sábado, 13 de enero de 2024

La misericordia supera al juicio


El evangelio de hoy termina con una frase de Jesús que no acabamos de entender en su hondura: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. El contexto es conocido. Estando en la orilla del lago, Jesús vio a Leví (Mateo) sentado en el mostrador de los impuestos. Sin importarle el impopular oficio que ejercía, Jesús lo llamó. No solo eso. Aceptó comer en su casa. Junto a los demás invitados, “un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús y sus discípulos”. Algunos escribas fariseos se escandalizaron de esta conducta. Sentarse a la mesa con alguien significa entrar en comunión con él. ¿Cómo es posible que un Maestro como Jesús se atreva a saltarse las normas de pureza y coma con publicanos y pecadores? 

Detrás de esta pregunta y del escándalo correspondiente, subyace una idea muy raquítica de Dios. Es la de un Dios que separa nítidamente a los puros de los impuros, a los justos de los pecadores. Jesús sabe que la mejor manera de purificar esa imagen distorsionada de Dios no consiste en dar una catequesis, aunque lo hace a través de algunas parábolas, sino en comportarse como Dios se comportaría con todos sus hijos. Como buen padre, Dios quiere a todos sus hijos e hijas, pero siente predilección por los enfermos y los pecadores; es decir, por aquellos que se encuentran en situaciones de debilidad y exclusión. Esto siempre nos desconcierta, a menos que nosotros formemos parte de esos grupos.


Creo que cualquier cristiano suscribiría sin problemas esta visión de las cosas… hasta que hay que aplicarlas a situaciones de hoy, no a realidades del pasado. Un ejemplo muy claro y muy actual es la polvareda que ha levantado la declaración Fiducia supplicans del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre el sentido pastoral de las bendiciones. Hay teólogos, pastores y laicos que consideran que esa declaración quiebra la tradición cristiana y divide al Pueblo de Dios. Otros, por el contrario, la defienden con ardor. La polémica está servida y quizás también la confusión. Sin entrar ahora a juzgar la necesidad y oportunidad de un documento como Fiducia supplicans -cuestiones sobre las que cabe una sana discrepancia- no acabo de entender dónde radica la feroz oposición que algunos han lanzado contra el documento y, en el fondo, contra el papa Francisco y su línea pastoral. 

En el número 20 se afirma que “buscar la bendición en la Iglesia es admitir que la vida eclesial brota de las entrañas de la misericordia de Dios y nos ayuda a seguir adelante, a vivir mejor, a responder a la voluntad del Señor”. La bendición no sanciona la vida moral de una persona, no es un premio a una hoja de servicios impoluta, sino que impetra la misericordia de Dios para poder ser fieles a su voluntad. La declaración añade que “cuando las personas invocan una bendición no se debería someter a un análisis moral exhaustivo como condición previa para poderla conferir. No se les debe pedir una perfección moral previa” (n. 25). 

Solo después de clarificar el verdadero sentido de las bendiciones, se puede hablar de “las bendiciones de parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo” (nn. 31-41). A la luz de todo esto, “mediante estas bendiciones, que se imparten no a través de las formas rituales propias de la liturgia, sino como expresión del corazón materno de la Iglesia, análogas a las que emanan del fondo de las entrañas de la piedad popular, no se pretende legitimar nada, sino sólo abrir la propia vida a Dios, pedir su ayuda para vivir mejor e invocar también al Espíritu Santo para que se vivan con mayor fidelidad los valores del Evangelio” (n. 40).


Comprendo que a muchas personas -y, de manera especial, a los africanos y asiáticos- estos criterios los desconcierten porque, además de desbordar una praxis tradicional, van contra sus valores culturales. Comprendo que haya cristianos de buena fe que se sientan descolocados y perplejos. Hay que respetar mucho estas reacciones, que son perfectamente explicables y que responden a una determinada manera de entender la fe. Pero, para no dejarse llevar solo de los propios criterios y sentimientos, convendría preguntarnos sin miedo qué haría Jesús en situaciones semejantes. Si sus palabras y su conducta nunca nos extrañan o hasta nos escandalizan, lo más probable es que las hayamos domesticado en exceso hasta el punto de no percibir lo desconcertantes y escandalosas que fueron en su tiempo. 
Lo paradójico es que, ayer como hoy, los buenos se sienten fuera de juego y los “pecadores” perciben que Dios no se ha olvidado de ellos. 

¿No tenemos que seguir aprendiendo mucho para comportarnos como Jesús? ¿No nos queda un largo trecho por recorrer para aplicar su actitud compasiva a las múltiples situaciones humanas que la requieren? Antes de descalificarnos unos a otros y de empecinarnos en nuestro propio punto de vista (sea el que sea), necesitaríamos todos mirar a los ojos a Jesús y preguntarle qué tenemos que hacer. La humildad siempre nos conduce a la verdad. El orgullo, aunque se revista de fidelidad y ortodoxia, es a menudo un resquicio abierto al diablo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.