Europa se
paraliza en la mitad de agosto. El ferragosto
es sagrado en Italia. Francia celebra con gran solemnidad la Asunción de la Virgen María. Y no
digamos España, donde un porcentaje altísimo de pueblos y ciudades celebra sus
fiestas patronales coincidiendo con esta festividad mariana. Mientras me
dispongo a celebrar la Eucaristía de esta jornada tan especial, evoco la
emoción vivida anoche en la tradicional ceremonia de La Vela, quizás el acto religioso que más personas concentra en la
iglesia parroquial de Vinuesa. El rito no dura más de veinte minutos.
Acompañada por la dulzaina y el tamboril, la mayordoma de la Cofradía de la Virgen del Pino, ataviada con mantilla española
o con el tradicional traje de piñorra, ofrece una vela de cera de abejas a “la
excelsa Patrona, Nuestra Señora la Virgen del Pino”. Después, un coro popular,
formado por cuantos quieren incorporarse a él y acompañado por una orquestilla
de cámara, entona la Salve Regina de
Hilarión Eslava. La algarabía que precede al rito se convierte entonces en un
silencio estremecedor. Muchos me han confesado que en los diez minutos que dura
la Salve desfila por su mente la película de su vida y, de manera especial, el
recuerdo de los seres queridos. El acto se cierra con la bendición impartida
por el párroco, a la que sigue, fuera ya de la iglesia, el tradicional refresco.
La Vela es como una mini-vigilia que prepara para la fiesta de hoy. Aquí, en
Vinuesa, nadie habla de la Asunción de la Virgen María. Todos se refieren a esta
fiesta como “el día del Virgen”. Hay una discreta brecha entre la solemnidad
litúrgica y la celebración popular. O quizás no. Al fin y al cabo, la pequeña
estatua románica de la Virgen encaramada sobre un pino es un símbolo de esa
asunción que la Iglesia celebra. La formulación de fe es conocida: “María fue
asunta en cuerpo y alma a los cielos”. Nadie usa esta palabra – asunta – en el habla cotidiana. Está
casi reservada al misterio de María. La
misma que fue preservada de pecado original (inmaculada) es ahora preservada de la corrupción de la carne (asunta). No es fácil captar el
significado de estos dogmas en un contexto como el nuestro, en el que todo lo
que se refiere al origen y al final de la vida está sometido a una gran
nebulosa. Hay personas que se atienen estrictamente a lo que la ciencia puede
decir sobre ambas realidades, que, en realidad, es bastante poco. Otras se
abandonan a todo tipo de creencias y supersticiones. La fe cristiana, por su parte, es contundente en el fondo y muy parca
en la forma. Lo que hoy celebramos es que María, tras su vida terrena, entró
en la esfera de Dios sin experimentar la corrupción corporal que acompaña todo
proceso de muerte física. La ciencia no tiene nada que decir al respecto.
Permanece en un silencio respetuoso. La
fe ve en la experiencia de María una anticipación del destino que nos espera a
todos los seres humanos. Por eso, la fiesta de la Madre es también la
fiesta de los hijos.
Las lecturas de
este día no se refieren directamente a este misterio. La Escritura no habla explícitamente
de la asunción de la Virgen María a los cielos, pero nos ofrece claves para dar
un significado a este hecho extraordinario. María es la “mujer fuerte” que vence al dragón (es decir, el mal que quiere
acabar con el hijo nacido de su seno). María es la madre de la esperanza porque ha experimentado que “nada ni nadie puede apartarnos del amor de
Dios”. Y María es, ante todo, una mujer
de fe (“Dichosa tú que has creído”)
y de alegría (“Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador”).
Muchas
felicidades a todas las mujeres que llevan el nombre de Asunción, Asunta o
cualquier de sus derivados.
Feliz miércoles, Gonzalo!!!
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