domingo, 20 de agosto de 2017

Una extranjera reta a Jesús

Los atentados de Barcelona y Cambrils forman parte de una cadena que se extiende por varios lugares del mundo. Tienen más relieve mediático que otros, pero las víctimas son siempre seres humanos, personas infieles a los ojos de algunos extremistas musulmanes. Los terroristas, aunque hayan nacido en el propio país donde producen la muerte, son vistos casi siempre como extranjeros. En el caso de los atentados de Barcelona y Cambrils, los medios subrayan que se trata de jóvenes de ascendencia marroquí. Entonces se disparan los prejuicios que todos albergamos frente al extranjero… pobre. Cuando se trata de extranjeros ricos, suelen desaparecer las trabas. Resulta providencial que hoy, en este XX Domingo del Tiempo Ordinario, la liturgia nos proponga un mensaje que tiene que ver con la actitud de Dios ante el extranjero. El pueblo de Israel, con intensidades diversas, ha sido un pueblo muy nacionalista. El hecho de ser pequeño y verse rodeado por imperios grandes y la experiencia de sentirse elegido por Dios contribuyen a replegarse sobre sí mismo. El profeta Isaías anuncia que Dios atraerá a los extranjeros a su monte santo. Su casa es “casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”. El salmo 66 refuerza esta idea universalista: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.

El evangelio de Mateo presenta a Jesús saliendo de los confines de Israel. Se dirige a las ciudades cananeas de Tiro y Sidón, en la costa mediterránea. La construcción del relato es una pieza maestra. Jesús aparece como un judío cabal que debe dirigirse solo a las ovejas descarriadas de Israel. Una mujer sirofenicia le insiste en que cure a su hija endemoniada. La respuesta de Jesús no puede ser más displicente: “No está bien echar a los perros [es decir, a los infieles] el pan de los hijos”. Ni siquiera este refrán xenófobo intimida a la mujer, que lleva al extremo la comparación canina: “Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”. Jesús ya no resiste más. Se siente derrotado por la confianza y la insistencia de la mujer. Yendo más allá de los límites étnicos y geográficos, prorrumpe en una alabanza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. El evangelista Mateo escribe, sobre todo, para creyentes provenientes del judaísmo que, a veces, tienen problemas para aceptar en la comunidad a hermanos de otras proveniencias. Para ayudarles a superar sus prejuicios, cuenta con maestría la historia de Jesús. También él tuvo que hacer un camino para comprender que la salvación de Dios está dirigida a todos, que lo que cuenta no es la raza, la lengua, el sexo o la profesión sino la fe. Donde un hombre o una mujer se abren a Dios, allí se produce el milagro de la fe y de la comunión con todos los demás creyentes.

Quien nunca ha salido de su pueblo, ciudad o país puede tener problemas para saber lo que significa sentirse extranjero en tierra extraña. Hay culturas que suelen ser exquisitas en el trato a los que vienen de fuera, pero otras son muy celosas de su identidad y tienden a ver al extranjero como enemigo. ¿Qué significa ser local o extranjero? En realidad, todos somos mestizos, fruto de innumerables intercambios, habitantes de un planeta común, miembros de la única familia humana. No existen los pueblos pata negra que puedan presumir – ¿cabe presumir de esto? – de intachable pureza étnica, lingüística o cultural. La iglesia de Jesús es católica porque acoge en su seno a cualquier ser humano que confiese a Jesús como el Hijo de Dios. No se identifica con un país o una tradición sino que acoge y desafía a todas. Es un signo y un instrumento del mundo nuevo que Dios quiere. Solo cuando nos situamos en esta perspectiva, podemos afrontar con una mirada nueva los muchos problemas que hoy tenemos en relación con los inmigrantes, la construcción de sociedades multiculturales y multirreligiosas, etc.

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