martes, 20 de diciembre de 2022

No somos un accidente


Estoy pasando más frío en Córdoba que en Madrid. Aquí las casas están preparadas para el verano, pero no tanto para el invierno. No tengo tiempo para asomarme a la ciudad y comprobar si es cierto lo que canta Gertrudis Ledesma: “Dicen que moruna Córdoba, / dicen que Córdoba mora, / dicen que a quien la conoce / para siempre le enamora, / que para siempre su alma / se queda presa en su aurora”. Mientras desarrollo el cursillo con un grupo de prioras y formadoras carmelitas, echo una ojeada a lo que pasa en el mundo. Quisiera abstraerme un poco, pero me resulta imposible. 

La Palabra de Dios va marcando el ritmo de estos días últimos del Adviento. Ya se sabe que la última semana es “mariana” y “josefina”. Tanto María como José nos enseñan a acoger a Jesús. Cuando somos niños nos maravillamos ante estos dos personajes. Cada detalle de su vida nos parece importante. Suplimos con la imaginación los pocos datos que nos ofrecen los Evangelios. Ya adultos, creemos que la historia es demasiado sabida. No reparamos en ella. Nos limitamos a evocarla sin percibir su belleza y su fuerza.


Releyendo el Evangelio de hoy, fijo mis ojos en la presentación de Jesús que hace el ángel Gabriel. Lucas pone en sus labios una minicristología cargada de sentido: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”. El Salvador (eso es lo que significa, a fin de cuentas, el nombre de Jesús) entronca con Dios (hijo del Altísimo), nace en un linaje humano (la casa de Jacob) y ejercerá su reinado salvífico hasta el final de la historia. 

Jesús es la presencia salvadora de Dios en el mundo de los seres humanos. Lo ha sido, lo es y lo será. No hay, por tanto, que dejarse engatusar por las muchas propuestas “salvadoras” que van apareciendo a lo largo de la historia. Solo hay un Salvador. Jesús es único. Tenemos todo el derecho del mundo a hacernos preguntas, como María: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”. Podemos expresar nuestras dudas y perplejidades antes de rendirnos a la voluntad de Dios. Esta rendición de fe solo será posible cuando venga sobre nosotros el mismo Espíritu que cubrió a María con su sombra. No creemos porque queramos creer, sino porque se nos concede el don de creer.


La alegría suave y duradera que produce el encuentro con Dios no es comparable a la exaltación brusca y efímera que producen otras muchas experiencias que nos brinda la sociedad del consumo y el entretenimiento. ¿Cómo compartir esta buena noticia con quienes no acaban de encontrar un sentido a la vida? Un poco antes de ponerme a teclear la entrada de hoy he leído que en España hemos batido el récord histórico de suicidios. 4.003 personas se quitaron la vida en 2021, de las que casi el 75% eran varones. La cifra global va en aumento. Para 2022 se temen datos peores. 

¿Qué nos está pasando? Parece que tenemos de todo para ser felices, pero nos falta lo fundamental: una razón poderosa para vivir, la certeza de que no somos un accidente, sino seres amados por Dios con una misión que cumplir. La Navidad es siempre la fiesta de la vida porque celebramos que Jesús es Salvador. Se hace uno de nosotros para restaurar nuestra unión con Dios, para ayudarnos a afrontar la existencia con sentido y esperanza.

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