (CONFER). En esta quinta edición los premiados fueron: Dolores Aleixandre, teóloga y licenciada en Filología Bíblica (Formación y Espiritualidad), Agustin Ndour, promotor y primer firmante de la Iniciativa Legislativa Popular Esenciales (Justicia y Solidaridad), Valle Chías, RJM, por su labor médica en Haití (Misión y cooperación), la Escuela Comarcal Arzobispo Morcillo de Valdemoro, por 60 años apostando por la vocación social e integradora de la educación en jóvenes (Educación), la Ciudad de los olvidados, proyecto de la Fundación Benito Menni de las Hermanas Hospitalarias en Togo (Salud), Antonio Montero, director de Pueblo de Dios en La 2 de TVE (Comunicación), Pablo d´Ors, teólogo, sacerdote y escritor, por su contribución al diálogo entre fe y cultura (Fe y cultura), Antonio Botana, FSC, por su servicio a la visibilización, toma de conciencia y formación en el proceso de la Misión Compartida entre consagrados y laicos (Misión compartida), Toño Casado, por el musical “Sueños” (Arte), y al chef José Andrés, por su trabajo al frente de la ONG World Central Kitchen (Impacto). 

Desde este Rincón quiero felicitar a todos estos hermanos y hermanas. Doy gracias a Dios por su vida y su misión. Felicito también a la CONFER por su disposición a reconocer los muchos dones que Dios distribuye en la sociedad.  Seguí el acto por YouTube. Además de los saludos y mensajes de los organizadores, presentadores y galardonados, me gustaron las palabras del alcalde de Madrid reconociendo el testimonio de los religiosos en la Iglesia y la sociedad.


Conozco personalmente a varios de los premiados. Me alegro de que a través de ellos se haga un poco más visible un tipo de vida que puede pasar muy desapercibida para la mayoría. No se trata de ser famosos, sino de ser significativos, de acompañar los caminos de las personas desde la fe en Jesucristo. Es muy probable que una de las razones por las que son pocos los jóvenes que se deciden a seguir este tipo de vida sea su invisibilidad o los estereotipos que deforman su verdadera fisonomía. Soy consciente de que noticias como la de estos premios llegan a un número muy reducido de personas. No sé cuántos estarían ayer en la sala CaixaForum, pero, en el momento de escribir esta entrada, el vídeo del acto no ha alcanzado las 500 visualizaciones, una cifra muy baja en el mundo de internet. 

A la misma hora se estaba impartiendo una conferencia en nuestro Instituto Teológico de Vida Religiosa de Madrid, que ya supera el millar de visitas en YouTube. Y, para complicar más las cosas, a esa misma hora se celebraba en la Puerta del Sol el encendido de las luces de Navidad. El vídeo de Telemadrid ya se acerca a las 13.000 visualizaciones. No es que el impacto de una realidad se mida por el número de internautas que se acercan a ella, pero es un indicador que hay que tener en cuenta en esta sociedad de la información en la que vivimos. No siempre lo que a nosotros nos parece importante suscita el interés de otras personas.


Si algo voy descubriendo a lo largo de los años es que, por desgracia, el impacto de una noticia tiene más que ver con su extravagancia que con su contenido. Al público le interesa más saber cuánto han costado los retratos de los reyes Felipe y Letizia hechos por la fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz que leer uno de los articulitos que Dolores Aleixandre, una de las premiadas, publica mensualmente en nuestra revista Vida Religiosa. Lo popular y lo importante no siempre van de la mano, aunque ha habido santos y otros personajes valiosos que han conseguido juntar ambas dimensiones. 

Todo esto viene a cuenta de la visibilidad o invisibilidad de la vida consagrada en nuestra sociedad. Es verdad que hay algunos religiosos que saltan a los medios de comunicación (desde la mediática sor Lucía Caram hasta el cantante padre Damián), pero la gran mayoría pasamos desapercibidos. Nos parecemos más a la sal que a luz, aunque Jesús usó ambas metáforas para explicar cómo teníamos que ser sus seguidores. Famosos o no, lo importante es dar sabor a la vida (sal) e iluminar -sin deslumbrar- las oscuridades que nos rodean (luz). En eso estamos miles de personas consagradas (unas 40.000 en toda España) junto con millones de laicos conscientes de su misión evangelizadora.



Nota: Por alguna razón que ignoro, Facebook no me permite colgar esta entrada en su red social. Es la primera vez que me sucede a lo largo de 15 años. 

jueves, 28 de noviembre de 2024

De luces y sombras


Esta tarde encenderán en Madrid las famosas luces de Navidad. La próxima semana, aprovechando el largo puente de la Constitución y la Imaculada, las calles se inundarán de visitantes ansiosos de contemplarlas. Será difícil dar un paso por el centro. Por eso, ayer por la tarde me acerqué a algunos lugares próximos a mi casa antes de que el gentío me disuada de hacerlo. Me picaba la curiosidad. Hice algunas fotos con el móvil. Hacía una fresca y apacible tarde otoñal. Los alumbrados públicos estaban ya listos. En algunos centros privados (por ejemplo, el impresionante hotel Four Seasons o El Corte Inglés de Sol), los técnicos estaban todavía dando los últimos toques a la decoración. 

A partir de esta noche, la ciudad se vestirá de gala. Durante unos 40 días pensaremos que el mundo es -o puede ser- más luminoso y bello de lo que vemos a diario. Por unas semanas pondremos en sordina las noticias de guerras, corrupción y escándalos y nos refugiaremos en un nido de colores que nos retrotrae a la infancia. Podría ser también una anticipación de un futuro mejor, pero no es eso lo que piensa la mayoría de los españoles, que considera que dentro de diez años habrá más desempleo, más cáncer, más consumo de drogas… y más soledad. Si el futuro da miedo, la tentación es refugiarse en el pasado, pero ya sabemos que las vías regresivas no suelen ser la solución.


De lo que sí estamos seguros es de que, a partir del solsticio de invierno, la luz del día irá ganando tiempo a las sombras de la noche. El Sol Invictus se alzará como dios poderoso. Y nosotros, cual romanos del siglo XXI, recuperaremos un poco la alegría que nos ha robado el otoño terminal. Las luces que se encenderán esta noche serán como luciérnagas que nos preparan para el estallido del astro rey. No importa que la vida cotidiana siga discurriendo por derroteros más prosaicos. Muchos viajarán al centro de Madrid “para ver las luces”, como si ese gesto, acompañado por un baño de masas, fuera un lenitivo para el dolor gris de una vida rutinaria y a menudo mediocre. 

“Pues este año hay más luces y más bonitas”, dirán algunas señoras entradas en años y kilos. “Vaya derroche innecesario”, mascullará un joven mochilero que pasea aprisa por la Gran Vía. “Me temo el aluvión de gente”, se quejará uno de los empleados de Primark o de Zara, que se prepara resignado para una horda de compradores compulsivos, mientras sus jefes hacen cálculos de ventas y beneficios. Llegadas estas fechas, se pone en marcha la “operación Navidad”, aunque los comercios hace semanas que llevan engrasando sus mecanismos.


Mientras todo esto sucede en las calles, los cristianos nos disponemos a terminar el año litúrgico y comenzar el tiempo de Adviento. Para la sociedad del consumo no existe ninguna preparación. Nos zambullimos en la Navidad comercial de la noche a la mañana. Los cristianos no lo tenemos fácil. Mientras todos los signos externos nos dicen que “ya es Navidad en El Corte Inglés”, nosotros nos esforzamos por prepararnos durante cuatro semanas. La brecha es evidente y casi inevitable. Quizás la única solución es incorporar el estallido luminoso de las calles a nuestro itinerario espiritual. Si a la mayoría de las personas les atrae tanto la decoración navideña -aunque no faltan detractores más o menos combativos- aprovechemos este deseo para hacerles ver que hay una luz más discreta que llega adonde no llega ninguno de los árboles luminosos de Sol o de Cibeles. 

Esta luz discreta no se enciende en las calles y plazas de nuestras ciudades, sino en la cueva silente de nuestro corazón, allí donde percibimos nuestras sombras y tocamos las telarañas de nuestras preguntas, perplejidades e incertidumbres. A Dios le gustan estas cavidades interiores. No pasa nada grave si nos atrevemos a explorarlas durante estos días. O quizá sí. Podemos comprender por qué la Iglesia de los primeros siglos hizo coincidir la celebración de la Navidad con la fiesta del Sol Invictus. Es evidente quién es el Sol para nosotros.



domingo, 24 de noviembre de 2024

Un rey a su manera


El frío ha dado paso a la lluvia y al viento. Terminados mis compromisos en Inglaterra, vuelo dentro de unas horas de regreso a Madrid. Escribo desde el aeropuerto de Heathrow. Por desgracia, mi vuelo ha sido retrasado. Las pantallas indican que una hora, pero no me fío.  [Al final, fueron casi tres horas]. 

Mi viaje coincide con la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Después de varios días profundizando en el liderazgo cristiano desde la clave del servicio, me llama la atención que la Iglesia siga hablando de Cristo como “rey”, a sabiendas de que la experiencia de la monarquía fue nefasta para Israel. 

Medito sobre el verdadero significado de la realeza de Cristo en un país que mantiene la monarquía desde hace siglos y que, a pesar de que el actual rey Carlos III no goza del respaldo popular que tuvo la reina Isabel II, todavía muchos ciudadanos se reconocen monárquicos. Israel quiso tener un rey como los pueblos circunvecinos. Al final, lo tuvo. Del buen rey se esperaba que defendiera al pueblo de los agresores extranjeros y que fuera el defensor del huérfano y de la viuda en el interior. Ningún rey -ni siquiera David o Salomón- estuvo a la altura de estas expectativas. Por eso, se fue abriendo paso la idea de que solo el futuro Mesías sería un rey de verdad.


Entre los diversos títulos que Jesús se atribuye figura también el de rey. A la pregunta de Pilatos, Jesús responde: “Tú lo dices, yo soy rey”. Ese “yo soy rey” se una a la serie de afirmaciones enfáticas sobre su identidad: camino, verdad, vida, pastor, puerta, luz, etc. Pero inmediatamente añade: “Mi reino no es de este mundo”. La realeza de Jesús consiste en servir y dar la vida. Se manifiesta abiertamente en la cruz, que es al mismo tiempo cadalso y trono. Muriendo por todos los seres humanos, manifiesta su verdadero señorío. 

Él, que ha sido el “alfa” de todo (principio y origen), será también el “omega” de todo (final y consumación). Esta convicción nos permite contemplar la historia con esperanza. Vivimos tiempos en los que los temores de una guerra a escala mundial nos ponen el alma en vilo. No son tiempos para el optimismo, pero deben serlo para la esperanza. La fiesta de hoy nos recuerda que, por extraño que resulte, a Dios no se le escapa la historia de las manos.


La terminal 5 de Heathrow es un hormiguero de gente que va y viene. Ya hay una sobria decoración navideña, aunque todavía no hemos comenzado el Adviento. Los de seguridad me han sometido a un control exhaustivo. Se ve que les parecía un tipo sospechoso. Es la parte más odiosa de los viajes. Uno se siente como “cordero llevado al matadero”. Todo sea en aras de una seguridad que nunca es absoluta. Me temo que mi vuelo se retrase mucho más de lo razonable. Intuyo que me aguarda un domingo de paciencia. 

viernes, 22 de noviembre de 2024

Al pie del cañón


Desde ayer por la tarde me encuentro en
Addlestone, un pueblo de menos de 20.000 habitantes situado a 30 kilómetros al suroeste de Londres, en el condado de Surrey. Aquí tienen las Religiosas Hospitalarias una residencia llamada St. Augustine. Durante un par de días tendré un encuentro con todas las hermanas de esta congregación que viven en el Reino Unido. La mayoría son españolas que llevan en este país toda su vida. Aunque no han perdido su lengua materna, se manejan a diario en inglés. Su dedicación fundamental, dentro del carisma hospitalario, es la atención a los ancianos. 

Ayer celebraron el 25 aniversario de la canonización de su fundador, el hospitalario san Benito Menni, nacido en Milán (1841) y muerto en la Bretaña francesa (1914). Sus restos descansan en Ciempozuelos (Madrid), en el Complejo Asistencial Benito Menni, el primer centro que fundó de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús.


Aunque seguimos con frío (en torno a 2-3 grados), hoy ha salido un poco el sol. Dentro de casa se está muy bien. Podemos trabajar con tranquilidad. Viendo a este grupo de 28 hermanas, cuya media de edad supera los 75 años, me pregunto por el futuro de la vida consagrada europea en las próximas décadas. Es evidente que va a experimentar un vuelco histórico. Las vocaciones que nacieron en el boom demográfico de los años 40-60 del siglo pasado irán despareciendo. Apenas hay personas que continúen su camino. 

La vida consagrada no podrá seguir asumiendo grandes estructuras en el campo educativo, sanitario, social y pastoral. Será probablemente un poco de levadura en la masa de la sociedad y de la Iglesia. Acentuará mucho más sus rasgos simbólicos y proféticos. Para ello, no es imprescindible que muchos cristianos abracen este estilo de vida, pero quienes lo hagan tendrán que creer en la fuerza del ser por encima del hacer, lo que no es fácil en una sociedad productivista como la nuestra.


Estas hermanas hospitalarias de Inglaterra centran su misión en el cuidado de las personas ancianas. Ellas mismas son ancianas. No podrían realizar su tarea sin la ayuda de numerosos empleados y colaboradores con quienes comparten la atención a quienes sus familias no pueden o no quieren cuidar. Es hermoso comprobar que estos hombres y mujeres ancianos tienen a alguien cerca que los escucha, se preocupa de ellos, hace de intermediario con sus familias y los acompaña en el momento definitivo de la muerte. Me parece que las hermanas tienen el don de hacer de esta residencia un hogar. No se preocupan solo de prodigar cuidados asistenciales, sino, sobre todo, de humanizar una etapa de la vida que corre el riesgo de ser arrinconada. 

Cuando ellas no puedan llevar a cabo su misión, ¿habrá laicos cristianos que la asuman con entusiasmo? Empresarios de residencias geriátricas hay muchos. Todos saben que en una sociedad tan envejecida como la europea este es un negocio boyante. Pero ¿quién pondrá alma, relación personal y paciencia para que el cuidado de los ancianos no se reduzca a un mero negocio lucrativo? Son preguntas que me vienen a la mente mientras doy gracias a Dios por la vida de estas hermanas que con 70, 80 y 90 años siguen al pie del cañón.

jueves, 21 de noviembre de 2024

Bajo un cielo encapotado


Después de tres días en Buckden Towers, estoy de nuevo en Londres. El cielo está británicamente encapotado. El termómetro sufre para subir de 0 grados. Buckden Towers, antes conocido como Buckden Palace, es una casa fortificada medieval y un palacio episcopal en Buckden, Cambridgeshire, Inglaterra. Actualmente es un centro de espiritualidad perteneciente a los misioneros claretianos. Confieso que me siento muy a gusto entre los muros de ese castillo que parece sacado de un cuento. Disfruto con el parque que lo rodea y con los enormes árboles centenarios, catalogados como históricos, que se alzan majestuosos sobre un césped verdísimo y bien segado. 

A pesar del frío exterior, dentro se estaba bien. El suelo enmoquetado, la calefacción y un té recurrente ayudaban a crear el clima necesario para trabajar a gusto con mis hermanos del Reino Unidos, entre los cuales hay ingleses, irlandeses, indios, polacos y nigerianos. Su carácter multicultural refleja muy bien la multiculturalidad de la Iglesia católica actualmente en el Reino Unido. Lo he vuelto a comprobar esta mañana cuando he celebrado la eucaristía matutina en nuestra parroquia de Hayes. Entre los numerosos fieles, la mayoría eran asiáticos (sobre todo, indios del estado de Goa) y africanos. Se veían pocos blancos con apariencia de ingleses.


Es inevitable no acordarse de las palabras de Jesús: “Vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios” (Lc 13,29). Si los europeos nos olvidamos de nuestra identidad cristiana, si no disfrutamos celebrando juntos la fe, otros hermanos y hermanas de África, América y Asia acudirán a nuestras iglesias antes de que sean vendidas como teatros o restaurantes de moda. Los más sencillos tienen que enseñarnos el “arte de creer” a quienes nos consideramos inteligentes, desarrollados y autónomos. 

Es verdad que también entre los europeos hay jóvenes, adultos y ancianos que están viviendo su fe con profundidad y alegría, pero esa vivencia tiene una proyección cultural muy limitada. En muchos casos se trata de una experiencia reducida al ámbito de la conciencia individual, con muy escasa incidencia comunitaria. Pensaba estas cosas el domingo pasado cuando, haciendo un alto en mi exploración del centro de Londres, recalé en la abadía anglicana de Westminster para el canto de vísperas. Afuera llovía suavemente. Dentro había un nutrido grupo de fieles (sospecho que algunos eran turistas travestidos de orantes) que, como yo, parecían extasiados ante la belleza de la iglesia gótica y de los cantos polifónicos. 


El predicador de turno leyó su breve sermón desde el púlpito, como se hacía en la iglesia de mi pueblo cuando yo era niño. Yo lo veía desde el brazo izquierdo del crucero. Glosando la parábola de Jesús que habla del trigo y la cizaña, se refirió a la dimisión del primado Welbey por haber manejado mal algunos casos de abuso sexual en el seno de la Iglesia anglicana. Insistía en que en todos nosotros conviven el bien y el mal. 

Al cabo de casi una hora, todos salimos más serenos, como si, en medio del vértigo de Londres, las vísperas nos hubieran recordado quiénes somos, qué es lo importante en la vida. Cada vez creo más en el poder que la liturgia tiene para ayudarnos a creer en el seno de las sociedades secularizadas. La belleza de la liturgia nos libra del intelectualismo y del moralismo, dos enfermedades que reducen la fe a mera creencia o a voluntarismo ético. La experiencia de Dios es mucho más. Comienza con el asombro adorante ante el Misterio. Sin él, es imposible ir más lejos.


Por la ventana de mi cuarto en Hayes veo las hojas amarillas que el viento ha ido arrojando al suelo. Estoy casi pegado al radiador. Fuera sigue haciendo mucho frío. Aunque estemos en otoño, los síntomas son de invierno avanzado. Esta tarde comenzaré una nueva aventura con las Religiosas Hospitalarias a pocas millas de nuestra comunidad claretiana. Ellas me ayudarán a ver la realidad desde la periferia de las personas que sufren. Su carisma las pone en contacto con los bordes de una sociedad que, aunque acomodada, acoge en su seno a muchas personas con problemas económicos, afectivos y sanitarios. La soledad está siendo una de las enfermedades más preocupantes en el Reino Unido, sobre todo entre las personas ancianas. Por eso, estas religiosas han concentrado su misión en acompañarlas de cerca.




domingo, 17 de noviembre de 2024

También en Londres se oscurece el sol


Llegué a Londres ayer a primera hora después de un vuelo sereno  desde Madrid. La capital británica me recibió como suele hacerlo en otoño: con un cielo encapotado, humedad alta y una temperatura de ocho grados. Los claretianos tenemos una parroquia dedicada al Inmaculado Corazón de María en Hayes. A las doce participé en la eucaristía. Habría como un centenar de personas. Mirando sus rostros, incluyendo el del monaguillo, no era fácil saber si estábamos en el Reino Unido o en India. Después, el párroco me aclaró que la mayoría son inmigrantes procedentes del estado indio de Goa. No es, pues, extraño que sean muy devotos de san Francisco Javier y de san Antonio de Padua. 

Lo que vi en nuestra parroquia de Hayes refleja la evolución de la Iglesia católica en este país multicultural. Cada vez son más los católicos asiáticos y africanos. Antes del Brexit abundaban los polacos y, por supuesto, los de origen irlandés. Es difícil imaginar en qué consiste hoy una Iglesia “inglesa” o “británica”. Los nacidos en este país insisten en la imprescindible inculturación, sin caer en la cuenta de que la cultura local está cambiando a pasos agigantados. Ya no es pura y orgullosamente British, sino una combinación de muchos ingredientes cuyo perfil es difícil de dibujar.


En cuanto acabe de teclear esta entrada, viajaré al centro de Londres para revivir la magia de una ciudad que, mucho antes de visitarla por primera vez en 1988, ya la conocía a través de la literatura, el cine y las clases de inglés en los años del bachillerato. Londres hay que patearla con un poco de niebla y un paraguas en la mano para que se parezca algo a la ciudad pintada por Charles Dickens, Oscar Wilde o sir Arthur Conan Doyle. Creo que hoy domingo se dan ambas condiciones. 

Quiero comprobar si el post-Brexit está cambiando el paisanaje urbano. Durante el paseo por las inmediaciones de Buckingham Palace me acordaré de que el Evangelio de este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, penúltimo del año litúrgico, nos habla de los tiempos finales. Cuando Marcos escribe a los cristianos de aquel tiempo, probablemente Tito ya había destruido el templo de Jerusalén. Se estaban viviendo momentos turbulentos. El miedo se había apoderado de muchos. Marcos se vio obligado a animar a los creyentes para que no perdieran la esperanza. Actualizó palabras de Jesús que ayudaban a dar sentido a lo que estaba sucediendo. 


Hoy no estamos en una situación muy distinta. El fin del mundo está ocurriendo continuamente. Siempre se producen acontecimientos que parecen indicar que el mundo -nuestro mundo- se desmorona, el mundo que nos daba seguridad. Por otra parte, siempre mueren personas que llegan al final de su paso por esta tierra. Para ellas, el final se anticipa en el momento de su muerte. Cada generación interpreta a su manera los “signos” que anuncian ese final. No conozco ningún período histórico que no haya sido difícil para quienes vivieron en él. Tampoco ha existido ninguno en el que no pudieran percibirse signos de renacimiento. La interpretación de lo que sucede no depende tanto de los hechos en sí mismos, cuanto de la manera de situarnos ante ellos. 

Jesús nos invita a situarnos desde la fe, a “escuchar” atentamente lo que Dios quiere decirnos a través de los progresos y los retrocesos, los logros y las catástrofes; en definitiva, a través de “los signos de los tiempos”. Si sabemos interpretar la llegada inminente del verano cuando vemos las ramas y hojas tiernas de los árboles, ¿por qué nos cuesta tanto interpretar lo que sucede en la historia? Quizá la razón última se esconde en este dicho del mismo Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Todo es mudable y efímero, excepto la palabra de Dios revelada por Jesús. Quien vive de la Palabra vive ya en el presente el final de la historia, se aferra a lo que da vida, a lo que nunca pasa.


Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres. El lema de este año es La oración del pobre sube hasta Dios. Al papa Francisco no le gusta hablar de pobreza, sino de pobres; es decir, de seres humanos con rostro y nombre. Cuando nos negamos a mirarlos, estamos volviendo la espalda a Dios. 

martes, 12 de noviembre de 2024

Sobrios, justos y piadosos


He pasado la mañana de este martes en El Escorial con un grupo de unos 50 directivos y responsables de pastoral de los doce colegios que las Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza tienen en España. Hemos reflexionado juntos sobre las cinco prioridades que se han propuesto para este sexenio. Son concretas. Conectan con las necesidades que se perciben en el campo educativo. Aunque no he estado mucho tiempo con el grupo, enseguida he percibido que hay buen ambiente entre ellos. Se conocen, saben lo que quieren, buscan hacerlo mejor. Miles de alumnos y sus familias se beneficiarán de esta misión compartida. 

Procesos parecidos están siguiendo otras congregaciones que trabajan en el campo de la enseñanza. Son afluentes que vierten sus aguas en el gran río de Evangelio que sanea el lago social. Es verdad que hay muchas personas corruptas, violentas e insolidarias en nuestro mundo, pero siempre es más poderoso el bien que hacen quienes buscan lo mejor del ser humano. A propósito de la DANA que hace dos semanas golpeó el Levante, he leído varios artículos en los que se reconocía que la llamada “generación de cristal” (frágil, caprichosa y pasiva) se está demostrando como una “generación de hierro" (resistente, comprometida y solidaria). A veces tiene que llegar una crisis para medir nuestra consistencia interior y nuestra capacidad de reacción y resistencia.


Como son muchos los factores que nos impulsan al desánimo, tenemos que ayudarnos unos a otros a descubrir puntos de luz, motivos para seguir confiando en la gente, razones para hacer bien nuestro trabajo y entregarnos a las personas Podríamos abandonarnos al pesimismo o dedicar nuestro tiempo a quejarnos de lo mal que va el mundo, pero eso no arregla nada y acaba debilitándonos. 

Los grandes hombres y mujeres no son quienes hacen obras vistosas, sino quienes mantienen el ritmo en la batalla diaria, quienes -como nos recuerda el Evangelio de hoy- hacen “lo que tienen que hacer”, sin exigir una paga, conscientes de que servir es nuestra misión en la vida. Ese “hacer bien lo que tenemos que hacer” es una forma resumida de aprender a estar en lo que debemos estar (“estar presentes” se dice ahora en la jerga psicológica), de creer que nuestro trabajo bien hecho puede contribuir a mejorar la vida de las personas, de apostar por la gratitud como actitud vital y no por la permanente indignación.


Hay algo en la primera lectura de la carta a Tito que también me ha resultado luminoso cuando celebraba esta mañana la Eucaristía a las 7,45 con el grupo de directivos. Se nos invita a llevar una vida sobria, justa y piadosa. Los tres adjetivos califican muy bien las tres principales relaciones de toda ser humano: sobrios (en relación con las cosas), superando los hábitos consumistas que nos esclavizan; justos (en relación con las personas), desarrollando actitudes de respeto y compasión; piadosos (en relación con Dios), cultivando una vida de oración sencilla y confiada. Las cosas más esenciales son también las más sencillas.

lunes, 11 de noviembre de 2024

A largo plazo


Dentro de unos minutos salgo para el aeropuerto. Termina así mi intensa y hermosa semana romana. Ayer participé en el Ángelus en una abarrotada plaza de san Pedro. Hacía una mañana serena. El Papa dijo algo que me resultó chocante, casi divertido. Hablando de los escribas, afirmó que “miraban a los demás «desde arriba» (esto es muy feo, mirar al otro desde arriba)”. Después de esa frase, esperaba que bromease con su propia situación porque él también estaba hablando “desde arriba” (ex finestra) a una multitud reunida “abajo”, en la plaza. Sin embargo, no hizo ninguno de sus habituales comentarios jocosos. 

Acabado el rezo, abriéndome paso entre una marea de gente, me encontré con un amigo con el que compartí el paseo, la comida y la conversación por las callejuelas del Trastevere también abarrotadas de romanos y turistas. A pesar de que las obras dificultan moverse por Roma, muchos quisieron aprovechar un domingo apacible para echarse a la calle, romper la monotonía de la semana laboral y disfrutar del suave sol del otoño.


El Papa volvió a referirse a la DANA que asoló la Comunidad Valenciana. Pasan los días y siguen las consecuencias de la tragedia. Todos concuerdan en que lo mejor está siendo la ola de solidaridad, pero también llegará el cansancio a los voluntarios que con tanto entusiasmo se han echado a la calle. Los medios de comunicación no podrán mantener el foco demasiado tiempo para huir del hartazgo informativo. No es fácil distinguir entre el derecho a una información veraz y el aprovechamiento mediático de una situación que tiene algunas aristas morbosas. Es hora de imaginar soluciones a largo plazo que eviten consecuencias tan desastrosas como las que ahora estamos padeciendo. Lo que se invierta hoy se ahorrará mañana. 

Necesitamos políticos con visión que no se limiten a gestionar el presente y a paliar los daños actuales. Los millones de euros conseguirán reconstruir la zona, pero ¿cómo se reconstruye un corazón destrozado? ¿Qué tipo de apoyo psicológico y espiritual se puede donar a las personas que se han visto sometidas en pocas horas a cambios sustanciales en sus vidas? Aquí las comunidades cristianas pueden poner en marcha una tarea de acompañamiento a largo plazo que no deje a nadie sin el apoyo que necesita. Este es un desafío que no puede quedar desatendido.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Roma, città aperta


En Roma el otoño es hermoso. Para ajar un poco su belleza, el centro histórico es un “cantiere aperto”. Dicho en plata: todo está en obras en vistas del Jubileo que se aproxima. Tras los años de escasez de la pandemia, los turistas han vuelto en masa. Tuve que esperar casi una hora para entrar en la basílica de san Pedro, orar ante la tumba del apóstol, contemplar una reproducción de la Piedad de Miguel Ángel (la auténtica está cubierta por renovación del vidrio protector) y admirar el baldaquino de Bernini recién restaurado. 

También el Trastevere era un hervidero de gente al caer la tarde. Roma nunca ha dejado de estar de moda, pero ahora se percibe una especie de intensidad pospandémica que hace un poco antipática la ciudad. En los autobuses puedes pagar con tarjeta de crédito. Ya no hay excusa para colarse. Necesitaba un baño de gente después de cinco días en la curia general de los claretianos animando un taller de liderazgo con los miembros del gobierno general y su equipo de colaboradores. Tras el trabajo intenso de lunes a viernes, el fin de semana marca otro ritmo más sosegado e itinerante. Por muchas obras que haya, Roma siempre es la misma. Es la magia (y el peso) de las ciudades antiguas.


El evangelio del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario admite muchas lecturas. Me decanto por una cultural. Hoy, particularmente en Europa, vivimos una situación de gran fragilidad. Me fijo, sobre todo, en muchas comunidades cristianas y de vida consagrada. La mayoría de sus componentes son personas ancianas y vulnerables. Imaginan un futuro sombrío. Son, en cierto sentido, como la viuda de Sarepta (primera lectura) o como la viuda que echa una monedita en la alcancía del templo de Jerusalén (evangelio). Lo que de verdad cuenta es que, a pesar de su pobreza y vulnerabilidad, no pierden los dos elementos esenciales para hacer de la vida humana una existencia digna de ser vivida: la confianza en Dios y el amor a las personas. 

Ayer, cuando entré en la basílica de san Pedro, estaba predicando un sacerdote italiano perteneciente al movimiento Monastero WiFi. No había oído hablar de esta realidad eclesial. El predicador tronaba contra la moda actual de buscar siempre el bienestar, poner el acento en la autoestima y potenciar nuestras posibilidades. Recordó la frase de san Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). Solo en nuestra debilidad abrimos una rendija a la gracia de Dios. Cuando queremos llevar siempre el control de todo, Dios nos dice: “Te basta mi gracia” (2 Cor 12,9).


Quizá necesitamos ver la fragilidad actual como un don de Dios, como una hermosa expresión de la pedagogía divina para aprender a confiar en su amor y no poner tanto el acento en nuestros logros. Quizá necesitamos una espiritualidad como la de la viuda de Sarepta o la de Jerusalén. En medio de nuestras pobrezas, no podemos abandonarnos a sentimientos de derrota o desesperanza. Si somos capaces de seguir confiando en Dios y de ser generosos sin pensar demasiado en nuestra subsistencia, “la orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”. 

Lo que nosotros consideramos una etapa débil puede ser la antesala de otra de mayor fecundidad. Pero las cosas no se producen automáticamente. Creer que nos basta con la gracia de Dios es el mejor signo de una madurez espiritual que se acrisola en tiempos de crisis y decrecimiento. No siempre lo percibimos así y -lo que es peor- no siempre queremos hacerlo. Pero es la dirección que nos lleva al futuro.



sábado, 2 de noviembre de 2024

Recuerdo y consuelo


Hacía tiempo que no escribía desde un aeropuerto. Lo hago hoy, antes de volar a Roma. Aquí, en Barajas, el cielo está nublado. La temperatura es suave, de otoño benigno. Los periódicos siguen dedicando grandes titulares a los efectos de la DANA que asoló la Comunidad Valenciana y otros lugares. Al estupor inicial se añade ahora la indignación por los retrasos en los avisos de emergencia y en las ayudas oficiales. Las necesidades son tantas que toda ayuda es poca. La respuesta de los voluntarios ha sido generosa en extremo, aunque un punto caótica, como es normal en estas circunstancias. Parece que el ejército se va a unir a las tareas de búsqueda de desaparecidos, limpieza y reconstrucción con todos sus efectivos humanos y sus recursos materiales. Me cuesta entender por qué no la ha hecho antes. 

La burocracia, que en tiempos de bonanza puede tener su sentido, pasa a un segundo plano en caso de emergencia. Ahora se requieren respuestas rápidas, coordinadas y eficaces. Ayer, mientras regresaba a Madrid en coche, fui oyendo en la radio testimonios estremecedores de personas que están padeciendo este desastre. Sus palabras me resultaban más fuertes que las imágenes que ofrecían las televisiones.


Algunos hablan de que podemos alcanzar la cifra de 400 muertos; o sea, el doble de los encontrados hasta ahora. Precisamente hoy celebramos en la Iglesia la conmemoración de los fieles difuntos. Recordamos a todos los que han muerto a lo largo de la historia y pedimos por su eterno descanso. No sé cómo resuenan estas cosas en las mentes de los más jóvenes. Algunos me han dicho que a ellos no les gusta visitar los cementerios. Entiendo este desapego de la muerte cuando uno está viviendo el estallido de la vida. También yo viví algo semejante cuando era joven. 

Y, sin embargo, pocas experiencias pueden ser más pacificadores que una visita a las tumbas de quienes nos han precedido. Yo lo hice ayer en el cementerio de mi pueblo natal. El suelo estaba cubierto por una pelusilla verde, fruto de las recientes lluvias. Las tumbas tenían muchas flores de diverso tipo. Todo estaba rodeado por los montes pardos y verdes y por un cielo claro. En las pocas horas que pasé en mi pueblo fui tres veces al cementerio: a primera hora de la mañana, a mediodía y por la tarde. Recorrí las tumbas de mis muchos parientes enterrados en este recinto inaugurado en 1903. Me detuve mucho más tiempo frente a la que contiene los restos de mis padres.


No sé explicar bien los sentimientos que me embargaron, pero tienen que ver con la serenidad, la esperanza y una alegría íntima. Creo en el poder de Dios. El mismo que ha creado la vida natural nos tiene destinados a la vida eterna. Nuestro paso fugaz por este mundo no es lo más importante que nos puede suceder. Es solo un entrenamiento para la vida plena junto a Dios. Como dice bellamente uno de los prefacios de difuntos, “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma; y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. 

Es hermoso acoger esta promesa mientras uno contempla las lápidas llenas de nombres y de fechas y recuerda las vidas de las personas que están a anudadas a nuestro querer. Somos eslabones de una larga cadena. Hacer memoria agradecida de nuestros antepasados es la mejor forma de dar sentido al presente, sin sucumbir a su tiranía. Y también de esperar en un futuro que no es solo resultado de nuestros esfuerzos (futurum), sino evento que nos llega como don (adventus).