domingo, 3 de abril de 2022

Quiero confesarme con Jesús

Hay muchos cristianos que no se confiesan. O que lo hacen de Pascuas a Ramos. Los motivos son varios: falta de fe en el sacramento de la Reconciliación, escasa credibilidad de los ministros que lo imparten, desidia, vergüenza, dificultades prácticas, etc. La crisis no se resuelve insistiendo en el viejo mandamiento de la Iglesia: “Confesar los pecados mortales, al menos una vez al año, y en peligro de muerte y si se ha de comulgar”. Muchos, sobre todo en el pasado, han tenido experiencias negativas que los han marcado para siempre. En vez de sentirse acogidos y perdonados, se sintieron vejados y excluidos. Resulta difícil curar la herida. Es triste comprobar que, para muchas personas, un sacramento concebido como bálsamo para el duro camino de la vida se haya transformado, por una mala comprensión y una peor práctica, en un tormento. 

Encontramos luz en el Evangelio de este V Domingo de Cuaresma, que narra el encuentro de Jesús con la mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8,1-11). Esta pequeña joya, probablemente incrustada en el evangelio de Juan, nos ha enseñado a distinguir entre la condena del pecado y la aceptación del pecador. A nosotros nos cuesta. Jesús lo resuelve con una frase insuperable: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. El relato tiene muchas aristas, pero yo destaco esta porque nos ayuda a iluminar muchas situaciones que estamos viviendo hoy.

Si yo fuera una persona que desde hace mucho tiempo no me acerco al sacramento de la Penitencia, quisiera encontrarme con un confesor como Jesús. No me gustaría que un sacerdote me pusiera la mano sobre el hombro y me dijera en tono campechano: “Tranquilo, hombre, que aquí no ha pasado nada”. Eso significaría que no se ha hecho cargo del desorden que todo pecado produce. ¡Claro que ha pasado algo! El pecado nos va corroyendo inadvertidamente y emponzoña las relaciones sociales. Quitarle importancia es el peor modo de vencerlo. 

Me gustaría que me mirase a los ojos y viera en mí a una persona herida, pero, sobre todo, que viera el futuro que se abre por delante. En definitiva, me gustaría que me dijera lo que Jesús le dijo a la mujer adúltera: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. De esta manera, me haría ver con claridad que la libertad y la alegría consisten en no regresar a los errores del pasado, pero, al mismo tiempo, me transmitiría la aceptación incondicional de Dios. De esta forma, podría sentirme frágil y vulnerable sin sentirme humillado. Tendría la humildad suficiente para poner nombre a lo que me pasa, pero no sentado en el banquillo de los acusados, sino de pie, dejándome mirar por Jesús y mirándolo con serenidad.

En la vida social y eclesial nos cuesta separar la condena del pecado y el perdón del pecador. A menudo, para condenar una obra mal hecha escogemos el peor camino posible: desacreditar a su autor y negarle toda posibilidad de renovación. Sucede en el terreno de la política, pero también en la vida de la Iglesia. Los ejemplos se multiplican. Para combatir la plaga de la pederastia o de la corrupción, por ejemplo, no dudamos en fusilar a los acusados, negándoles toda posibilidad de redención, como si esta furia inquisitorial pudiera reparar el mal cometido. Es como si quisiéramos lavar nuestra mala conciencia cargando el peso de la culpa sobre algunas personas. 

Siempre me han impresionado las palabras del rey David cuando, ante la encrucijada de tener que escoger un castigo por haber hecho el censo del pueblo, exclamó: “Es una decisión difícil, pero es mejor caer en las manos del Señor, porque grande es su misericordia, que en manos de los hombres” (2 Sam 24,14). Caer en manos de Dios significa ser perdonados sin condiciones y ser fortalecidos para empezar un futuro distinto. Solo Dios puede perdonar así. Los seres humanos seguimos siendo aprendices. Por eso, yo prefiero caer siempre en las manos de Dios. O, dicho con el lenguaje sacramental, prefiero confesarme con Jesús. La proximidad de la Pascua es una oportunidad única para hacerlo. Os invito a aprovecharla. Feliz domingo.


1 comentario:

  1. La confesión es un sacramento en declive y por diversos motivos. Uno de ellos, aparte de las experiencias negativas que se hayan vivido es la infravaloración actual de la vida espiritual. En muchas parroquias han desaparecido los confesores y en otras hay que pedir hora y eso lo dificulta. Otra dificultad añadida, es que, oficialmente, no hay conciliación con el horario laboral…
    Dices que tendría que ser “un sacramento concebido como bálsamo para el duro camino de la vida” y demasiadas veces se vive como un castigo.
    Supongo que somos muchos los que nos gustaría encontrar un “confesor” como Jesús… Cuando uno se siente comprendido y aceptado, eso solo le da fuerza para seguir adelante y comprometerse con “el cambio” que ha descubierto para emprender un nuevo camino.
    Yo también prefiero confesarme con Jesús, teniendo claro que, de momento, no hay otra forma que un encuentro personal, con el confesor. ¡Muchas veces, qué difícil resulta, encontrar a Jesús, en quién te acoge en el sacramento!
    Gracias por invitarnos a aprovechar la proximidad de la Pascua para “confesarnos con Jesús”.

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