martes, 17 de julio de 2018

Nice to meet you

Tranquilos, no voy a escribir la entrada de hoy en inglés. Me he permitido solo escribir las cuatro palabras del título en la lengua de Shakespeare porque constituyen el saludo típico cuando uno se encuentra con una persona desconocida cuya lengua ignoramos. He tenido que repetirlo muchas veces durante los dos meses transcurridos en Sri Lanka y la India. En España solemos decir: Encantado de conocerle (o simplemente “encantado”). Aquí en Brasil, una de las posibles respuestas es: Prazer em conhecê-lo. En realidad, no estamos seguros de que cada saludo constituya una fuente de encanto o de placer, pero es la contestación educada que hemos aprendido desde niños. ¿Qué sucede cuando alguien nos presenta a una persona por vez primera? Sin que nosotros podamos controlarlo, se ponen en marcha procesos bioquímicos de atracción, rechazo o indiferencia. ¿Por qué, por ejemplo, cuando una persona nos cae bien decimos que “hay química entre nosotros”? Es difícil describir lo que sucede en los primeros segundos de un encuentro. El aspecto físico de la persona, su sonrisa, sus gestos, su tono de voz, su ropa… todo contribuye a que en poquísimo tiempo nuestro cerebro elabore todos esos datos y emita un veredicto: “Esta persona me cae bien, es de fiar”, “Esta persona me da mala espina, noto algo raro en ella”, “Esta persona me atrae”“Me da la impresión de que nos hemos conocido toda la vida”… Podemos equivocarnos, pero, en contra de lo que suele decirse, la primera impresión suele ser muy certera. Cada vez lo veo con más claridad. La autenticidad tiene sus códigos no verbales y la hipocresía también.

Cuando conocemos a alguien por primera vez sucede un pequeño milagro. Es como si en poco tiempo concentráramos toda nuestra historia y se la regalásemos a la otra persona mediante una mirada, un apretón de manos, un beso, un abrazo o un silencio elocuente. Por lo general, a las mujeres les gusta conocer los detalles de esa historia sucinta. Necesitan elaborar una ficha lo más completa posible de su interlocutor. Lo comprobé, una vez más, en mi viaje de Roma a São Paulo hace un par de días. De no haber sido porque me puse a leer una novela de romanos, la señora de al lado (una italiana entrada en años) me hubiera sometido a un interrogatorio que ni el KGB en sus mejores tiempos lo habría hecho mejor. Quería saber todo. O casi todo. Yo empecé siendo educado. Respondí a sus preguntas de manera breve y precisa. Cuando empecé a sentirme incómodo con tanta curiosidad, acabé cortando casi en seco. Reconozco que a veces puedo resultar muy borde cuando alguien traspasa los límites. No me gusta compartir mi intimidad con una persona desconocida. Los hombres no solemos dar demasiada importancia al pasado. Nos concentramos en el momento presente. No nos importa demasiado lo que sucedió sino lo que está sucediendo. Prescindimos de detalles y nos centramos en lo esencial. O tal vez eso es lo que creemos, pero no es lo que sucede en realidad.

¿Cómo puedo explicar en pocos minutos lo que viví de niño, la curiosidad que sentía al contemplar las estrellas en las noches de verano, la suave emoción cuando mi padre me contaba cuentos antes de dormirme, el desgarro interior cada vez que tenía que despedirme de mi familia para ir al colegio interno, la atracción que me producían las coletas de Isabel, la primera niña de la que me enamoré…? ¿Cómo resumir lo que pienso de mí mismo, de mi familia, de mi historia, de mis amigos, del mundo, de Dios? ¿Cómo condensar en una mirada o una palabra los millones de fotogramas que constituyen la película de mi vida? Es inútil querer abarcar la vida entera. Dicen que eso sucede momentos antes de la muerte. Pero, en realidad, el único que puede abarcarla es Dios. Nosotros nos limitamos a coleccionar fragmentos más o menos seleccionados. En consecuencia, ¿cómo hacer ver a la otra persona que no es necesario contarlo todo, que no hace falta destripar el misterio, para asegurar un verdadero encuentro? Admiro a las personas que tienen la capacidad de descalzarse antes de entrar en el santuario de otro ser humano.

En ausencia de palabras, nuestro rostro es el mejor resumen de nuestra vida. En él hemos ido registrando alegrías, perplejidades, tristezas, dolores y angustias. Si alguien aprende a leer el rostro de una persona, no necesita que le cuenten muchas historias. Ni siquiera siente excesiva curiosidad. No hay mejor tarjeta de presentación que nuestro rostro sereno, esquivo, luminoso, opaco, arrugado, limpio, maquillado, fresco, apergaminado, armónico, desigual, hinchado, flácido, mortecino, risueño… Hay rostros que hablan mejor que un discurso; los hay enigmáticos, inexpresivos. Y los hay inquisitoriales, agresivos, como si la persona que los posee estuviera dispuesta a matar en cualquier descuido.

Hoy siento la necesidad de agradecer los cientos –tal vez miles– de rostros que, sin mediar palabra, me han transmitido un mensaje de vida: “Tú existes. Te quiero como eres. No temas. Estoy contigo”. No sé si hay algún rostro humano que pueda ser tan puro y asertivo. Probablemente no. Por eso, cada uno de nosotros, casi sin darnos cuenta, andamos tras las huellas del rostro de Aquel que es el más bello de los hombres. Hacemos nuestras las palabras del salmo 26: “Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”. Intuimos que solo el rostro de Jesús nos afirma en plenitud sin juzgar nuestra mediocridad. Nunca como cuando sentimos sobre nosotros su mirada salvadora, podemos decir con verdad: “Nice to meet you”. Por una vez deja de ser una frase tópica para convertirse en una verdadera  declaración de amor.


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