martes, 5 de septiembre de 2017

Sucedió hace veinte años

Anoche lucía una oronda luna llena sobre la sierra madrileña. Se respiraba un aire fresco y limpio. Antes de sentarme a escribir la entrada de hoy, dejé que esa luna llena – a la que cantó Víctor Manuel en un disco que todavía conservo – me evocara dos acontecimientos que concurren en esta fecha: mi primera profesión como claretiano en 1976 y la muerte de una mujer muy conocida 21 años más tarde. Aquel 5 de septiembre de 1997 me encontraba yo en Roma participando en el XXII Capítulo General de mi Congregación. Cinco días antes había fallecido Lady Di en un fatal accidente de tráfico bajo un puente de París. La noticia dio la vuelta al mundo. Al impacto mundial de la muerte de la “princesa del pueblo” siguió otro bombazo informativo, aunque más esperado: la muerte de la Madre Teresa de Calcuta, una anciana arrugada de 87 años, amiga de la princesa inglesa. El gobierno indio organizó un funeral de estado. Era la forma de reconocer la extraordinaria contribución de esta menuda mujer albanesa, y de la Congregación religiosa fundada por ella, a los más pobres del país y, sobre todo, de la populosa y caótica ciudad de Calcuta. El reconocimiento fue casi general, aunque desde entonces también son recurrentes las opiniones sobre el lado oscuro de Madre Teresa. Con motivo de su canonización hace un año volvieron a surgir duras críticas contra ella. Es inimaginable que una figura de su complejidad y alcance se libre de opiniones encontradas. Hace un año, con motivo de su canonización por el papa Francisco, recordaba en este mismo Rincón algunas de sus frases más inspiradoras.

Las Misioneras de la Caridad son hoy alrededor de 4.500 religiosas extendidas por más de 130 países en todo el mundo. Las he encontrado en el monte Celio de Roma, en un barrio de San Petersburgo y en los suburbios de muchas ciudades como Libreville, San Pedro Sula y Manila. Sin la aureola que las cubrió hace años, siguen escuchando la voz del Cristo que dice: “Tengo sed” (Jn 19,23). Estas palabras – generalmente escritas en inglés – están colocadas en todas las capillas que las Misioneras de la Caridad tienen alrededor del mundo. Su trabajo abnegado – la discusión sobre su profesionalidad me suena a las disquisiciones de los aficionados al toreo que huyen cuando ven un toro a un kilómetro – sería imposible sin la contemplación diaria del Cristo eucaristía. Solo comiendo y adorando al Cristo hecho pan, ellas son capaces de partirse y repartirse. La misión es siempre eucarística. Son mujeres eucaristizadas que tienen la capacidad de reconocer el rostro desfigurado de Cristo en los millones de pobres que casi nadie quiere a su lado, en los sobrantes de esta humanidad basada en el predominio de los fuertes sobre los débiles.

Hace años causó estupor el libro Mother Teresa: Come Be My Light en el que, a través de sus cartas y escritos personales, el lector se asomaba a la “noche oscura” de esta santa que para muchos era un dechado de fe y amor. Quizás el revuelo se debió a la errónea comprensión que solemos tener acerca de la fe, como si la experiencia del creer fuera siempre luminosa, transparente, cierta. En realidad, los grandes místicos han vivido el descenso a los infiernos del no-Dios, han sido los grandes ateos que han probado en sus carnes la desolación que significa una vida sin fundamento. Por eso, porque han experimentado la cara B de la vida, son capaces de acompañar a las personas que no creen, que titubean, que se hacen preguntas. Ellos son los “centinelas del Absoluto” en la noche de la búsqueda de sentido. Su alegría y su entrega generosa no son el fruto espontáneo de un carácter expansivo o de algunos ejercicios de mindfulness sino la victoria sobre la tristeza del sinsentido y el repliegue del egoísmo. Todo santo tiene siempre algo de guerrero. Su vida es un combate, un triunfo de la gracia de Dios sobre las tendencias disgregadoras que amenazan la naturaleza humana. El caso de Madre Teresa es uno más de los muchos que registra la historia de la Iglesia y de la humanidad.

En un día como hoy, el recuerdo de Madre Teresa me abre los ojos para caer en la cuenta de las muchas madres teresas –anónimas, probadas, valientes – esparcidas por todo el mundo, personas (mujeres y hombres) que han optado por entregar su vida a Dios y a los demás, sin el reconocimiento del Premio Nobel y sin la publicidad que acompañó a Madre Teresa en las últimas décadas de su vida. Soy muy sensible a las personas que dedican su tiempo a cuidar a los enfermos y, sobre todo, a los ancianos abandonados. Me parecen la retaguardia de la historia. Admiro a los científicos que hacen nuevos descubrimientos, a los artistas que nos deslumbran con sus creaciones, a algunos deportistas luchadores y poco vanidosos, pero las personas que más me inspiran son siempre las que han renunciado a sí mismas para que otros (niños, necesitados, ancianos) vivan con más dignidad. Ellas ocupan siempre el primer puesto en el podio de mis preferencias.

1 comentario:

  1. Hoy recé con parte de mi familia (segunda generación) un Padrenuestro y un silencio para dar gracias por la vocación de Gonzalo y para que le siga dando fuerza, clarividencia e incremento de sus carismas en todas sus tareas y también, claro, en este blog. También recé por la Santa Madre Teresa de Calcuta. Los aniversarios de la muerte de la Santa y de la primera misa de Gonzalo eran un momento ideal para acercarse a la iglesia de Santo Domingo (Clarisas) de Soria. Templo que invita al rezo y al silencio.

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