viernes, 6 de julio de 2018

La amenaza silenciosa

En 2017 se registraron en España más fallecimientos que nacimientos. Si la tendencia se mantiene en los próximos años, España irá perdiendo población de manera significativa y se convertirá en poco tiempo en un país de ancianos. Algo parecido está sucediendo en el resto del continente europeo. En 1900 el 25% de la población mundial estaba en Europa. En 2050 podría no llegar al 7%. Algunos hablan de la bomba demográfica. Es evidente que la población del mundo se concentra, sobre todo, en Asia. China e India juntas representan en torno al 40% de la población mundial actual. Si algo sorprende al viajero occidental que visita la India –sobre todo, las grandes ciudades– es la aglomeración humana. Hay gente por todas partes. Abundan los niños y jóvenes. Las calles, los mercados y las estaciones de tren parecen un hormiguero de miles de personas moviéndose de un sitio para otro. Pareciera que el país no es suficiente para contener a más de 1.300 millones de personas. Sin embargo, uno puede recorrer inmensas extensiones –por ejemplo en el estado de Maharastra– y toparse solo con algunos poblados dispersos. Con todo, el continente que más crecerá proporcionalmente en los próximos años será África. Nigeria puede alcanzar los 400 millones de habitantes hacia 2050. 

Se han hecho todo tipo de reflexiones sobre la evolución demográfica de la humanidad y sobre las posibilidades del planeta Tierra para albergar a unos 11.000 millones de personas hacia finales de este siglo. No soy un experto en la materia. Prefiero, pues, no pronunciarme sobre asuntos que exigen una gran competencia científica. Me concentro solo en el impacto que estos cambios demográficos tendrán en mi pequeño continente. Creo que el envejecimiento europeo es un signo visible de otro envejecimiento menos evidente: el cultural y moral. Se suele argumentar que la principal razón para no tener hijos es la económica. Me hago cargo de lo que esto significa. Criar a un niño en Europa según las exigencias actuales cuesta mucho dinero. Hemos creado infinitas necesidades y nos sentimos obligados a satisfacerlas al precio que sea. Los padres jóvenes saben mucho mejor que yo hasta qué punto esto los coloca a veces “al borde de un ataque de nervios”. Pero, aunque esto sea verdad, hay muchas familias que, en situaciones económicas precarias, siguen creyendo en la fuerza renovadora de la vida. No tienen hijos por falta de responsabilidad –como se suele argumentar desde la confortable Europa– sino, sobre todo, porque consideran que todo ser humano es una bendición, no un problema añadido. 

Si Europa creyera también que la vida es una bendición –como creyó en otros momentos de su historia– invertiría mucho más en promover los nacimientos, ayudaría más a las familias a afrontar los gastos de la educación de los hijos, celebraría la venida de cada nuevo niño como una apuesta de futuro. Entonces recobraría el entusiasmo que parece haber perdido. Solo cuando se deja de soñar en un futuro mejor se renuncia a tener más hijos. Veo una estrecha conexión entre la falta de esperanza que caracteriza al viejo continente y el descenso demográfico. ¿Quién quiere embarcar a un niño en un barco que parece ir a la deriva? 

Quien esto escribe es una persona célibe. Nunca ha tenido que levantarse a media noche para asistir a un niño que llora ni ha tenido que estirar la nómina mensual para pagar el colegio de los hijos. La objeción, pues, es muy fácil: “¿Quién eres tú para hablar de la necesidad de tener más hijos si has renunciado a ello? ¿Qué sabes tú de lo que supone mantener a un hijo, educarlo, acompañarlo, corregirlo y soportarlo? Es muy fácil pontificar desde la “comodidad” de una vida célibe. Baja a la arena de la vida y cambiarás de opinión”. Asumo con humildad y humor estas posibles críticas. Contienen un elemento de verdad. No es fácil hablar de lo que uno no vive en carne propia. Pero creo, por otra parte, que la reflexión sobre el futuro de nuestro continente –como sucede con todos los asuntos de interés colectivo– no se restringe solo a quienes tienen o pueden tener hijos, sino a toda la sociedad. Todos estamos involucrados de una u otra manera y a todos nos concierne. Es como si un anciano, por el hecho de no tener hijos en edad escolar, no pudiera pronunciarse sobre asuntos educativos o una persona sana sobre la política sanitaria. Creo que todos los puntos de vista son bienvenidos si parten de datos objetivos y nos ayudan a plantearnos las cosas con rigor y profundidad, teniendo como horizonte el bien común. 

Para mí, más allá de los problemas económicos que supone hoy la educación de los hijos, la pregunta de fondo es esta: Tener un hijo, ¿es una bendición o una carga insoportable? Si uno se inclina por lo segundo (es decir, una carga insoportable), es lógico que no quiera tener hijos. La vida es ya en sí misma demasiado complicada como para añadir una nueva complicación trayendo al mundo a nuevos seres humanos. Por el contrario, si uno cree que cada persona es una bendición, entonces hará todo lo posible por agradecerla y cuidarla. Haciendo esto, apuesta por el futuro, demuestra creer en la fuerza de la vida. Me parece que los creyentes tendríamos que convertirnos en testigos alegres de la cultura de la vida, por más que a veces las tendencias culturales apunten en otra dirección. 

Desde la India, es imposible no acordarse de la famosa frase del poeta hindú Rabindranath Tagore: “Cada vez que nace un niño, nos trae el mensaje de que Dios aún confía en la humanidad”. La suscribo al cien por cien. Pero quizás habría que completarla con esta otra: “Cada vez que nace un niño, no te preguntes quiénes son sus padres. Todos somos responsables”. Cada niño que viene al mundo es un asunto social. Tiene que ver con la vida de todos nosotros. Por eso, es también una responsabilidad social cuidar su alimentación, salud y educación, brindarle posibilidades de crecimiento. El futuro de una sociedad pasa por el cuidado de la infancia. 

Para ello no hay que atiborrar al niño de cosas, sino, sobre todo, darle el cariño que necesita para desarrollar todo su potencial. Dentro lleva la semilla de una vida extraordinaria. Todo ser humano sin ninguna excepción es imagen de Dios. ¿Hay alguna cosa más hermosa que ver cómo crece un niño, cómo se maravilla ante el misterio de la vida, cómo pregunta, cómo ríe, cómo abraza, cómo juega y cómo ora? Sin niños, una sociedad pierde a los “embajadores de Dios”, se vuelve más atea. O quizás porque se ha vuelto atea antes no es capaz de acoger a estos embajadores con sencillez y gratitud. Cada niño, en efecto, es un mensaje de Dios dirigido al mundo, una palabra viva que nos habla de su amor infinito, que nos mantiene abiertos al futuro, que alienta nuestra esperanza. Sin niños, todo se vuelve dramáticamente silencioso, oscuro e insignificante. Uno puede estar más cómodo, pero sin apenas darse cuenta pierde la alegría de vivir. Es verdad que los niños suelen “dar mucha guerra”, pero es la guerra de la vida, siempre preferible a la tranquilidad que prepara la muerte. 

Está claro que el calor de Satna me altera una vez más las neuronas. ¿O será la conversación que ayer mantuve con el obispo de esta diócesis siro-malabar?

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