domingo, 13 de agosto de 2017

Hay un fantasma rondando

¿Cómo es posible que los discípulos de Jesús, que vivían codo a codo con él, lo confundieran con un fantasma? El relato evangélico que nos propone este XIX Domingo del Tiempo Ordinario es, en realidad, un itinerario de fe. Hay un contraste entre dos escenarios: el monte (en el que Jesús pasa la noche orando) y el lago de Genesaret (en el que los discípulos se enfrentan a un viento contrario). Hay también un contraste entre dos actitudes: mientras Jesús alimenta su relación con el Padre desde la confianza filial, los discípulos se atemorizan ante el mar revuelto (símbolo del mal) y desconfían. Sin que los discípulos se lo pidan, Jesús toma la iniciativa: se acerca caminando sobre las aguas; es decir, se hace presente en sus vidas como Señor que vence el mal. Y, de nuevo, un contraste entre dos reacciones: mientras los discípulos creen que ese personaje advenedizo es una fantasma y se ponen a gritar, Jesús se autopresenta con la fórmula enfática Yo soy, que alude a la divinidad, y los invita a no tener miedo, a superar su falta de fe. El relato concluye con Jesús navegando con los suyos a bordo de la barca mientras todos los pasajeros prorrumpen en una rotunda confesión de fe: “Realmente eres Hijo de Dios” (Mt 14,23). Antes de este “final feliz” hay un intermedio pedagógico. Pedro quiere una prueba de que Jesús no es un fantasma: le pide que le mande ir hacia él caminando sobre el agua. Pero, naturalmente, se acobarda ante la fuerza del viento, y comienza a hundirse. No tiene más remedio que impetrar: “Señor, sálvame”. Jesús lo toma de la mano y lo sostiene.

¿Resulta difícil contemplarnos en este espejo? La barca es un claro símbolo de la Iglesia en su conjunto, de cada una de nuestras comunidades y de nosotros mismos. Mientras la navegación es tranquila, no nos importa que Jesús esté ausente, nos bastamos a nosotros mismos para gobernarla. Pero cuando él se nos acerca en medio de las tormentas de la vida, aquí comienzan los problemas. Nos cuesta reconocer la presencia de Jesús junto a nosotros. Nos parece que si él estuviera realmente, todo sería fácil, nos cuesta compaginar su presencia con los vientos que sacuden nuestra barquichuela. ¿Por qué, si Jesús nos ha prometido que estaría con nosotros “hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,28), se producen tantas deserciones de bautizados, tantos escándalos en quienes tendrían que ser guías de la comunidad, tantas incoherencias entre lo que decimos y lo que hacemos? ¿Por qué las cosas no nos van bien? ¿Por qué la fe no nos sirve para encontrar trabajo, resolver una crisis afectiva o encontrar una solución al cáncer? Como Pedro, tentamos a Jesús para comprobar si de veras está con nosotros o no. Le pedimos que haga el tipo de milagro que a nosotros nos parece eficaz. Pedro le pidió que le mandara ir hacia él caminando sobre las aguas; nosotros le pedimos… (Cada uno ponga en este paréntesis sus peticiones habituales). El mensaje que el evangelio de Mateo quiere transmitir a los cristianos de todos los tiempos es neto: lo que de verdad importa es reconocer a Jesús como Hijo de Dios, creer firmemente en él, contra viento y marea. Todo lo demás se nos dará por añadidura.

Necesitamos creyentes imaginativos, eficaces, comprometidos, dinámicos. Es verdad. Pero, a mi modo de ver, la verdadera necesidad de la Iglesia es contar con miembros que, en medio de los temporales de la vida, confiesen con los labios y con el corazón que Jesús es el Hijo de Dios; es decir, hombres y mujeres que se arriesguen a vivir la aventura de la fe hasta sus últimas consecuencias. Sin ellos, los fantasmas acabarán amenazando la estabilidad de la barca personal y eclesial.


No me olvido de que hoy, 13 de agosto, es un día muy especial para los misioneros claretianos: celebramos la memoria de los Beatos Mártires de Barbastro. Para aquellos que no conocéis su historia, os recomiendo ver la película Un Dios prohibido (2014). Es probable que un escalofrío os recorra todo el cuerpo. Ellos sí que supieron confesar a Jesús en medio de las pruebas a que fueron sometidos. Para ellos, Jesús no era un fantasma, sino su verdadero Rey. El canto que los acompañó hasta el martirio testifica esta fe: “Por ti, Rey mío, la sangre dar”.

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