lunes, 9 de enero de 2023

Trabaja, que algo queda


Me encanta la Navidad, pero también disfruto con el
tiempo ordinario, con esas 34 semanas a lo largo del año dedicadas a vivir la fe en la cotidianidad, tratando de rastrear la presencia de Dios en la creación diminutiva de los seres humanos. Hay que descansar, pero también hay que trabajar. San Pablo es muy explícito en el breve fragmento tomado de la segunda carta a los Tesalonicenses que leemos hoy en la lectura breve de laudes: “El que no trabaja, que no coma”. Por si este axioma no fuera claro, añade: “Porque nos hemos enterado que hay entre vosotros algunos que viven desconcertados, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A éstos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan”. Hay muchas personas que no trabajan porque no pueden, pero otras han aprendido a vivir del cuento. Es como si hubieran convertido en himno personal la vieja canción de Luis Aguilé: “Es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar”. ¡Menos mal que el estribillo añadía: “Aparte de eso, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor”!

Todos necesitamos redescubrir el verdadero significado del trabajo. Escribo esto el primer día laborable después de haber llegado hace un par de días a la edad de la jubilación. No deja de ser algo paradójico y hasta simpático. Sobre mi mesa tengo una lista de las 15 cosas “urgentes” que tengo que hacer en los próximos días, a las que, sin duda, se añadirán otras en el curso de esta primera semana “ordinaria”.


Como se dice a menudo, hay trabajos y trabajos. Algunos son redondamente formas modernas de esclavitud. Se trata de trabajos duros, humillantes, interminables y mal retribuidos. Con esos hay que terminar cuanto antes. El ser humano no es una fuerza bruta que se pueda usar a capricho. Otros son más livianos, pero muy precarios (por ejemplo, los que tienen muchos jóvenes bien preparados). No permiten afrontar la vida con dignidad y estabilidad. Hay que mejorarlos sin contemplaciones. La mayoría son aceptables, están convenientemente regulados y aseguran un mínimo vital, pero siempre son susceptibles de mejora. 

Por último, hay unos pocos insultantemente pagados (los de algunos deportistas de élite y actores de primer nivel, altos ejecutivos, etc.) que suponen un agravio comparativo con respecto a quienes trabajan con competencia, dedicación y objetivos más sociales (científicos, investigadores, médicos, sanitarios, enseñantes, etc.). Tendría que haber un clamor social en contra de estos excesos, pero, por desgracia, abunda más la admiración facilona y la envidia malsana. En el fondo, tenemos lo que nos merecemos. 


No es fácil encontrar a personas que disfruten con su trabajo. Para muchas se trata de una actividad monótona y rutinaria que soportan porque no tienen otro remedio que hacerlo para subsistir. A veces, se refieren al trabajo con palabras como martirio, potro de tortura, infierno y cosas por el estilo. Si, además, el ambiente entre los compañeros es tóxico, la frustración está asegurada. 

Pero, gracias a Dios, también hay muchas personas que se sienten realizadas con lo que hacen. Tengo amigos que disfrutan siendo carniceros, panaderos, ganaderos, ebanistas y albañiles. Los admiro. Saben poner alma en lo que hacen, procuran ser competentes, tratan a la gente con respeto y encuentran satisfacción en el beneficio que su trabajo reporta a unos y otros. Tengo también algunos amigos médicos que, aunque un poco estresados, disfrutan con ayudar a la gente a combatir las enfermedades. Y, por supuesto, la mayoría de mis compañeros misioneros se sienten muy felices con su tarea, aunque debo confesar que también abundan los casos de personas insatisfechas o incluso quemadas. Muchos sacerdotes andan de un sitio para otro (sobre todo, en las zonas rurales) con la sensación de no parar, pero sin saber muy bien cuál es el fruto de su trabajo y hasta cuándo podrán resistir sin serios desequilibrios psíquicos o espirituales. 

En un día como hoy, al comienzo del tiempo litúrgico ordinario y casi del año civil, es bueno detenerse un poco y hacerse algunas preguntas: ¿Estoy satisfecho con mi trabajo? ¿Podría mejorar algo en los próximos meses? ¿Sería conveniente buscar otro mejor? ¿De qué modo puedo humanizar un poco más lo que hago? ¿Cómo puedo ser más competente, honrado y servicial? ¿Qué tendría que combatir o sugerir para hacer más digno mi trabajo y el de mis compañeros? 

1 comentario:

  1. Qué difícil es la vida del que como Aguilé se dice: “Es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar”. Y hay muchas personas que lo viven así… Hay muchos trabajos en los que la persona no puede realizarse, trabajos monótonos en los que solo se necesita adquirir práctica y que son pagados según la habilidad de la persona… Se cobra un salario pero se paga con un desgaste tal que lleva a dolores y enfermedades crónicas. No siempre el trabajo dignifica.
    Como bien dices: “Algunos son redondamente formas modernas de esclavitud.”
    Qué diferencia hay que puedas levantarte y alegrarte porque tienes un día más para ir a trabajar aunque no siempre esté libre de problemas y al final del día, con satisfacción puedas dar gracias al Señor por este nuevo día vivido y agradeciendo “los regalos” que nos han llegado.
    Gracias Gonzalo a todas las preguntas que planteas y que nos llevan a una revisión profunda del trabajo que estamos viviendo… Estoy contenta de mi trabajo en mi día a día, me está ayudando a realizarme.

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