martes, 30 de abril de 2024

El amor nació en abril


No sé por qué este último día del mes de abril me ha venido a la mente una vieja canción de Mocedades en la que el grupo vasco cantaba con melancolía que “el amor nació en abril / y el otoño se lo llevó / solo fue tal vez un trozo de ayer / y un te quiero de papel”. Me parece que estoy influido por algunas conversaciones en las que varias personas han compartido conmigo la fragilidad de sus relaciones personales. Es como si también estas estuvieran sujetas a la sucesión de las estaciones. Hay una primavera de entusiasmo inicial, un verano de madurez y plenitud, un otoño de progresivo deterioro y un invierno de frialdad y muerte. En muchas personas está instalada esta idea griega del tiempo cíclico, del eterno retorno. Unas relaciones mueren y otras nacen. Llega un momento de la vida en el que predominan las primeras sobre las segundas. 

Cada vez se está extendiendo más la convicción de que los seres humanos no estamos hechos para la fidelidad y la perseverancia, sino para el cambio continuo. Si la sociedad del consumo nos acostumbró a la cultura del “usar y tirar”, la de la información nos está empujando a experiencias intensas pero efímeras. El miedo -casi el pavor- al compromiso definitivo se ha instalado en la mente y el corazón de los más jóvenes. Muchos de ellos provienen de familias rotas o desestructuradas. Desde niños han visto cómo sus padres se separaban o cómo otros adultos iban coleccionando relaciones. No quieren sentirse obligados a una fidelidad que les parece sencillamente imposible y ni siquiera deseable. Se abren camino diversas formas de poliamor o de relaciones consecutivas. 


No es fácil vivir relaciones sanas y duraderas. La familia, que es el primer ámbito afectivo en el que aprendemos a ser queridos y a querer, pasa por una situación crítica. Incluso las familias que parecen admirables desde fuera atraviesan crisis que no siempre se resuelven y que llevan a una incomunicación crónica. Las relaciones de amistad parecen más protegidas, pero también hoy se ven sometidas a una especie de epidemia que mezcla la ficción (tan frecuente en las redes sociales) y el cansancio (tan típico de quien no quiere pasar el umbral de la responsabilidad). Nos gusta tener amigos, disfrutar con las relaciones interpersonales… con tal de que eso no altere nuestros hábitos sacrosantos, no exija más tiempo del deseable y no nos complique demasiado la vida con compromisos añadidos. 

La amistad, entendida como donación recíproca en las duras y en las maduras, se está convirtiendo en una rara avis en la época del individualismo narcisista. Todos queremos estar simultáneamente solos y acompañados. Una imagen muy expresiva de esta realidad es el círculo de adolescentes y jóvenes (compañía) en el que cada uno está pendiente de su móvil (soledad). Queremos gozar de las ventajas de cada situación sin asumir sus respectivos costes. Nos gustaría, en definitiva, que el amor no pasara nunca del mes de abril. A lo más, que se internara un poco en el calor del estío, pero que no llegase al decaimiento del otoño. No sabemos cómo gestionar el paso del tiempo, el cansancio y el aburrimiento.


En este contexto cobran mucha fuerza las palabras de Jesús con las que se cierra el evangelio de Mateo: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). Jesús es, en definitiva, el Enmanuel, el Dios-con-nosotros. No es un amigo de un día o un año. Estará siempre a nuestro lado. Experimentar que él nunca nos deja solos nos permite caminar por la vida con la seguridad de que somos acompañados, de que hay un amor que nos sostiene y que no está sometido al ciclo de las estaciones afectivas. Con Jesús siempre estamos en abril, el mes pascual por excelencia. Por eso, no necesitamos “mendigar” otras relaciones o exigirles una plenitud que no nos pueden dar. 

El amor de Jesús (a menudo invisible y silente) nos permite caminar por la vida sin estar expuestos a peajes o chantajes afectivos, aceptando con paz la radical soledad que nos habita y que solo Dios puede colmar. Sin Jesús, estamos expuestos a creer que los demás son “dioses” que deben satisfacer todas nuestras expectativas, necesidades y deseos. Cuando comprobamos que esto es imposible, nos frustramos y deprimimos. Dejamos de creer en el amor (en la idea un tanto romántica que nos habíamos forjado) y buscamos nuevas personas que reemplacen (siquiera por un tiempo) a las que van desapareciendo de nuestro horizonte afectivo. Nos vemos abocados a una espiral interminable que nos deja siempre insatisfechos.

1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo, porque describes bien “las estaciones de la vida”, las estaciones por las que pasamos todos, a nivel personal y a nivel de pareja.
    “… aceptando con paz la radical soledad que nos habita y que solo Dios puede colmar…
    Gracias por recordarnos que Jesús “no es un amigo de un día o un año. Estará siempre a nuestro lado.”
    Y gracias por tu consejo que nos ayuda a hacer realidad lo que nos dices: “Experimentar que él nunca nos deja solos nos permite caminar por la vida con la seguridad de que somos acompañados, de que hay un amor que nos sostiene y que no está sometido al ciclo de las estaciones afectivas.”

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