jueves, 7 de enero de 2021

Mis once palabras

La primera entrada de las 1.613 que acumula este blog, desde su inicio en febrero de 2016, la dediqué a explicar por qué se llama El Rincón de Gundisalvus. Ese latinajo último es una forma discreta de velar mi verdadero nombre. Gonzalo en latín se dice Gundisalvus. Su significado tiene algo de belicoso, pero no es el momento de extenderme en ello.

Hoy he decidido escribir sobre 11 palabras que son significativas para mí a partir precisamente del acróstico GUNDISALVUS. No creo que todas revistan igual importancia y sean las más significativas de mi vida, pero son las que han acudido a la mente en el día en que doy gracias a Dios por un año más de existencia. Estas once palabras son: 

G
racia
Unión 
Nacer 
Dios 
Iglesia
Shalom 
Amigos
Lápiz 
Vinuesa
Utopía 
Salvación. 

Voy a dejar que el teclado vuele con libertad. Faltan solo tres días para que termine el tiempo de Navidad. En el desierto que estamos atravesando desde hace diez meses, la celebración del nacimiento de Jesús ha sido un oasis de luz y paz. Hemos podido comprender mejor que Dios ha venido a nosotros en condiciones precarias, que su venida ha suscitado una inmensa alegría en los pobres y reacciones de odio en los orgullosos. Hemos caído en la cuenta de que necesitamos los besos y los abrazos, pero no necesariamente los excesos consumistas de otros años. Hemos comprendido que, por dura que sea una situación como la pandemia, la vida siempre se abre camino. La Navidad es, en el fondo, la fiesta de la Vida que se “hace carne” en nuestro suelo. Vayamos ya con las once palabras.

Un filipino, un esrilanqués, un japonés, un español, un indio y un nigeriano. Todos misioneros.

Gracia. No he dudado a la hora de escoger esta palabra. Podría haberme inclinado por gozo, gobierno, ganar, garabato o cualquier otra, pero he preferido una esencial. Gracia expresa con claridad que todo lo que soy y tengo es porque lo he recibido (cf. 1 Cor 4,7). Mi vida y mi vocación misionera y sacerdotal son fruto de la gracia de Dios. Vivo de pura gracia. Nada me es debido. Con el paso del tiempo, se me van curando las ínfulas de orgullo y autosuficiencia. Soy también consciente de que a quien mucho se le da, mucho se le pide. A la gracia se responde con la acción de gracias, con la gratitud. Un año más, siento la necesidad de dar gracias al Dios de la vida por todo. Y también a mis hermanos y amigos, incluyendo los lectores de este Rincón. 

Unión. Aquí sí he dudado un poco. Me venían otras palabras como unidad, urgir, último… Me he inclinado por unión porque expresa algo que forma parte de mi vida: la pasión por evitar las polarizaciones, unir los contrarios, superar el dualismo que tanto caracteriza a los occidentales. La unión es símbolo de armonía. El dogma central de la fe cristiana habla de un Dios que, haciéndose hombre, ha unido lo divino y lo humano, ha reconciliado lo que nosotros habíamos roto. Creo que todo sacerdote es un pontífice, un hacedor de puentes, una persona que tiene que dar su vida para unir a los seres humanos entre sí y a todos con Dios. Es obvio que esta unión la veo especialmente reflejada en mi familia y en mi comunidad, como expresiones concretas y cercanas.

Nacer. También aquí tuve alguna duda. Podría haber escogido palabras como nuevo, nieve, narración, navegar… Nacer me parece un verbo ligado a la vida. De hecho, es el primer verbo que conjugamos: “Yo nazco”. Nací tal día como hoy hace 63 años. Todos los demás verbos dependen de este. Ese paso de la oscuridad a la luz, de la dependencia absoluta a la relativa autonomía, me parece un símbolo de la dinámica vital. Siempre estamos naciendo a algo nuevo en la medida en que crecemos. Y la muerte será el nacimiento a la vida definitiva. Lo creo profundamente. 

Con un grupo de profesores del Instituto Claret de Temuco, Chile.

Dios. Aquí no tuve ninguna duda. No encuentro alternativa posible. La letra D podría haberme remitido a dar, danzar, deber, dedicar…, pero se impuso sin ninguna violencia la palabra Dios. En este tiempo de Navidad hemos recordado por tres veces que “a Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Dios no es para mí un ser extraño, lejano o antojadizo. Es mi Padre. Cada año que pasa siento con más hondura su amor y las exigencias que brotan de él. Por eso, me gusta tanto el poemita de mi hermano Pedro Casaldáliga, fallecido el pasado mes de agosto: “Donde tú dices ley, yo digo Dios. / Donde tú dices paz, justicia, amor, / ¡yo digo Dios! / Donde tú dices Dios, / ¡yo digo libertad, justicia, amor!”. Como claretiano, recito a menudo la oración apostólica de san Antonio María Claret: “Señor y Padre mío, / que te conozca y te haga conocer; / que te ame y te haga amar; / que te sirva y te haga servir; / que te alabe y te haga alabar / por todas las criaturas. Amén”. Me parece que expresa lo que yo quiero vivir.

Con un grupo de cristianos en la India

Iglesia. ¿Qué sería yo fuera de la Iglesia si en ella he recibido el don de la fe, el regalo de los sacramentos (comenzando por el Bautismo recibido el mismo día en que se celebraba la fiesta del Bautismo del Señor en aquel frío enero de 1958), el tesoro de la Palabra de Dios, la devoción a María, la vocación misionera y tantas personas con las cuales he compartido infinidad de experiencias? Es verdad que me duelen mucho los continuos ataques de que es objeto y todavía más las incoherencias de quienes formamos parte de ella, pero yo sé que la Iglesia no es la suma de sus miembros, sino un misterio que está siempre en las manos de Dios. Lleva muriendo desde sus inicios, pero cada día muestra un nuevo vigor porque está animada por el Espíritu de Jesús. Es verdad que muchos de sus hijos e hijas somos pecadores, pero nos salvan los innumerables santos que en las condiciones más ordinarias viven con seriedad su fe. Es verdad que la Iglesia puede parecer a veces “la casa de los líos”, más “comisaría que hogar”, pero, en realidad, es el cuerpo de Cristo del que todos formamos parte, la madre que nos engendra a la fe.

Shalom. La S hubiera admitido palabras como servir, sabiduría, silencio, sosiego, saeta, sacramento y otras muchas. He escogido “shalom” porque este término hebreo, que solemos traducir por “paz”, condensa todos los bienes que un ser humano necesita y puede desear: salud física, psíquica y espiritual, armonía con uno mismo, con los demás, con el cosmos y con Dios. Solo cuando nos dejamos inundar por esta “paz” nos convertimos en personas pacíficas y pacificadoras, en artesanos de paz y reconciliación.  Es el regalo que el Cristo resucitado deja a los suyos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Jn 14,26–27). Creo que en este tiempo convulso necesitamos abrirnos al don de la paz, no simplemente llegar a acuerdos y compromisos. 

Amigos. Esta palabra se impuso por su propio peso. No entendería la vida sin el don de la amistad. He sido bendecido con excelentes amigos desde mi infancia. Otros se han ido incorporando en distintas fases de la vida. Todos son un don inmerecido. No sería yo sin mis amigos y amigas. Son tantas las historias vividas que es imposible evocarlas. Recuerdo conversaciones que me han marcado, experiencias conjuntas, viajes y diversiones. Me gustaría poner aquí una lista con los nombres de todos, pero sería incompleta y constituiría una indiscreción. No sabría decir en pocas palabras lo que significa para mí la amistad. Es la experiencia de sentirse aceptado y querido por lo que soy, al margen de lo que piense, diga o haga. Me encanta que Jesús haya dicho que ya no nos llama siervos, sino amigos. 

Lápiz. Quizá la L hubiera exigido palabras más sonoras y rotundas como libertad, luz o liturgia, pero he escogido la humilde “lápiz” porque con este instrumento aprendí a escribir y dibujar siendo un niño. Luego he escrito miles de páginas con bolígrafo, pluma u ordenador, pero el lápiz sigue siendo el símbolo de esa hermosa capacidad que tenemos los seres humanos de dibujar pensamientos para poder comunicarlos a otros. En el fondo, este blog no es sino un ejercicio diario de dibujo mental. No lo escribo a mano, pero el procedimiento es parecido. Con lápiz sigo dibujando infinitos planos, bocetos y partituras en mis horas de aburrimiento. Este último año pandémico ha sido especialmente fecundo.

Con mi compañero de gobierno y amigo Henry en un lugar de Sumatra, Indonesia.

Vinuesa. Podría haber reservado la V para vida, visión, vocación o virtud, pero la palabra que ha llamado a mis puertas ha sido el nombre de mi pueblo natal, así que no he tenido más remedio que abrirlas de par en par. No me considero un abertzale del lugar en el que nací, ni pienso que sea el mejor pueblo del mundo. De hecho, he vivido establemente en, al menos, siete u ocho pueblos y ciudades. Como misionero, no como turista, he podido visitar cerca de 60 países de todo el mundo, desde los grandes (Rusia, China, Brasil, India y Estados Unidos) hasta los pequeños (Andorra, Belice o San Marino). Sin embargo, no hay ningún lugar que me produzca la emoción que me produce Vinuesa, ni siquiera esta hermosísima Roma en la que vivo. Con el paso del tiempo, he aprendido a valorar el hermoso entorno natural de mi pueblo serrano, su historia  milenaria y sus gentes recias. Mi madre, mi hermano menor y su familia, algunos de mis parientes y amigos siguen viviendo allí. A ese rincón montañoso vuelvo cuando puedo, al menos una vez al año. Las raíces de lo que he sido en la vida se hunden en esa tierra nutricia. Por eso, me he convertido en un embajador discreto.

Utopía. Este término me entusiasmaba hace 30 o 40 años. Ahora no tanto, tal vez porque me parece más propio de los movimientos sociales de izquierda que de los cristianos. Los seguidores de Jesús no somos utópicos en sentido estricto, no soñamos con un “no-lugar” como motor de nuestra lucha, caminamos hacia una patria prometida y real. El reino de Dios no es la versión cristiana de la utopía comunista, socialista o científica. El reino de Dios es Jesús, un hombre de carne y hueso, cuyo nacimiento acabamos de celebrar. Por eso, cuando hablo de utopía cristiana me refiero al “sueño de Jesús”, al Evangelio que inspira mi vida, por más que su realización se quede siempre a medias.

Salvación. Esta S final es un poco problemática en un contexto en el que muchas personas no sienten la necesidad de ser salvadas de nada, a no ser de este Covid-19 que nos amarga la vida desde hace meses. Y, sin embargo, a medida que pasan los años, me he vuelto más consciente de la enorme distancia que hay entre preguntas y respuestas, deseos y realizaciones. Hay un virus más insidioso que el Covid-19 que nos impide ser lo que estamos llamados a ser. La tradición cristiana lo llama “pecado”. Lo experimento a diario, hago lo que no quiero. Por eso, deseo la salvación y llamó a Jesús mi Salvador.

Tomando notas junto al lago Toba, en Sumatra, Indonesia. 

El hecho de haberme ajustado al acróstico GUNDISALVUS ha dejado fuera palabras que son esenciales en mi vida: padre, madre, abuelos, María, fe, música, justicia, etc., pero no me arrepiento del ejercicio. Siempre hay tiempo para la gratitud. Hoy, sin duda, es un día adecuado.

miércoles, 6 de enero de 2021

Quien busca encuentra

En bastantes países (entre ellos España e Italia) celebramos hoy la solemnidad de la Epifanía del Señor. En otros se celebró ya el pasado domingo. Aunque litúrgicamente hablamos de “epifanía” (manifestación), popularmente la fiesta de hoy es conocida como los Reyes Magos. Desde antiguo los tres magos a los que se refiere el Evangelio (cf. Mt 2,1-12) suscitaron mucho interés. Los poquísimos datos ofrecidos por Mateo −el único evangelista que los menciona− no eran suficientes para satisfacer la curiosidad acerca de cómo se llamaban, de dónde venían, etc. Por eso parafraseo ahora a nuestro amigo Fernando Armellinisurgieron muchas leyendas (no historias) para responder a estas preguntas. 

Se ha dicho que eran “reyes” (el texto habla solo de “magos”), que eran tres, que provenían uno de África, otro de Asia y el otro de Europa y que eran uno negro, otro amarillo y el otro blanco. Guiados por la estrella, se habrían encontrado en un mismo lugar y de allí habrían recorrido juntos el último tramo de camino hasta Belén. Sus nombres nos resultan muy familiares: Melchor (anciano de pelo cano y barba blanca), Gaspar (hombre maduro y de tupida barba) y Baltasar (joven imberbe y de color). Eran claramente los símbolos de las tres edades de la vida. Para el viaje se sirvieron de camellos y dromedarios. Después de regresar a casa, cuando ya habían llegado a la venerable edad de 120 años, un día volvieron a ver la estrella, se pusieron en camino y se reencontraron de nuevo en una ciudad de la Anatolia (centro de Turquía) para celebrar la misa de Navidad. Aquel mismo día murieron llenos de gozo. Sus restos mortales fueron llevados, primero a Constantinopla, después a Milán hasta el año 1162 cuando fueron trasladados a la catedral de Colonia en Alemania. ¡No me digáis que no son hermosas estas leyendas que hemos aprendido desde niños, por más que no tengan ninguna consistencia histórica!

Y, sin embargo, el mensaje del Evangelio de Mateo va en otra dirección no menos atractiva y más real que las leyendas. Me he referido a este mensaje desde diversas perspectivas a lo largo de los últimos años: La estrella es Jesús (2017), Se llenaron de inmensa alegría (2018), Epifanía es nombre de mujer (2019). El año pasado regresé a una perspectiva similar a la de 2017: Jesús es la estrella (2020). No es necesario, pues, repetir lo que ya he compartido hace tiempo. 

Regresemos al Evangelio de Mateo que hoy escucharemos. ¿De qué se da cuenta el evangelista Mateo cuando escribe su Evangelio en la década de los 80? Constata que los paganos han entrado ya en masa en la Iglesia, han reconocido y adorado “la estrella” (es decir, Jesús), mientras que los judíos que, desde hacía tantos siglos la esperaban, la rechazaron. El relato de los magos que incluye en su Evangelio es una especie de “parábola” de lo que estaba sucediendo en las comunidades cristianas de finales del siglo I. Los paganos que habían buscado con honradez y constancia “la estrella” habían recibido de Dios la luz para encontrarla en Jesús. Pero no lo habían hecho sin la ayuda de las Escrituras, que son las que siempre indican el camino.

Ayer prometí explicar el significado de los dones que los magos llevan al Niño. En la primera lectura de hoy, el profeta Isaías (cf. Is 60,1-6) dice que cuando brille en Jerusalén la luz del Señor, todos los pueblos se pondrán en camino hacia la ciudad santa llevando sus dones. Mateo da por realizada la profecía: guiados por la luz del Mesías, los pueblos paganos (representados por los magos) se dirigen hacia Jerusalén para llevar oro, incienso y mirra. La piedad popular ha aplicado a cada uno de estos tres dones un significado simbólico: el oro simboliza el reconocimiento de Jesús como Rey; el incienso, la adoración frente a su divinidad; la mirra, su humanidad.

Me pregunto cómo interpretar este hermoso relato en los tiempos que vivimos. Dejando este año a un lado la magia que la fiesta tiene para los niños, tal vez podemos poner el acento en que como había dicho el mismo Jesús “quien busca encuentra” (Mt 7,8). La “estrella” se hace visible a aquellos que escrutan el firmamento, que miran hacia arriba, no a quienes permanecen instalados en su comodidad y se miran solo el ombligo. 

Tengo la impresión de que la pandemia ha producido en nosotros un doble efecto: por una parte, nos hecho más humildes y más anhelantes de sentido; por otra, nos ha contagiado el “síndrome de la cabaña”. Casi sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a una vida encerrada, reducida a lo mínimo: comer, ver la televisión o navegar por Internet y descansar. En este contexto, no tenemos muchas ganas de ponernos a escrutar ningún firmamento. No buscamos estrellas, sino salir cuanto antes de este túnel que se nos está haciendo demasiado largo. Por eso, quizá este año, más que como una estrella pendida en el ancho cielo, Jesús puede ser visto como la luz al final del túnel. O, si se prefiere, como la linterna que nos permite recorrer el túnel sin tropezar, seguros de llegar pronto a la claridad del día.



martes, 5 de enero de 2021

Carta a las Reinas Magas

Circulan estos días por Internet chistes gráficos, vídeos y textos de diverso pelaje en los que se especula sobre lo que hubiera sucedido en el portal de Belén si, en vez de haber recibido la visita de los famosos tres Reyes Magos, José y María hubieran acogido a tres Reinas Magas. Con toda seguridad, no hubieran recibido los extraños regalos que trajeron los magos de Oriente. Hay que comprender que, si el relato se entiende al pie de la letra, los dones de oro, incienso y mirra resultan bastante superfluos −por no decir inútiles− en las condiciones precarias en las que se encontraba el trío santo. Las supuestas tres Reinas Magas habrían actuado de otra manera. Se habrían puesto enseguida a barrer y adecentar la cueva, a atizar el fuego, a lavar los pañales sucios del pequeño Jesús, a preparar un poco de comida caliente para todos y a dar conversación a María y a José. O sea, que sus regalos hubieran sido más prácticos que el oro, el incienso y la mirra de sus colegas varones. Estimulado por esta interpretación femenina (quizás incluso feminista) de la narración de Mateo, este año, rompiendo moldes, me he decidido a escribir una breve

Carta a las Reinas Magas (o Majas)

Roma, 5 de enero de 2021

Queridas Reinas Magas (o Majas):

Hubiera querido dirigirme a Vuestras Majestades por vuestros augustos nombres, pero no estoy seguro de cuáles son. Es probable que os llaméis Melchora, Gaspara y Baltasara, aunque me parece que no es buena idea limitarse a feminizar los nombres de vuestros tres colegas varones. A Vuestras Majestades las veo mucho más creativas. A falta de información precisa, yo os llamaré Irene, Leticia y Lux, que es como decir paz, alegría y luz. Creo que de esta forma vuestros nombres constituyen ya regalos en sí mismos, imprescindibles en estos tiempos que corren.

Sabéis de sobra que 2020 ha sido un año duro, aunque podría utilizar otros adjetivos más expresivos. Como a vosotras no os va mucho perderos en reflexiones teóricas acerca de lo que ha significado la pandemia, de lo que podemos aprender de la experiencia y de las perspectivas que se abren en 2021, prefiero pediros cosas concretas, que es vuestra especialidad. Sé que sois expertas en promover y “cuidar la vida”. Tal vez algunas de vuestras compañeras feministas se enojen un poco por esta interpretación, que la consideren un residuo de la mentalidad patriarcal y cosas por el estilo, pero os he visto en Belén tan pendientes de los detalles concretos, tan hacendosas y eficaces, que creo no equivocarme. Animado por esta convicción, me atrevo a pediros que nos traigáis:

  • Dosis de vacunas suficientes para vacunar a la mayor parte de la población, incluyendo la de países que disponen de pocos recursos.
  • Más médicos y personal sanitario que, con sueldos dignos, puedan dedicarse a una atención de calidad a los enfermos.
  • Más cuidadores en geriátricos y residencias de ancianos que atiendan con cariño y profesionalidad a nuestros mayores y sean recompensados como merecen.
  • Iniciativas empresariales que permitan crear puestos de trabajo para todos, especialmente para aquellos que lo han perdido a causa de la pandemia.
  • Nuevas propuestas culturales que nos ayuden a restaurar el alma herida a través de la belleza del arte.

Y, como sé que las tres sois unas buscadoras incansables de la estrella que conduce a Dios, también os pido que:

  • Nos ayudéis a caminar hacia una Iglesia más sinodal, con una real participación de las mujeres en la vida de la comunidad.
  • Nos traigáis nuevas vocaciones al matrimonio, al sacerdocio y a las diversas formas de vida consagrada.
  • Nos echéis una mano para construir comunidades vivas que sepan acoger a quienes están solos, buscan un sentido a sus vidas y padecen cualquier tipo de necesidad.

Haciendo honor a vuestros nuevos nombres, también os pido que nos traigáis gestos de paz (Irene), dosis de alegría (Leticia) y destellos de luz (Lux). Ya hemos tenido suficiente guerra, tristeza y oscuridad en el año que acaba de terminar. 

Como supongo que mantenéis buenas relaciones con vuestros colegas varones, no os olvidéis de decirles que este año tal vez podrían cambiar el oro, el incienso y la mirra por un botiquín de primeros auxilios. Hay muchas heridas que curar tras tantos meses de pandemia. Tiempo habrá para otros festejos.

Vuestro sincero admirador,

Gundisalvus



lunes, 4 de enero de 2021

¿Dónde vives?

Durante estos días de Navidad me llegan infinidad de vídeos en forma de felicitaciones, canciones, paisajes nevados, chistes graciosos y parodias. Agradezco mucho a los amigos que comparten conmigo lo que, en la mayoría de los casos, ellos mismos han recibido. Es verdad que se corre el riesgo de que a uno le llegue el mismo vídeo por tres o cuatro canales distintos, pero eso muestra hasta qué punto estamos interconectados. Uno de los más originales es el protagonizado por el actor mexicano Jorge Lozano H. Se titula La revancha. El actor se encara con el año 2020 (el “año de la rata”, según el calendario chino) por todas las desgracias que nos ha traído y le amenaza con una descomunal “revancha” en el 2021 (el “año del búfalo”). Merece la pena verlo para desahogarse un poco y cargarse de energía en los primeros compases del nuevo año. 

Pero confieso que el que más me ha impresionado, a pesar de que dura tres cuartos de hora, es el que muestra una entrevista con el antropólogo Mikel Azurmendi, conocido en España, pero quizá desconocido en otros países. Se trata de un vasco, nacido en San Sebastián en 1942 (acaba de cumplir 78 años), que fue miembro de la primera ETA y que posteriormente salió de la banda armada porque estaba totalmente en contra del uso de la violencia. Ha sido profesor en la Universidad del País Vasco y en otros centros académicos. Durante mucho tiempo, en línea con la postura de muchos intelectuales, se consideraba agnóstico. En la entrevista que adjunto al final de esta entrada explica con gran sencillez su proceso de conversión a la fe cristiana.

Me fijo en este testimonio porque en el Evangelio de hoy, unos discípulos le preguntan a Jesús: “Maestro, ¿dónde vives?”. Me parece que en esta sencilla pregunta de solo dos palabras se concentran muchas de nuestras inquietudes actuales. En realidad, las preguntas podrían multiplicarse como esporas: ¿Existe Dios? En caso afirmativo ¿qué es o quién es? ¿Dónde encontrarlo? ¿Cómo se lo encuentra? ¿Se puede ser científico y creyente? ¿Por qué Europa, el continente marcado por el cristianismo, es hoy el más secularizado? ¿Qué cambia en la vida de una persona cuando cree en Dios? ¿Es lo mismo creer en Dios que creer en Jesús? ¿Es la fe una fuente de libertad o de esclavitud mental? ¿Por qué si existe Dios no interviene para frenar el mal del mundo, sobre todo el de los inocentes? 

Estas y otras preguntas han ocupado la reflexión de filósofos, teólogos, científicos y pensadores a lo largo de muchos siglos. En un momento u otro de la vida, asoman también en la existencia de la mayoría de las personas, por más que la sociología religiosa detecte que el fenómeno imperante hoy no es tanto la búsqueda religiosa cuanto la indiferencia. Pienso en algunos de mis conocidos (incluso amigos), con los cuales nunca abordamos estas cuestiones porque se consideran demasiado íntimas o porque “ya se sabe lo que va a pensar un cura al respecto”. Desde hace años echo de menos conversaciones en profundidad que aborden la búsqueda de sentido con honradez, sin prejuicios, partiendo de lo que cada uno vivimos por dentro. Quizá me ha gustado la entrevista a Mikel Azurmendi porque he encontrado en ella algunos de estos ingredientes que cada vez escasean más. 

Mikel no es un joven sin experiencia de la vida, seducido por los reclamos de la moda o condicionado por lo políticamente correcto. Dentro de un par de años cumplirá 80. Ha vivido con gran pasión la segunda mitad del siglo XX. Conoce muy bien los movimientos sociales del siglo pasado y de los primeros años del siglo XXI. Ha sido activista político y profesor universitario. No ha llegado a la fe a través de razonamientos sutiles, sino mediante el encuentro con cristianos que practican lo que creen. En otras palabras, lo esencial en su proceso ha sido una “experiencia de encuentro”. La respuesta que Jesús da a los discípulos que le preguntan dónde vive no es la dirección de una calle, un razonamiento lógico o una argumentación teológica. Es una invitación a pasar un rato con él: “Venid y lo veréis”. Se trata, pues, de experimentar algo que toca las fibras de la propia vida, que implica emociones y convicciones, belleza y ética, persona y comunidad.  ikel Azurmendi insiste mucho en esto. Lo que a él hombre de pensamiento le movió a creer en Jesús fue el hecho de comprobar que había personas que vivían de verdad una vida buena y que, haciéndolo, eran felices y transmitían felicidad. Fue un fenómeno de contagio vital. La fe no se explica, se comparte. 

Si hoy se ensancha la franja de los indiferentes en nuestras sociedades secularizadas, tal vez es porque hay pocos creyentes que viven con hondura su fe e iluminan desde ella las encrucijadas de la vida cotidiana. Entrevistas como la que os propongo ahora no saldrán nunca en los programas de televisión más vistos, incluso se silenciarán por parte de algunos, pero nos revelan que Jesús sigue llegando al corazón de las personas también en el siglo XXI. Es una buena forma de empezar este nuevo año.



domingo, 3 de enero de 2021

Solo soy hijo de Dios

La verdad es que este domingo me resulta un poco complicado escribir la entrada. En algunos países como Italia, España, Argentina, Guatemala, Panamá, Perú o Puerto Rico se celebra el II Domingo después de Navidad. En otros como Portugal, Chile, Colombia, Costa Rica y México hoy celebran ya la solemnidad de la Epifanía. Como vivo en Italia y la mayor parte de los lectores de este blog están en España, me atengo al calendario litúrgico de estos dos países, así que hoy no hablaré de los magos de Oriente y de la famosa estrella. Lo dejo para el próximo miércoles. Me centro en el domingo. 

Por tercera vez en este tiempo navideño se nos propone el Evangelio del prólogo de Juan. Ya lo leímos el día de Navidad (25 de diciembre) y el séptimo día de la Octava (31 de diciembre). Hoy quisiera fijarme en una sola frase que conecta con el mensaje de la segunda lectura: “A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). En el himno de la carta a los Efesios (segunda lectura) leemos: “Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado” (Ef 1,5-6). Se nos recuerda que estamos llamados a vivir como hijos.

Cuando me encuentro con personas amargadas o resentidas, casi siempre descubro que en la raíz hay un problema de identidad. No se sienten a gusto con lo que son. Influidas por la educación recibida o por los ideales que nos propone la sociedad competitiva, hubieran soñado con cursar la carrera que no han podido hacer, ganar mucho más de lo que ganan, o realizar otros muchos proyectos que tienen que ver con las tres aspiraciones humanas sempiternas: amar, tener, poder. No aceptan la clase social en la que han nacido, reniegan de la educación recibida y critican la falta de oportunidades que, según ellas, les ha impedido progresar en la vida. Envidian a quienes han escalado posiciones en la sociedad, disponen de holgura económica y saborean el reconocimiento de los demás. 

En el origen de muchas amarguras, hay una enorme frustración. Los sentimientos que se generan son de inferioridad, tristeza, envidia y a veces odio. ¡Qué difícil es vivir sereno cuando la felicidad se fía a estos baremos! Siempre habrá alguien más inteligente, más guapo, más rico, mejor formado y más exitoso que nosotros. Si todo lo basamos en las comparaciones, nunca sabremos quiénes somos y cuál es la fuente de nuestra verdadera dignidad.

Hay personas a las que les gusta presumir de sus títulos o cargos. Si de ellas dependiera, mandarían imprimir tarjetas de visita en las que figurase la panoplia de sus credenciales. En este contexto de superficial vanidad, ¿qué pasaría si una persona, al presentarse, dijera algo parecido a esto: “Yo solo soy un hijo (una hija) de Dios”? En algunos casos provocaría hilaridad, pero en otros haría pensar. Su aplastante humildad derribaría con un potente soplo el castillo de naipes de quienes entienden que la dignidad de una persona está ligada a sus títulos o cargos. ¿Hay algo más real, contundente y digno que ser hijo de Dios? El prólogo del Evangelio de Juan nos dice con claridad que a quienes acogen a Jesús como la Palabra de Dios se les da “el poder de ser hijos de Dios”. Por ninguna parte se dice que la fe en Jesús será fuente de prosperidad económica, prestigio o éxito profesional. 

El gran fruto de la fe es hacernos conscientes de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. No hay dignidad superior a esta. De ella nace nuestra seguridad en la vida, la cordialidad en las relaciones, la alegría en cuanto hacemos, el deseo de vivir la fraternidad con los demás hijos e hijas de esta inmensa familia. Vale la pena leer por tercera vez el mismo mensaje. En él descubrimos que somos solo hijos de Dios. No sé si esto luce mucho en una tarjeta de visita.



sábado, 2 de enero de 2021

Un alma en dos cuerpos

Pasada la octava de Navidad, empezado el nuevo año civil, poco a poco volvemos a la normalidad, aunque el ciclo natalicio no terminará hasta el domingo 10 con la fiesta del Bautismo del Señor. Entre los santos que se celebran durante este tiempo, hoy les toca el turno a Basilio el Grande (330-379) (padre del monaquismo oriental) y Gregorio Nacianceno (329-389) (poeta y teólogo). Ambos fueron teólogos y obispos: Basilio de Cesarea de Capadocia y Gregorio de Constantinopla. Forman parte de los llamados “padres griegos”, junto a san Atanasio y san Juan Crisóstomo. Ambos fueron declarados doctores de la Iglesia por san Pío V en 1568. Su historia es fascinante. En los enlaces anteriores se pueden encontrar los datos principales. 

De todos modos, hoy quiero fijarme no tanto en sus posiciones teológicas o en sus trabajos pastorales, sino en su profunda amistad. Al final de la entrada, reproduzco un fragmento de uno de los sermones pronunciados por Gregorio en memoria de su amigo Basilio, que falleció diez años antes que él. Se propone hoy en el Oficio de lecturas de la Liturgia de las Horas. Merece la pena meditarlo. De él extraigo la frase que da título a la entrada de hoy: “Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos”.

No sé si los tiempos actuales son buenos para la amistad. Es verdad que las redes sociales han multiplicado la posibilidad de conocer a muchas personas. Es verdad también que algunas redes por ejemplo, Facebook aplican la categoría “amigos” (friends) a cuantos forman parte de nuestro grupo de conocidos, pero tengo la impresión de que, en conjunto, la amistad auténtica no abunda; al menos, la amistad como la entendían Basilio y Gregorio. A menudo, se busca en los amigos ese complemento afectivo que necesitamos para no sentirnos solos, las personas que nos aceptan como somos sin someternos a un continuo escrutinio moral. En el contexto de individualismo que hoy vivimos, un amigo casi parece más una “necesidad” del yo solitario que un verdadero “don”, un asidero en la dificultad que un compañero de camino hacia una meta compartida. ¿Se podría decir de algunos de nuestros amigos que somos como un alma sola en dos cuerpos? ¿No se trata de una expresión exagerada, que no hace justicia a lo que experimentamos en la mayor parte de los casos? Ya Aristóteles distinguía con claridad entre la amistad por placer, por utilidad y la amistad verdadera. La vida nos va enseñando a hacer también esta sutil diferencia.

Internet está lleno de aforismos sobre la amistad. Espigo algunos que me resultan iluminadores: “Un amigo es la persona que sabe todo de ti y aún le gustas” (Elbert Hubbard); “Un amigo es alguien que conoce la canción de tu corazón y puede cantarla cuando a ti ya se te ha olvidado la letra” (C.S. Lewis); “Un verdadero amigo es aquel que llega cuando todos se han ido” (Albert Camus); “En realidad, el único momento de la vida en que me siento ser yo mismo es cuando estoy con mis amigos” (Gabriel García Márquez); “Mi mejor amigo es el que saca lo mejor de mí mismo” (Henry Ford); “Mi patria son los amigos” (Alfredo Bryce Echenique); “Vamos, amigo, recordemos que los ricos tienen camareros y no amigos” (Ezra Pound); “La verdadera amistad es como la fosforescencia, resplandece mejor cuando todo se ha oscurecido” (Rabindranath Tagore). Termino con una aguda observación de Zygmunt Bauman, el de la “sociedad líquida”: “Un Facebook-dependiente me dijo: He hecho 500 amistades y en un día: yo no las he hecho en 86 años. Pero ¿cuántos amigos puede realmente tener un ser humano? Respuesta: 150. No más. Este es el número de Dunbar: es decir, la cantidad máxima de personas que pueden formar parte de nuestro paisaje emocional. Ir más allá sería una excedencia, un derroche de tiempo”.

Todas las frases anteriores y otras muchas del mismo tenor me pueden resultar ingeniosas, sabias, alentadoras, pero en ninguna encuentro la profundidad que destilan las reflexiones de Gregorio sobre su amistad con Basilio. Creo que la razón es muy sencilla: la belleza de la amistad está en relación directa con la meta que se persigue juntos. Podemos ser amigos que hablan de fútbol, comparten ciertas ideas políticas o pertenecen a la misma generación. En el caso de Basilio y Gregorio hay algo más: “Tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud”. ¿Hay mejor amistad que la que no se limita a cubrir una carencia afectiva, sino que nos impulsa a ser virtuosos? 

A Kant o a algún otro pensador famoso se le atribuye una cínica frase que transcribo de memoria: “Hay algo en la desgracia de nuestro mejor amigo que no nos desagrada del todo”. Es una forma de referirse a las envidias y celos que a veces pueden incrustarse en las relaciones de amistad. A este respecto, Gregorio es muy claro: “Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación”. 

¡Cómo cambia la vida personal cuando Dios nos concede algunos amigos de esta categoría! Creo que constituyen una rara avis en el horizonte cultural de nuestro tiempo, pero sé por experiencia que existen. ¡Ojalá pudiéramos decir con Gregorio: “Para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre”!
 

DE LOS SERMONES DE SAN GREGORIO NACIANCENO, OBISPO

(Sermón 43, en alabanza de Basilio Magno)

Nos habíamos encontrado en Atenas, como la corriente de un mismo río que, desde el manantial patrio, nos había dispersado por las diversas regiones, arrastrados por el afán de aprender, y que, de nuevo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, volvió a unirnos, sin duda porque así lo dispuso Dios.

En aquellas circunstancias, no me contentaba yo sólo con venerar y seguir a mi gran amigo Basilio, al advertir en él la gravedad de sus costumbres y la madurez y seriedad de sus palabras, sino que trataba de persuadir a los demás, que todavía no lo conocían, a que le tuviesen esta misma admiración. En seguida empezó a ser tenido en gran estima por quienes conocían su fama y lo habían oído.

En consecuencia, ¿qué sucedió? Que fue casi el único, entre todos los estudiantes que se encontraban en Atenas, que sobrepasaba el nivel común, y el único que había conseguido un honor mayor que el que parece corresponder a un principiante. Este fue el preludio de nuestra amistad; ésta la chispa de nuestra intimidad, así fue como el mutuo amor prendió en nosotros.

Con el paso del tiempo, nos confesamos mutuamente nuestras ilusiones y que nuestro más profundo deseo era alcanzar la filosofía, y, ya para entonces, éramos el uno para el otro todo lo compañeros y amigos que nos era posible ser, de acuerdo siempre, aspirando a idénticos bienes y cultivando cada día más ferviente y más íntimamente nuestro recíproco deseo.

Nos movía un mismo deseo de saber, actitud que suele ocasionar profundas envidias, y, sin embargo, carecíamos de envidia; en cambio, teníamos en gran aprecio la emulación. Contendíamos entre nosotros, no para ver quién era el primero, sino para averiguar quién cedía al otro la primacía; cada uno de nosotros consideraba la gloria del otro como propia.

Parecía que teníamos una misma alma que sustentaba dos cuerpos. Y, si no hay que dar crédito en absoluto a quienes dicen que todo se encuentra en todas las cosas, a nosotros hay que hacernos caso si decimos que cada uno se encontraba en el otro y junto al otro.

Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.

Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y orientación de su misma vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este nombre.


Hoy es un buen día para recordar uno de mis temas musicales favoritos: You've got a friend, al que le dediqué una entrada hace casi cinco años. 



viernes, 1 de enero de 2021

La Madre que acompaña

No sé si hay en el año alguna mañana tan silenciosa como esta del primer día de enero.  Yo disfruto con la calma que sigue a los excesos de la noche pasada. Los fuegos artificiales han dejado paso a un cielo plomizo y a una lluvia suave que cae sobre una Roma dormida. 2021 ha nacido dándole la espalda a 2020, como si el nuevo año no quisiera saber nada del que acaba de terminar. Es como si se nos concediera la posibilidad de resetear el disco duro del mundo, de poner en hora nuestro reloj personal. En todo el planeta se ha recibido el año 2021 con unos enormes deseos de transformación. 2020 nos ha dejado exhaustos. Anhelamos otro aire, buscamos nuevos abrazos, queremos movernos, no renunciamos a soñar. 

Mientras todos estos sentimientos bullen en nosotros después de habernos felicitado de mil modos el nuevo año, la liturgia de la Iglesia nos invita a comenzarlo con la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Para decirle “buenos días” a esta Madre y dejarme acariciar por el frío matutino, he salido a la terraza del primer piso, me he dirigido al mosaico del Corazón de María que acabamos de instalar en una de las paredes exteriores de la capilla y he recitado el Avemaría pidiéndole a la Virgen que nos acompañara en el “ahora” de este nuevo año, que recorriera con nosotros un camino que deseamos sereno y fecundo, pero cuyos accidentes desconocemos. Creo que a esa hora muchos de mis compañeros todavía dormían. Del jardín no subía el más mínimo ruido. Hasta los pájaros que otros días canturrean hoy parecían mudos. Solo cuando el mundo está en silencio se oyen los latidos de Dios.


La primera lectura de hoy se abre con una bendición que transcribo: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre tu rostro y te conceda la paz” (Num 6,24-26). Es una bendición breve y enjundiosa. La luz que emana el rostro invisible de Dios es la fuente de nuestra paz. En esto consiste la verdadera bendición. ¡Ojalá a lo largo del 2021 sintamos que Dios nos mira! ¡Ojalá no tengamos miedo de la mirada de Dios! ¡Ojalá descienda sobre nosotros el don de la paz (shalom) que resume todos los bienes que un ser humano necesita y puede desear! 

Partiendo de la experiencia de la pandemia, este año el papa Francisco nos regala en esta 54 Jornada Mundial de la Paz un mensaje titulado La cultura del cuidado como camino de paz. Concluye con estas palabras: “En este tiempo, en el que la barca de la humanidad, sacudida por la tempestad de la crisis, avanza con dificultad en busca de un horizonte más tranquilo y sereno, el timón de la dignidad de la persona humana y la “brújula” de los principios sociales fundamentales pueden permitirnos navegar con un rumbo seguro y común. Como cristianos, fijemos nuestra mirada en la Virgen María, Estrella del Mar y Madre de la Esperanza. Trabajemos todos juntos para avanzar hacia un nuevo horizonte de amor y paz, de fraternidad y solidaridad, de apoyo mutuo y acogida”.


En el evangelio de hoy (cf. Lc 2,16-21) se narra la visita de los pastores a un lugar de Belén donde “encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre”. El hallazgo fue para ellos una fuente de bendición, hasta el punto de que “se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto”. Sabemos que los pastores de aquel tiempo solían tener mala fama. Eran descreídos y poco fiables. No pertenecían ni a las clases pudientes ni a los grupos religiosos. No es difícil reconocernos en ellos. Lo que llama la atención es que sea a ellos precisamente a quienes se les revela este Misterio. Se ponen en camino y encuentran el tesoro. El fruto de ese encuentro es una inmensa alegría y una fe recobrada en Dios. 

¡Cómo me gustaría que este fuera el itinerario de muchos de mis amigos y conocidos en este 2021, especialmente de aquellos que, inmersos en sus ocupaciones, parecen no tener nunca tiempo para Dios! Oro para que encuentren a ese “niño acostado en el pesebre” y experimenten la paz y la alegría profunda que anhelan y que no acaban de experimentar ni en su trabajo, ni en sus relaciones personales, ni en sus aficiones. Quizá para llegar a esa sabiduría se necesita una actitud contemplativa como la de María. De ella, el Evangelio de hoy dice que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Solo esta actitud contemplativa permite atar los cabos sueltos de tantas experiencias como vivimos, encontrar el sentido oculto de la vida, entrever el revés del tapiz de nuestra existencia. 

Pongamos en manos de María este nuevo año que hoy comenzamos. Ella sabrá conducirnos a Dios porque es su madre. Como dice el estribillo de una conocida canción: “Estrella y camino, prodigio de amor, de tu mano, Madre, hallamos a Dios”.

A todos los lectores y amigos de este Rincón de Gundisalvus,

mis mejores deseos de paz para este nuevo año 

2021