domingo, 1 de julio de 2018

Hay que molestar más al Maestro

Estaba por titular la entrada de hoy “Dos milagros por el precio de uno”, pero, al final, me he decidido por el título que figura en la cabecera. Más adelante explicaré por qué. Empiezo –como sugería san Ignacio de Loyola– por la “composición de lugar”, por dar las coordenadas de mi situación actual. Tras un paso fugaz por la ciudad de Ballarpur, sede de la diócesis siro-malabar de Chanda, desde ayer por la tarde estoy en Chimur. Empiezo el mes de julio en una pequeña población situada al este del inmenso estado de Maharastra, en el corazón de la India, un estado con algo más de 300.000 kilómetros cuadrados de extensión (exactamente como Italia) y una población que supera los 112 millones de habitantes. La lengua oficial es el maratí. La temperatura en esta época del año ronda los 35 grados. Los insectos vuelan por la noche como un ejécito ordenado para la batalla. Me parece estar en Roma en los peores días del ferragosto. Sudo por todos los poros y de poco sirve darse una ducha. Pero no escribo esta entrada para ofrecer el parte meteorológico, sino para acentuar un elemento clave del Evangelio de este XIII Domingo del Tiempo Ordinario. Confieso que es un Evangelio que me resulta muy atractivo y hasta provocador, escrito para creyentes y no creyentes de hoy; es decir, para cualquiera de nosotros.

Decía antes que estuve tentado de titular la entrada “Dos milagros por el precio de uno” porque, en efecto, el Evangelio de hoy (cf. Mc 5,21-43) habla de dos milagros realizados por Jesús: uno a la hija de Jairo (devolviéndole la vida) y otro a la mujer que padecía flujos de sangre (devolviéndola sana a la sociedad). En ambos casos Marcos habla de dos mujeres y juega con el simbolismo del número 12: la niña tenía 12 años y la mujer adulta llevaba 12 años enferma. Parece obvio que este número se refiere a las 12 tribus de Israel. En el trasfondo de los milagros de Jesús hay un mensaje dirigido a su pueblo: nunca es tarde para pasar de la muerte a la vida, de la incredulidad a la fe. Si el pueblo cree en él, puede encontrar un nuevo horizonte de vida plena. Si no, continuará su enfermedad y agonía. De nada servirá que gaste su fortuna en médicos, como hizo la mujer. La hemorragia ( lapérdida de vida) seguirá debilitando al pueblo. 

¿Cuál es el nexo que une ambos milagros? Es evidente que la fe. Tanto la mujer que padecía hemorragias como Jairo, el padre de la niña, muestran una gran fe en el poder curativo de Jesús. De hecho, Jesús le dice con claridad a la mujer: “Hija, tu fe te ha sanado” (5,34). Y a Jairo, el jefe de la sinagoga, le transmite un mensaje semejante: “No temas, basta que tengas fe” (5,36). Ambos se fían del poder curativo de Jesús, a pesar del temor a ser descubierta (en el caso de la mujer enferma) o del consejo de los amigos (en el caso de Jairo). La mujer no tiene dudas: “Con solo tocar su manto quedaré sana” (5,28); Jairo tampoco: “Mi hijita está agonizando. Ven e impón las manos sobre ella para que sane y conserve la vida” (5,24). Una mujer anónima y un hombre llamado Jairo son presentados como modelos del verdadero creyente.

Tengo la impresión de que los creyentes en Jesús solo nos fiamos de él en las pruebas para las que tenemos una posible solución, pero tiramos la toalla ante situaciones desesperadas. Creemos que un hombre o una mujer con un mínimo de sentido común no pueden pedir a Jesús cosas imposibles. ¡Hasta nos parece una provocación innecesaria, una forma infantil de fe! Sin embargo, el evangelio de hoy, nos invita a ir más allá de toda lógica, a pedir cosas imposibles. Algunos sirvientes de Jairo, ante la muerte de su hijita, fueron muy directos: “No sigas molestando al Maestro” (5,35). Pero Jesús quiere ser molestado. Una auténtica fe no se limita a las cosas controlables y previsibles. Se manifiesta en forma de confianza exagerada, de apertura a lo imprevisible.

Quien no “molesta” a Jesús, en el fondo no cree en él, no se fía de su poder curativo, no quiere correr el riesgo de la confianza por temor a una gran frustración. También en este terreno las personas sencillas nos dan una lección a quienes nos creemos preparados y maduros. Ellas nunca pierden la confianza por más que todo se ponga en contra. Si la fe no llega este extremo, no deja de ser un mero estilo de vida, pero no una apuesta definitiva por la vida. Me encanta una frase del libro de la Sabiduría que se proclama en la primera lectura de hoy: “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser” (2,23). ¿Hay algo más exagerado que esto, algo que parezca ir en contra de toda lógica? Es evidente que si queremos creer de verdad tenemos que molestar mucho más al Maestro. Motivos para recurrir a él no nos faltan en la vida cotidiana. ¿Existen todavía hombres y mujeres con este tipo de fe?

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