jueves, 24 de mayo de 2018

Una periferia rodeada de elefantes

Creo que fue el teólogo hispano-salvadoreño Jon Sobrino quien hace ya muchos años empezó a hablar de desierto, periferia y frontera. Según él, si la Iglesia quiere renovarse tiene que caminar en esas tres direcciones. Se trata de metáforas que describen tres procesos de conversión. Del desierto se habló mucho en los años 70 y 80 del siglo pasado. Se hicieron muy famosos algunos libros como las Cartas desde el desierto de Carlo Carretto. De las fronteras y periferias también se habló y se escribió bastante en el contexto de la teología de la liberación, pero luego se fue perdiendo fuelle, aunque siempre ha habido cristianos en esas posiciones. Tras unos años de silencio, se han puesto otra vez de moda con el papa Francisco. Él habla a menudo de las periferias geográficas, culturales y existenciales como expresión de la Iglesia “en salida”. No hay documento eclesial de cierto relieve que no invoque hoy estos conceptos. Se han multiplicado los congresos y cursos. Ahora mismo, sin ir más lejos, se está celebrando en Guatemala un taller sobre el significado de las periferias en la misión claretiana. Quienes se encuentran en ellas no suelen teorizar mucho sobre este concepto. Se concentran en vivir esa aventura humana y espiritual. Los que estamos en el centro corremos el riesgo de sucumbir a la moda, de usar mucho la palabra periferia, pero sin que haya una conversión significativa. 

Ayer no pude escribir mi entrada en el blog porque me encontraba precisamente en una periferia geográfica, existencial y cultural en la que no hay conexión a internet, pero sí muchos elefantes que llegan incluso a destrozar algunos elementos de la misión. Después de más de cuatro horas de coche, llegué desde la misión de Ballakatuwa a la de Thevakiraman en Aligambay. Aquí se encuentra un grupo humano formado por unas 2.000 personas agrupadas en 370 familias. Descienden de tribus nómadas que emigraron hace décadas a Sri Lanka procedentes del estado indio de Andra Pradesh. Siguen hablando entre ellos telugu, la lengua de ese estado indio, pero la mayoría puede expresarse también en tamil. Tradicionalmente nómadas, el jesuita alemán Godfrey Cook consiguió para ellos unas tierras a 12 kilómetros de la ciudad de Akkaipattu. El objetivo era que se asentasen para mejorar sus ínfimas condiciones de vida. De hecho, en Sri Lanka eran vistos como los “gitanos indios”. Corría el año 1955. El padre Cook hizo después la escuela para que los niños recibieran una mínima educación y comenzó la tarea de evangelización. El 9 de abril de 1961 se bautizaron unas doscientas personas. Hoy, al cabo de casi 60 años, años, todo el poblado es católico, lo que constituye una rara excepción en el contexto multirreligioso de Sri Lanka. 

En 1990 tuvieron que abandonar sus hogares por causa de la guerra. Después de 2002 muchos volvieron, pero encontraron todo destruido. Poco a poco, han conseguido construir algunas casas y salir adelante a base de ocupaciones extrañas: algo de caza en la selva, exhibiciones con serpientes y perros, juegos de adivinación, etc. Su existencia es muy precaria, aunque, curiosamente, su expectativa de vida es muy alta. Hay entre ellos varios centenarios. 

Los claretianos llegamos a este lugar en enero de 2015. Desde entonces, no hemos parado hasta ir consiguiendo algunos logros. Se terminó la iglesia de la misión, se amplió la escuela, se consiguieron becas para los alumnos más aventajados… Ahora los mayores desafíos consisten en lograr que el gobierno del país haga un plan de vivienda digna, resuelva el problema del suministro de agua y amplíe la oferta educativa. Como suele suceder, los políticos pasan, prometen, se van y todo sigue igual. Lo que importa es que alguien se quede a vivir en esta periferia y, desde dentro, anime a la gente a luchar por sus derechos, asumir sus responsabilidades y conjuntar esfuerzos. Ayer por la mañana tuve ocasión de visitar el poblado y la escuela y de reunirme con el grupo de 19 profesores de mayoría hindú, con la excepción de dos católicos y una musulmana (que, por cierto, observó con todo rigor el ayuno del Ramadán mientras los demás degustábamos un sobrio almuerzo). Por la tarde, concelebré la eucaristía en la iglesia nueva (todo el rito discurrió en tamil), me reuní con un buen grupo de hombres, mujeres y niños, escuché las exposiciones de sus líderes y compartí la cena. Como es lógico, estaban muy agradecidos a los claretianos por el trabajo hecho, pero presentaron también sus reivindicaciones. 

Mientras escuchaba con atención la traducción al inglés que me hacía uno de mis compañeros, pensaba que había merecido la pena construir una iglesia hermosa como la que ahora tienen. Los pobres se merecen que la casa de Dios y la casa del pueblo (es decir, su casa comunitaria) sea digna y bella. Esto les da un gran sentido de pertenencia y les ayuda a luchar juntos por sus derechos. Hacía tiempo que intuía algo de esto, pero ayer lo vi con bastante claridad. Y eso que terminé el día deshecho después de tantas ceremonias (con parada de motos incluida), saludos, encuentros y celebraciones.


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