lunes, 17 de febrero de 2020

Entre lo digital y lo vivencial

La semana empieza con el recuerdo del retiro que tuvimos durante el fin de semana. Fueron apenas dos días de meditación, silencio, diálogo y celebración. Lo que más me gusta de una experiencia como esta es que está abierta a todos. Es un retiro para personas de cualquier edad, mentalidad, ideología, condición social, etc. No pretende moldear a nadie según un patrón determinado y mucho menos crear una especie de movimiento alternativo. Es solo una breve pausa en el camino para que cada uno podamos regresar a nuestro hogar, parroquia o comunidad con un nuevo impulso espiritual y evangelizador. Este año el segundo retiro de los amigos del Rincón de Gundisalvus ha coincidido en el tiempo con el multitudinario congreso de laicos celebrado en Madrid bajo el título Pueblo de Dios en salida. El nombre indica con claridad lo que se pretende: redescubrir la Iglesia como “pueblo de Dios” en el que los laicos tienen una vocación específica y acentuar el carácter evangelizador –“en salida”– en un contexto de fuerte secularización, pero también de búsqueda espiritual.  En más de una ocasión a lo largo de nuestro retiro hicimos mención a este congreso que ha sido como una llamada urgente a la misión y oramos por los participantes y por su fruto.

He caído en la cuenta, una vez más, de que hoy no es posible vivir la fe en solitario. Necesitamos crear vínculos entre nosotros, propiciar lugares de encuentro, apoyarnos mutuamente. La única manera de vivir como un “resto” profético y no como “residuos”sobrantes es cultivar la dimensión comunitaria de la fe, evitando crear grupos monocolores o demasiado homogéneos. Los monocultivos parecen más fecundos a primera vista, pero a largo plazo esterilizan el terreno. Lo mismo sucede con la Iglesia. Nuestra realidad es muy plural. Tenemos que aprender a sacar partido de la diversidad. Por eso, me gusta tanto que en nuestros retiros haya jóvenes, personas de mediana edad y mayores; laicos, consagrados y sacerdotes; personas con una buena formación y otras con formación básica; hombres y mujeres de experiencia y personas que buscan… Un retiro de este tipo es como un laboratorio para ensayar una espiritualidad de respeto, encuentro y diálogo que nos prepare para vivir la fe en una sociedad muy pluralista en la que uno de los problemas principales es la dificultad de entendimiento entre quienes piensan de manera diferente. El papa Francisco lo repite mucho, hasta el punto de convertirse en un tópico manido: los cristianos somos constructores de puentes, no de muros. Es más que una frase ocurrente. Indica una forma de entender la fe y las relaciones sociales.

Respecto del silencio percibí posturas diferentes. Hay personas que estaban ansiando un tiempo prolongado de silencio para orar, meditar, pasear, etc. A otras se les hizo demasiado largo. Es normal tratándose de un grupo tan heterogéneo. No es fácil encontrar un modelo que satisfaga a todos al cien por cien. De todos modos, para mí es inconcebible un retiro que no reserve tiempos prolongados para el encuentro con uno mismo y con Dios. La tentación es siempre rellenar los dos días a base de meditaciones, charlas y ejercicios, aplicando al campo espiritual el mismo modelo consumista que domina en la vida social. No se trata de acumular muchos elementos, sino de asimilar los esenciales. Y no hay asimilación serena y provechosa sin silencio. Quizás el próximo año podremos trabajar más este aspecto. ¿Qué decir de las celebraciones y del canto? Nos han permitido saborear la liturgia sin prisas, subrayando cada elemento y abriéndola a la participación de todos. La guitarra de Juan ha puesto ritmo y belleza a nuestra plegaria. A las pocas horas de terminar el retiro, cuando ya todos estaban en camino hacia sus casas o habían llegado ya, recibí este WhatsApp de uno de ellos: “Muchas gracias por este maravilloso finde vivido en vuestra casa. Que sepas que has creado un estándar de Encuentro, híbrido entre lo digital y lo vivencial, entre la fe y lo palpable con los sentidos”. No había caído en la cuenta, pero creo que es verdad. A lo largo del año, este Rincón nos une en la gran plaza de Internet. Una vez al año nos juntamos físicamente para reforzar la comunión y orar juntos. Quizás es una fórmula que puede dar más frutos. Gracias. Cada uno regresamos a casa con un ejemplar del librito Claret contigo, que nos proporciona un pensamiento de san Antonio María Claret y un comentario actualizado para cada día del año. Es otra manera de mantener el fuego encendido y abierta la pregunta: ¿qué quieres de mí, Señor?




domingo, 16 de febrero de 2020

Una flecha en el camino

Cuando uno va conduciendo por una autopista agradece que los diversos destinos estén bien señalizados. Una flecha oportuna puede librarnos del engorro de tener que hacer kilómetros inútiles hasta encontrar la salida adecuada. Algo parecido sucede con la ley de Dios, la Torah. Es como una flecha –o un conjunto de flechas– en la autopista de la vida. Naturalmente, podemos ignorarlas, pero entonces corremos el riesgo de perdernos o de dar vueltas innecesarias. Creo que este es el contenido fundamental de las lecturas de este VI Domingo del Tiempo Ordinario. La ley del Señor no es tanto un conjunto de normas y mandamientos, a modo de un código frío, sino una colección de historias en las que se narra con trazos muy humanos cómo Dios ha ido conduciendo a su pueblo a lo largo de la historia. De aquí surge la “sabiduría” que nos permite iluminar las diversas situaciones que vivimos hoy y tomar las decisiones oportunas. La primera lectura lo explica con algunos símbolos elocuentes: “Si quieres, guardarás los mandamientos y permanecerás fiel a su voluntad. Él te ha puesto delante fuego y agua, extiende tu mano a lo que quieras. Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo que prefiera” (Eclo 15,16-17). Fuego, agua, vida, muerte. Podemos elegir. Nuestro camino en la vida no está decidido. Es un ejercicio de libertad: “Si quieres”. Dios, a través de su palabra, nos dice a dónde conduce cada camino, nos pone las flechas correspondientes, pero no nos obliga a seguirlas. Todo depende de nuestras opciones personales.

Para elegir bien necesitamos “una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, condenados a perecer”. Se trata de “una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria” (1 Cor 2,6-7), la sabiduría que brota de la locura de seguir a un Crucificado y que ninguna sociedad podrá entender nunca porque desborda los límites de lo que consideramos razonable. La sensatez de la fe no se basa en la coherencia de todos sus elementos, sino en la confianza en el que nos ha llamado. Solo a partir de ella podemos ir un poco más lejos de lo que a los ojos del mundo es normal, conveniente o legal. El evangelio de este domingo lo ilustra con mucha claridad. Jesús parte de cuatro preceptos clásicos de la Ley judía (no matar, no cometer adulterio, repudiar bajo ciertas condiciones y no jurar en falso). No los niega, sino que los estira hasta darles un sentido profundo que enlaza con el espíritu de las bienaventuranzas. No se trata de limitarse a cumplirlos para sentirse justificado, sino partir de ellos para llegar hasta otras expresiones del amor más profundas o más altas.

También hoy vivimos esta tensión entre la mera observancia externa de algunos preceptos y el dinamismo de crecimiento contenido en ellos. Si entendemos la Palabra de Dios como un conjunto de normas estrictas, tenderemos a desarrollar una fe cumplidora, raquítica, de mínimos. Si la entendemos como una colección de flechas que nos señalan el camino que conduce a la vida, entonces nuestra fe se convertirá en una aventura humana en la que la dirección es clara, pero no todo está decidido. Dios nos invita a tomar nuestras propias opciones, aquellas que –guiados por las flechas de su Palabra– son más conducentes al destino final. La experiencia nos enseña que, por no haber seguido estas flechas, los seres humanos nos hemos perdido con frecuencia, nos hemos internado en parajes que nos han ido deshumanizando cada vez más. Cuando la libertad se convierte en orgullo, fácilmente nos empeñamos en que la dirección correcta es la contraria a la señalada por las flechas. Luego pagamos las consecuencias. Lo estamos viendo a cada paso. La palabra de Dios nos advierte que la codicia, por ejemplo, desvía al hombre de su camino de amor. Con todo, muchos nos empeñamos en dejarnos guiar por ella. Al final, experimentamos el sinsabor de quien nunca se sacia con bienes materiales y de quien, para acumular más, ha ido dejando los “cadáveres” de sus seres queridos por el camino. Cuando abrimos los ojos, nos damos cuenta de que las flechas de la palabra de Dios eran las acertadas, pero a veces ya no tenemos fuerzas para volver a la senda justa, aunque para Dios nunca es demasiado tarde. Adquirir esta sabiduría para conducirnos en la vida es la invitación de este domingo.

sábado, 15 de febrero de 2020

Danos tu silencio y paz

Anoche comenzamos en el Centro Fragua el segundo retiro con un grupo de lectores del Rincón de Gundisalvus. Algunos hicieron más de 600 kilómetros para llegar hasta aquí. Varios se conocían del año pasado; otros son nuevos. Todos son laicos, a excepción de un sacerdote diocesano que ha querido unirse al grupo. Un joven que nos acompañó el año pasado seguirá el retiro desde Glasgow a través de Skype. La más joven tiene 35 años; la mayor supera ya los 86. Hay hombres y mujeres, casi a partes iguales. A algunos los conocí ayer. Nunca antes habíamos tenido oportunidad de encontrarnos. Caigo en la cuenta de la enorme diversidad. No será fácil encontrar un registro común. Es tarea del Espíritu darnos a cada uno lo que nos conviene en este momento de nuestras vidas. El tema del retiro de este año es el encuentro con Jesucristo. Como hilo conductor, hemos escogido la historia del encuentro de Zaqueo con Jesús (cf. Lc 19,2-10) o de Jesús con Zaqueo. Sobre ese espejo queremos contemplar nuestra propia historia de encuentro con el Señor. Tendremos mucho tiempo de silencio durante la tarde. Un retiro no es un cursillo. Necesitamos “desconectar” de muchos ruidos externos e internos para “conectarnos” con Jesús.

Mientras presentaba anoche después de la cena el itinerario que vamos a seguir durante el fin de semana, me preguntaba qué se puede hacer para que una persona se encuentre con Jesús. No tengo una respuesta clara. A veces, hay que compartir con otros una experiencia como hicieron los primeros discípulos: “Hemos visto al Señor”. Otras veces basta con propiciar el acercamiento a algunas experiencias que nos abren al misterio de Jesús: un retiro, una celebración litúrgica, un encuentro interpersonal, una tarea de servicio o voluntariado… Pero no hay nada automático. Jesús sale a nuestro encuentro donde menos lo imaginamos y por caminos que nosotros no podemos prever ni controlar. Esta noche veremos el vídeo del proceso de conversión de una mujer joven. Caeremos en la cuenta de que a menudo son los más alejados de la fe y de la Iglesia quienes sienten el toque delicado de Jesús. Los que estamos demasiado acostumbrados a ser de los suyos podemos volvernos insensibles a su gracia. Cada vez veo con más claridad que muchas personas están buscado a Jesús sin saberlo. Buscan sentido, dirección, consuelo, serenidad, alegría, conversación, compañía…  A veces Jesús nos pregunta abiertamente: “¿Qué buscáis?”. Otras veces, como en el caso de Zaqueo, se adelanta y nos dice: “Hoy quiero hospedarme en tu casa”. Depende de nosotros acogerlo o dejar que pase de largo. 

Mientras tecleo la entrada de hoy, imagino que todos duermen. Es muy temprano. Todavía no ha amanecido. No sé cómo se desarrollará esta jornada. No pongo demasiada confianza en el programa previsto. Sé que Jesús saldrá al encuentro de cada uno de nosotros “a su manera”, como si fuera una especie de Frank Sinatra dispuesto a romper planes y expectativas. El terreno de la fe es incontrolable. No funciona como los teléfonos móviles. No basta pulsar una tecla para que se produzca el efecto deseado. Dios no es un amigo a golpe de click. Es libre, soberano, insobornable. A nosotros nos queda ponernos humildemente a la escucha, pacificar nuestro corazón, tener una actitud humilde. Anoche, antes de irnos a la cama, en una breve oración, le pedimos a María que nos diera su silencio y paz para poder escuchar la voz del Maestro. Se lo vuelvo a pedir ahora, al comienzo de esta nueva jornada, con la misma canción que escuchamos anoche en una interpretación afinada y suave.



viernes, 14 de febrero de 2020

Hasta que la oxitocina nos separe

Hoy es la fiesta litúrgica de los santos Cirilo y Metodio, pero todo el mundo asocia el 14 de febrero a san Valentín y el “día de los enamorados”. La existencia de san Valentín y su testimonio cristiano importan poco. Para la gran mayoría, incluso en países de culturas no cristianas como Arabia Saudita o Japón, el día de san Valentín es el día de los enamorados o el día del amor y la amistad. Creo que en España se introdujo la fiesta a mediados de los años 50 del siglo pasado como una forma de incentivar la venta de regalos. Hoy sigue siendo fundamentalmente eso: una fiesta comercial. Es curioso que cuanto más se celebran estas fiestas románticas, más frágiles y quebradizas parecen ser las relaciones amorosas. Se ve que andamos escasos de oxitocina, la hormona responsable de crear o fortalecer vínculos de proximidad y relación entre las personas. Leo que se trata de una pequeña proteína descubierta en 1906 por el farmacólogo inglés Henry Dale. Se fabrica en el cerebro, en las neuronas del hipotálamo y se deposita bajo él en la glándula hipófisis. Su nombre deriva del griego. Está compuesto de dos palabras que significan “nacimiento rápido”. Por si alguien pierde el juicio y va a pedirle a su médico de cabecera una dosis de oxitocina, leo en El País de hoy que “debemos ser muy prudentes a la hora de valorar los efectos y las funciones de la oxitocina. No hay duda de que es una hormona prosocial, es decir, una hormona que contribuye, aunque de manera todavía muy desconocida, a establecer o reforzar vínculos entre las personas, no necesariamente de carácter sexual. Pero sería una simplificación y un error considerar que ella sola es la responsable de esos vínculos en un cerebro donde coexisten multitud de sustancias químicas, muchas de ellas hormonas también o neurotransmisores, que interactúan de forma compleja para generar los sentimientos y el comportamiento de las personas. Son demasiados los factores que influyen en las interacciones y los vínculos sociales humanos como para simplificarlos en una hormona”.

Con o sin hormona, el enamoramiento goza hoy de muy buena salud. Por todas partes se ensalza la fuerza de la atracción entre un hombre y una mujer (o entre personas del mismo sexo). Sin este elemento, a muchas de las novelas, películas y canciones que se producen les faltaría el ingrediente principal. Es como si todo el universo dependiera de esta fuerza que arrastra a los seres humanos y que ha recibido infinidad de nombres. Puede ser vista como una fuerza divina o como un mero baile hormonal. ¿Por qué de vez en cuando se desencadena una atracción casi irresistible entre dos personas? ¿Qué sucede en realidad cuando se produce el fenómeno del enamoramiento? ¿Cuánto suele durar la fase del enamoramiento en una relación? Todo ha sido sometido a examen, pero no es fácil sacar conclusiones. Hay personas que coleccionan muchos enamoramientos de corta duración y otras que saben convertir el enamoramiento inicial en una relación estable que va madurando con el paso del tiempo. Este suele ser el desafío de toda relación y también la causa de las mayores frustraciones. En realidad, cuando nos enamoramos no hemos aprendido todavía a amar. La persona que nos atrae es una luz que se enciende en la caverna de nuestra soledad para hacernos ver sus dimensiones exactas. Esa luz –que se puede apagar en cualquier momento– no basta para hacer de la atracción una respuesta de amor. Se requiere un lento aprendizaje del “arte de amar”. Cuando se olvida esto, el fracaso está asegurado de antemano.

¿Se puede amar sin morir a uno mismo? La respuesta cultural es que sí; la realidad es que no. Si amar significa la capacidad de darse, esto es imposible sin salir de uno mismo para ir al encuentro del otro. La trampa del enamoramiento consiste en creer que vamos a ser felices cuando encontremos a la mujer de nuestros sueños o al príncipe azul. Toda la publicidad juega siempre con este señuelo. No importa que la experiencia nos diga una y otra vez que es falso. Caemos en sus dulces garras como adolescentes que lo experimentan por vez primera. Amar no consiste en encontrar a la persona que encaje con nuestra soledad, sino en aprender a desarrollar la capacidad que todos los seres humanos tenemos de dar y de darnos. Cuando esta capacidad permanece atrofiada, haremos de cualquier encuentro interpersonal una herramienta al servicio de nuestros intereses y deseos; es decir, manipularemos a la otra persona, la incorporaremos al almacén de nuestra soledad como una pieza de caza o un objeto decorativo. Y luego nos quejaremos de que no nos entienden o de que el amor es un mito. Si hoy tuviera que pedirle algún deseo a san Valentín, sería éste: que el enamoramiento sea un camino hacia el amor y no su sustituto.



jueves, 13 de febrero de 2020

La epidemia de la soledad

Recorro las calles empedradas y no me encuentro a nadie. Es como si se hubiera difundido la noticia de que el virus de la soledad está rondando por el pueblo. Veo humo en algunas chimeneas de casas antiguas. Abundan los nidos de cigüeña en  abetos, tejados y espadañas. El cielo cubierto intensifica el sentimiento de tristeza, que –como dicen los poetas y músicos– es de un color azul cobalto. Enfundado en una chaqueta térmica, también azul, recorro los rostros, también tristes, de los ancianos que he dejado en la residencia de mayores. Acumulan ochenta, novena y casi cien años de melancolía. A muchos les bailan los recuerdos y las palabras, sus conexiones neuronales los retrotraen a la infancia. Se acuerdan mejor de la tabla de multiplicar que aprendieron en la escuela infantil que de lo que acaban de comer a mediodía. Es difícil entablar una conversación con los más sordos. El ruido ambiental de voces y televisiones complica aún más el intercambio. Ver a personas que hace unos años exhibían una salud pletórica enganchadas ahora a una silla de ruedas deja jirones en el alma. Pasan las horas y no sucede nada, excepto el desfile continuo de recuerdos y los silencios interminables. Hay días en los que parece que la vida solo tiene una cara, la de la soledad. Algunos expertos dicen que esta es la epidemia silenciosa del siglo XXI. Tengo motivos para pensar que así es.

Se lo he oído a más de uno: “¡Qué triste es llegar a viejo!”. No sirven de mucho las invitaciones a alegrar la cara ni la respuesta tópica: “¡Más triste es no llegar!”. Es verdad que hay personas ancianas encantadoras, que destilan serenidad y alegría, paciencia y esperanza. Pero quizás abundan más las que, derrotadas por enfermedades crónicas o por una soledad incurable, se muestran irascibles, ansiosas y hasta impertinentes. No todo el mundo tiene las actitudes y capacidades necesarias para acompañar a las personas mayores. Hace falta aceptar con lucidez los propios límites para lidiar con los límites ajenos. De lo contrario, estallan los malos modos. Cada anciano decrépito anticipa nuestra propia decrepitud. Por eso, abundan las personas que no toleran tratar con ancianos. Se sienten confrontados con sus propios límites. Prefieren estirar la juventud hasta extremos inverosímiles. Una boca babeando o una frase incoherente no son las mejores invitaciones a entrar en la última etapa de la vida. La publicidad nos vende tantos cuerpos perfectos que a duras penas aceptamos que una cara se arrugue y una columna vertebral se doble. La publicidad nos quiere eternamente jóvenes. Todo lo que anuncia son elixires para no llegar nunca a viejos. Por eso, la publicidad es una mentira socialmente tolerada.

No sé si me hace bien pensar estas cosas mientras recorro las calles solitarias, pero no puedo cerrar los ojos a la rueda de la vida. Quizás algún día me vea en una situación semejante. No me gustaría que me trataran con desdén o como si fuera un niño inexperto o un demente senil. Si de verdad es triste llegar a viejo, más triste es no saber relacionarnos con los ancianos. Hay culturas en las que todavía los ancianos son un tesoro venerado. Para las culturas occidentales, un anciano es a menudo un estorbo, por más que se aprueben leyes de dependencia. Una cultura que tiene problemas para hacerse cargo de los niños y de los ancianos, que promulga leyes para favorecer el aborto y la eutanasia, es una cultura con los años contados. No se puede luchar contra la vida o entender por vida solo lo que nos sucede entre los 10 y los 70 años. La vida es todo el arco del misterio humano, con sus zonas luminosas y sombrías, sus destellos de fuerza y creatividad y sus ocasos de fragilidad e impertinencia. Dios, “el amigo de la vida”, nos quiere siempre, no solo cuando exhibimos un rostro luminoso y presumimos de fuerza. Dar gloria a Dios significa querer que todos sus hijos e hijas vivan con la dignidad que les corresponde desde el principio hasta el final. Como en la vida de Jesús, en toda vida humana hay misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos. No se puede prescindir arbitrariamente de ninguno. Todos forman parte del tremendo y fascinante rosario de la vida. 

Ha caído ya la noche cuando apresuro los pasos hacia la inmensa iglesia de piedra. Le confío mis pensamientos y también mis cuitas al Único que no juega con nuestra pequeñez ni se ríe de nuestra fragilidad porque la ha asumido hasta sus últimas consecuencias.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Fronteras éticas

Dentro de unas horas se hará pública la exhortación postsinodal Querida Amazonia. Si no he sido mal informado, en ella el papa Francisco no hablará de la ordenación presbiteral de hombres casados ni de la ordenación diaconal de las mujeres. Cree que no es el momento. Es probable que por esta sola razón muchas personas se olviden de los grandes desafíos de la región amazónica. En el fondo, les interesaba el Sínodo más por sus efectos colaterales (si es que llegaban) que por su sustancia. Es uno de los asuntos que ahora están sobre la mesa, pero hay otros muchos. 

En mi país ha comenzado ya, con amplio apoyo parlamentario, la tramitación de una ley que regulará la eutanasia. La filosofía que subyace se podría resumir en estas palabras pronunciadas por Fernando Cuesta, un enfermo de ELA que viajó a Suiza para poner fin a su vida: “Quien quiera vivir que viva, pero a los demás que nos dejen morir dignamente”. La cuestión va a dar que hablar en los próximos meses. Percibo en la mayoría de las intervenciones un planteamiento subjetivista o utilitarista. Quienes apoyan la eutanasia subrayan el valor de la decisión personal en una línea muy parecida a la que se sigue para reivindicar el derecho al aborto (yo hago con mi cuerpo lo que quiero). Quienes se oponen acentúan que la eutanasia es un modo de reducir los cuantiosos gastos sanitarios del Estado. Apenas hay planteamientos de fondo sobre la sacralidad de la vida humana, la necesidad de mejorar los cuidados paliativos o el verdadero significado de morir dignamente.

Comprendo que la cuestión es muy delicada y afecta a convicciones y sentimientos muy profundos, pero me llama la atención que el debate sobre asuntos que se refieren al principio y el final de la vida se produzcan, sobre todo, en los países ricos. A veces, tengo la impresión de que cuanto mayor es el nivel económico de las personas y las sociedades, menor es su sensibilidad ética, por más que esta insensibilidad se revista con el lenguaje progresista de los “derechos”: derecho a abortar, derecho a elegir el propio sexo, derecho a morir, derecho a autodeterminarse… Tanto los partidos de derecha como los de izquierda orillan a propósito cualquier referencia religiosa. La vida es un asunto que cocinamos nosotros. Ya somos mayores de edad. Dejemos a Dios fuera de estos planteamientos. Estoy seguro de que la ley será aprobada, pero también intuyo que dentro de unos años –como ha sucedido en algunos países con respecto a la permisividad abortista o la explotación de los recursos naturales– nos arrepentiremos de nuestro bajón ético y de la manera burda de eliminar “legalmente” a quienes nos estorban. Los seres humanos vamos de un extremo a otro. Podemos pasar del puritanismo más retrógrado a la permisividad absoluta y viceversa. Por decirlo con un ejemplo reciente: o explotamos a los animales hasta el extremo o los convertimos poco menos que en dioses adorables. Nos cuesta encontrar el punto medio de la virtud.

Como toda cuestión ética, también la de la eutanasia requiere afinar los conceptos y proceder con cautela. Pero a veces es necesario dar un golpe encima de la mesa y afirmar con rotundidad los valores innegociables. De otro modo, como me decía mi profesor de Moral Fundamental, moralistas, legisladores y canonistas acabarán quitándote la cartera a base de argucias éticas y legales. Por otra parte, en estos debates éticos hay que estar muy atentos al efecto talismán de las palabras. Todo lo que hoy quiera imponerse a la sociedad debe ser presentado con un lenguaje que conecte con las aspiraciones de los ciudadanos, que suscite en ellos una aquiescencia espontánea. Sabemos de antemano que conceptos como “deber”, “ley”, “autoridad”, “orden”, etc. suscitan un rechazo visceral. Por lo tanto, hay que usar siempre los opuestos: “derecho”, “libertad”, “opción”, “dignidad”, “autodeterminación”, etc. A ningún legislador se le va a ocurrir presentar la eutanasia como un crimen institucional con la atenuante de “ayuda compasiva”, sino, más bien, como el ejercicio individual del sacrosanto derecho a morir con dignidad. La batalla está perdida de antemano porque ¿quién se va a oponer a lo que se presenta como un derecho que afecta a la dignidad del individuo? Por eso, para no sucumbir al efecto talismán de las palabras, es necesario lanzar la jabalina más lejos, no confundir la compasión y la piedad con meros sentimientos, redescubrir el valor y la sacralidad de la vida en todas sus etapas, confesar nuestra esencial dependencia y multiplicar las iniciativas que ayuden a vivir una vida digna y saludable.

martes, 11 de febrero de 2020

Y la nave va

Hace siete años Benedicto XVI anunció su renuncia al ejercicio del ministerio petrino; o sea, que nos dijo en latín que pensaba dejar el papado, cosa que hizo formalmente el último día del mes de febrero de 2013. Yo lo había visto muy de cerca nueve días antes de ese misterioso mensaje en latín. Tuve la impresión de que estaba agotado y de que pronto podría morir. Quizás acerté en lo primero, pero me equivoqué de plano en lo segundo. Es verdad que se va apagando poco a poco, pero siete años es mucho tiempo para un hombre anciano. En realidad, no estaba tan mal como parecía. Prometió que se retiraría al silencio y la oración. Ha cumplido su palabra, aunque no han faltado de vez en cuando algunas críticas respecto a sus “intromisiones” en el papado de Francisco. Es posible que algunas personas piensen que tenemos “dos papas”. La falta de experiencia y de legislación al respecto ha podido generar en algún momento un poco de confusión. Esta inexistente bicefalia ha dado pie, sin embargo, a que algunos grupos consideren a Benedicto XVI el abanderado de la oposición a Francisco. Estas cosas son humanamente inevitables. Es mejor que salgan a la luz. Esto nos permite hacer un discernimiento más sereno.

Me sorprende que personas que no están muy metidas en la vida de la Iglesia me pregunten por estos asuntos. Deben de suponer que el hecho de vivir en Roma me proporciona una información de primera mano, lo que no es cierto. Para bien o para mal, yo me muevo muy lejos del mundo vaticano. Esto me permite ver las cosas con una sana distancia. Y lo que percibo es que, en medio de las normales tensiones humanas, salpicadas por el titubeante carácter eclesiástico, la nave de Pedro surca con decisión las aguas de la historia. Cada poco tiempo hay personas de dentro y de fuera que anuncian un naufragio inminente, como si la estabilidad de la barca dependiera solo de la idoneidad de la tripulación. La Iglesia lleva “desapareciendo” alrededor de dos mil años, desde el mismo momento de su nacimiento, cuando las autoridades judías pensaron que la secta de los galileos se disolvería como tantos otros movimientos. Juicios parecidos hicieron las autoridades romanas y luego una serie de agoreros: filósofos, sociólogos, científicos, periodistas… Como suele decirse en la jerga española: “A la Iglesia le quedan tres telediarios (o dos)”. Es verdad que, con las estadísticas en la mano, podría pensarse eso de algunos países europeos y americanos, pero la visión es demasiado coyuntural y superficial. La vitalidad de la Iglesia no depende de sus números y ni siquiera de su fidelidad, sino de su condición de “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Esta le viene asegurada no por la cantidad y fidelidad de sus miembros, sino por la promesa de su Señor. Este discurso es absurdo a los ojos del mundo; por eso, descoloca tanto.

No sé si algún día el papa Francisco va a renunciar como lo hizo el papa Benedicto XVI hace siete años. No me extrañaría nada. El papado no imprime carácter como la ordenación sacerdotal. Parece lógico que, tras un ponderado discernimiento, un papa pueda presentar su renuncia cuando considera que no posee ya las condiciones necesarias para el ejercicio de su ministerio. Este es un aspecto menor. Lo más decisivo es ir caminando hacia un tipo de ministerio que se desprenda de los rasgos de las monarquías absolutistas para que exprese mejor el servicio a la comunión eclesial y facilite la unidad de todas las iglesias. Es verdad que el papa Francisco ha dado algunos pasos, pero se trata de una evolución sinodal, de un camino que la Iglesia en su conjunto debe hacer, no de algunas decisiones “proféticas” tomadas por la cabeza aislada del cuerpo. Cada vez somos más sensibles a una Iglesia que camina junta, que toma en serio las opiniones de todos, que multiplica los órganos de participación y discernimiento. Desconfiamos mucho de las decisiones en solitario por más que a veces supongan un fuerte empujón en la línea de una renovación evangélica. Si en algo nos distinguimos los creyentes de quienes no creen es en reconocer la presencia del Espíritu de Dios en nuestros procesos de búsqueda de la verdad. Animados por esta fe, afrontamos siempre el futuro con mucha confianza, por más que a veces la barca de la Iglesia parezca zozobrar.