miércoles, 1 de diciembre de 2021

Por si a alguien le sirve

Diciembre empieza con frío y con no muy buenas noticias en relación con la pandemia. Tendremos que acostumbrarnos a convivir con esta pesadilla y sus sucesivos vaivenes. Como se sabe, hoy es el Día Mundial del SIDA. Este año el lema es: Poner fin a las desigualdades. Poner fin al sida. Poner fin a las pandemias. A pesar de que han pasado más de 40 años desde que apareciera el virus, todavía no hay una vacuna eficaz. Por suerte, para muchos pacientes el SIDA se ha convertido en una enfermedad crónica que pueden sobrellevar con las medicinas adecuadas. 

Sin embargo, en muchos países pobres la situación no es tan esperanzadora. Sigue habiendo enfermos excluidos de estos tratamientos, como sigue habiendo millones de personas que no tienen acceso a las vacunas contra el coronavirus. Vivimos en un mundo muy desigual. Todo esfuerzo parece pequeño para colmar las enormes brechas que existen entre los seres humanos. Tengo la impresión, no obstante, de que cada vez somos más sensibles a esta realidad y que vamos dando pasos en la línea de la justicia y la solidaridad.

Cambio de tercio. Algunos lectores del blog me dicen que escriba algo sobre dos casos de obispos que han saltado a la prensa y que han provocado una cascada de reacciones de diverso signo. Me refiero al caso del arzobispo de París y al del antiguo obispo de Solsona, Xavier Novell, sobre el que se ha escrito mucho en la prensa española en las últimas semanas. Comprendo que el caso del obispo catalán (ya casado civilmente) tiene todos los ingredientes para una novela entretenida o una película algo morbosa, pero no me interesa nada esta vertiente. 

Aunque se trata de casos distintos, ambos tienen un denominador común: la relación afectiva de un obispo con una mujer. Para algunas personas, estas noticias son causa de escándalo. Les cuesta entender que alguien que tras un largo proceso de discernimiento y formación se ha comprometido públicamente a vivir el celibato como ministro de la Iglesia pueda desdecirse como si no pasara nada. Incluso hay juristas y blogueros católicos que enseguida sacan a colación los cánones infringidos y llaman a rebato.

Para otras personas, por el contrario, tanto de dentro como de fuera de la Iglesia, lo que han hecho estos dos obispos constituye un ejemplo de honradez y valentía que denuncia la insensatez del celibato eclesiástico, los anacronismos de la Iglesia y la hipocresía de otros ministros (presbíteros, obispos y aun cardenales) que, viviendo situaciones semejantes, prefieren seguir una doble vida en vez de tomar decisiones valientes. Algunos incluso llegan a ensalzar la primacía del amor sobre toda ley en un encendido canto al poder irresistible del enamoramiento. Personalmente, prefiero no hablar de historias personales: por respeto a la fama de los individuos (por muy públicos que sean) y por desconocimiento de los detalles y circunstancias de cada caso. Eso no significa que no tenga mi opinión sobre el conjunto de lo que está pasando en la Iglesia.

Para hacerme cargo de su impacto, a menudo me meto en la piel de los laicos, que son la mayoría de los cristianos. Incluso hay días en que participo en la Eucaristía como un fiel cristiano en diversas iglesias de Madrid para sentirme un miembro más del Pueblo de Dios y ver las celebraciones de otra manera. Confieso que estoy aprendiendo mucho sobre las celebraciones litúrgicas, pero eso será tema de otra entrada. 

Si yo fuera laico y un día tras otro estuviera leyendo en la prensa o en Internet casos de pederastia clerical, de abandono del ministerio ordenado, de escándalos económicos, de abusos de poder por parte de obispos, sacerdotes y personas consagradas (incluidas algunas religiosas), me preguntaría con dolor qué le está pasando a nuestra Iglesia y me cuestionaría si aún merece la pena ser un miembro de ella o es mejor vivir (en el caso de que esto fuera posible) como un cristiano “por libre”. Es probable que alguna vez diera un puñetazo de rabia encima de la mesa, pero creo que no perdería el tiempo en hacer comparaciones con un supuesto pasado glorioso porque la historia de la Iglesia suministra una colección tan ingente de escándalos que lo milagroso es que la barca de Pedro no se haya hundido todavía. Es evidente que su vitalidad no depende de nosotros, sino que es obra del Espíritu Santo. Sus críticos llevan expidiendo certificados de defunción desde hace siglos, pero “este muerto goza de buena salud”. Demos gracias a Dios. 

Con todo, a pesar de que el futuro de la Iglesia no depende solo de nuestra autenticidad y coherencia, ante estos hechos repetidos siempre me surgen algunas preguntas y reflexiones que no quiero esconder:

Primera: ¿De qué manera estoy contribuyendo yo a crear un ambiente de mediocridad e infidelidad y, como consecuencia, de descrédito de la Iglesia de la que formo parte? No puedo fijarme en la mota del ojo ajeno (por dañina que sea) cuando no me preocupo de ver la viga que tengo en el mío. Yo también soy la Iglesia contra la que lanzo piedras. Yo también contribuyo a construirla y a demolerla. Me ayudan mucho las palabras de Jesús: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Jn 8,7). He vivido lo suficiente como para ver que algunos de los que se erigen en adalides de pureza evangélica y jueces implacables de los demás, que exhiben una beligerancia digna de los profetas veterotestamentarios, esconden bajo su propia alfombra incoherencias semejantes o mayores que las que denuncian. Más nos vale, pues, a todos, una actitud de humildad, escucha y comprensión, lo que no significa que renunciemos a la denuncia veraz y oportuna cuando los hechos sean claros.

Segunda: ¿Qué cambios tenemos que hacer en nuestro estilo de vida eclesial (concepción del ministerio ordenado, procesos formativos, acompañamiento pastoral, creación de entornos seguros, transparencia y rendición de cuentas, corrección fraterna, etc.) para reducir al mínimo los desajustes e incoherencias? ¿Qué procedimientos debemos seguir para tomar medidas justas y eficaces cuando se cometen delitos o se producen escándalos de diverso tipo? ¿Cómo reparar el daño infligido cuando ha habido víctimas? No creo, en absoluto, que el celibato sea como sostienen sus detractores la causa de los problemas, pero sí puede serlo una determinada manera de aceptarlo y vivirlo. Y quizá también es cuestionable su vinculación obligada con el ministerio ordenado en el caso de la Iglesia latina. Muchas de estas cuestiones pueden ser revisadas a la luz del Evangelio y de las aportaciones de las ciencias humanas. No hay que asustarse de ello. Por otra parte, la obligación de tomar medidas justas, rápidas y eficaces contra los crímenes y escándalos no debe significar como creo que está sucediendo hoy en algunos contextos por la bendita ley del péndulo que se adueñe de nosotros un espíritu inquisitorial y de sospecha sistemática, del que dentro de unos años tengamos que arrepentirnos. La equidad y la moderación son los mejores aliados de la verdadera justicia.

Tercera: ¿Puedo hacer depender mi fe de los comportamientos de algunas personas de la Iglesia (por significativas que sean) o tengo que aprender a apoyarme más decididamente en Cristo? Reconozco que en este campo las personas mayores me dan más ejemplo que algunas de mi edad o más jóvenes. Curtidas por una larga vida, saben por experiencia que donde hay seres humanos, por consagrados que sean y por muchas medidas preventivas o coercitivas que se tomen, siempre hay lugar para la fragilidad y el pecado. No los justifican en ningún caso, procuran que no se produzcan, pero no hacen depender su fe de la fidelidad o infidelidad de quienes tendrían que ser un ejemplo. No se rasgan las vestiduras cuando leen noticias de escándalos en la prensa. Tampoco prodigan elogios excesivos cuando alguien les parece coherente y admirable. Han conocido sacerdotes santos y mediocres, obispos entregados y arribistas, religiosos entusiastas y vividores… Eso les ha permitido desarrollar un “sexto sentido” para saber dónde se apoya la fe, para no depender de los vaivenes de los miembros de la comunidad, ni siquiera de sus dirigentes. Se necesita mucha madurez humana y espiritual para llegar a este nivel. Por eso, no conviene someterla a prueba impunemente. También aquí es mejor prevenir que curar. 


1 comentario:

  1. Gonzalo, comparto contigo esta reflexión de que “Vivimos en un mundo muy desigual” y de que, aunque cueste que se haga visible, vamos dando pasos en la línea de la justicia y la solidaridad.
    Escribes: Si yo fuera laico… (ante los sucesos que están ocurriendo dentro de la Iglesia). Después de leer lo que harías, me doy cuenta de que coincidimos bastante y como dices tu, Gonzalo yo “me pregunto, con dolor, qué le está pasando a nuestra Iglesia” y reconozxo que “lo milagroso es que la barca de Pedro no se haya hundido todavía.”
    Nos cuesta sentirnos con la responsabilidad de “Yo también soy la Iglesia contra la que lanzo piedras.”
    Los problemas con el celibato, que se den con un sacerdote joven, recién ordenado, todavía pueden comprenderse, pero cuando se dan, como en este caso, con unas personas que han dado varios pasos y han reafirmado, públicamente, su compromiso, ya es más difícil de entender.
    Un compromiso de este calibre, como también el de las parejas en el matrimonio cristiano, se trata de ser fiel al otro pero que pasa por ser fiel a uno mismo y a ver su vida a luz de Cristo.
    Haces la pregunta: ¿Puedo hacer depender mi fe de los comportamientos de algunas personas de la Iglesia (por significativas que sean) o tengo que aprender a apoyarme más decididamente en Cristo? Mi respuesta es que, ahora más que nunca, o nos apoyamos en Cristo o sucumbimos.
    Gracias Gonzalo por tu reflexión, hablas claro y con mucha delicadeza con ganas de unir y no separar y de depositar nuestra confianza en Cristo y no en los hombres y mujeres.
    Gracias Gonzalo por tu reflexión, hablas claro y con mucha delicadeza con ganas de unir y no separar y nos ayudas a depositar nuestra confianza en Cristo y no en los hombres y mujeres.

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