viernes, 20 de julio de 2018

No quiero cambiar el mundo

No sé si el mundo está hoy mejor que hace 50 años. Lo único que sé es que no pretendo cambiarlo. Puede sonar extraño en boca de un misionero que se supone que ha consagrado su vida al Reino de Dios. Conviene que me explique. Hace tiempo que me he vuelto muy escéptico con respecto a la eficacia de los mesianismos que cíclicamente salen al mercado. Ni Barack Obama consiguió cambiar Estados Unidos ni el papa Francisco va a cambiar la Iglesia. Y no digamos nada de todos los dictadores o guerrilleros que han querido mejorar este mundo a golpe de fusil o de juicios sumarísimos. Es cierto que Google ha modificado nuestros hábitos y que la ingeniería genética puede acabar con algunas enfermedades, pero eso no equivale a “cambiar el mundo” en el sentido de hacer un “mundo nuevo”, completamente libre de virus dañinos como la injusticia, la corrupción o la mentira. Los verdaderos transformadores han sido siempre más humildes. Conscientes de que la realidad nos supera, se han limitado a aceptarla y a dar algunos pasos en la línea de la verdad, la bondad y la belleza, sin pretender erigirse en creadores. Por el contrario, todos los mesianismos (científicos, políticos, económicos y hasta religiosos) han sometido al ser humano a distorsiones inaguantables porque han querido arrogarse las facultadades de Dios como si fueran señores de la vida y de la muerte. Por eso, todos tienen fecha de caducidad. No hay nada inhumano que dure eternamente.

Me sorprendo de la ingenuidad y candidez con la que muchos ciudadanos siguen votando a algunos políticos que prometen el oro y el moro cuando la historia nos ha demostrado que casi todo se queda en buenas palabras, cuando no en abiertas contradicciones. Recelo de los que quieren cambiar el mundo, pero no son capaces de hacer su cama cada mañana. Se me hacen insufribles algunas expresiones tópicas como “otro mundo es posible”, “piensa en verde” o “bienvenidos, refugiados”. No es que no contengan su parte de verdad. Es que se convierten en etiquetas vacías de compromisos. El buenismo va a acabar matando la poca capacidad de lucha y resistencia que todavía nos queda.

Esta entrada de hoy no es fruto de una noche de insomnio o de un inoportuno dolor de estómago. Es solo una reacción –un poco visceral si se quiere– al hartazgo que me produce el discurso que vende como posible la creación del paraíso en la tierra. Cada vez que alguien promete algo semejante ya sé que me está mintiendo y que su propuesta es la antesala de un régimen tiránico e inhumano. Quien no acepta los límites de nuestro mundo y de los seres que lo poblamos no está en condiciones de propiciar el más mínimo cambio positivo. Cada vez me fío más de las personas que no prometen nada y luego hacen algo que de las que prometen mucho y luego no hacen nada. En este clima de sereno escepticismo, hago mía la célebre plegaria de la serenidad del teólogo protestante Reinhold Niebuhr: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia”. El texto completo continúa así: “Viviendo día a día; / disfrutando de cada momento; / sobrellevando las privaciones como un camino hacia la paz; / aceptando este mundo impuro tal cual es / y no como yo creo que debería ser, / tal y como hizo Jesús en la tierra: / así, confiando en que obrarás siempre el bien; / así, entregándome a Tu voluntad, / podré ser razonablemente feliz en esta vida / y alcanzar la felicidad suprema a Tu lado en la próxima. Amén”. ¿Espiritualismo puro y duro? No, mística de los ojos abiertos.

Hace años que un viejo misionero, ya fallecido, me dijo una frase que no he olvidado: “Procura ser tú mismo y hacer el bien, pero no olvides que para salvar el mundo Dios envió a su Hijo”. Creo que estaba aludiendo a un versículo del evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino tenga vida eterna” (Jn 3,16). El consejo del viejo misionero no pretendía mermar mis deseos juveniles de “hacer cosas”, mis ganas de “cambiar el mundo”, sino situar mis sueños en su justo horizonte. Quería prevenirme contra la megalomanía juvenil de quien cree que con él comienza el futuro. Si el modo de “cambiar el mundo” de Jesús consistió en morir por amor, en aceptar ser víctima de un mundo injusto (¿hay algún reformador sensato que entienda esto?), no cabe imaginar atajos que pretendan cambiarlo a base de ensayos clínicos, reformas políticas o movimientos revolucionarios.

¡Por Dios, no estoy en contra de los avances de la ciencia y de la técnica o de los esfuerzos de los líderes sociales y religiosos por combatir las injusticias y propiciar la equidad social! Me limito a aceptarlos como mejoras siempre parciales y provisionales, pero sin esperar de ellos el cielo en la tierra y sin exigirles algo que no pueden dar porque excede con mucho sus posibilidades. Solo una valiente aceptación de nuestra finitud y una humilde apertura a la misteriosa acción de Dios en la historia pueden darnos la autenticidad necesaria para realizar aquellos gestos de amor que sí son expresión del mundo nuevo inaugurado con la muerte y resurrección de Jesús. Pero estos gestos se parecen al grano enterrado en tierra cuya eficacia se va desplegando poco a poco, no a la foto de un político junto a un barco cargado de inmigrantes o a la campaña mediática de una multinacional.

Supongo que  no es necesario explicar a los lectores habituales del Rincón que a veces solo la ironía permite acercarse a lo que uno quiere decir sin necesidad de explicar todo con detalle. Lo digo en previsión de algunas reacciones del estilo de: “He aquí el típico discurso burgués que acepta como bueno el orden establecido” y cosas semejantes. No quiero cambiar el mundo, pero he hecho de mi vida una apuesta por un mundo según quiere Dios. ¿Cómo se come esto?

1 comentario:

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