lunes, 21 de mayo de 2018

Conversación con un "esclavo" moderno

Ayer, a eso de las cuatro y media de la tarde (hora de Sri Lanka), me llegó la noticia de que, al acabar el rezo del Regina Coeli, el papa Francisco había anunciado el próximo nombramiento de 14 nuevos cardenales. Entre ellos hay dos españoles: el primero (monseñor Luis F. Ladaria) fue profesor mío en la Universidad Gregoriana de Roma. El segundo (Aquilino Bocos) es claretiano. Siendo provincial de Castilla, recibió mi profesión perpetua en el lejano 1980. En estos casi 40 años he tenido la oportunidad de colaborar muy estrechamente con él en multitud de actividades. Hoy tendría que dedicar mi entrada a ellos, pero prefiero dejarlo para más adelante, quizás para el consistorio del próximo 29 de junio. Mientras, los periódicos y muchos medios de información religiosa multiplican los perfiles y comentarios. Aunque poco a poco se va superando la imagen principesca que antiguamente se tenía del cardenalato, todavía hay que cambiar muchas cosas para que esta institución no parezca un residuo medieval sino que se convierta en un verdadero órgano consultivo en el gobierno de la Iglesia. El papa Francisco, no sin fuertes críticas y resistencias, va caminando en esta dirección.

Pero vayamos al grano. Ayer tuve la oportunidad de hablar un largo rato con un “esclavo moderno”. La expresión puede sorprender, pero es rigurosamente exacta. Me explico. Se trata de un estudiante claretiano que cursa sus estudios de teología en el Seminario Nacional de Kandy. Tiene 27 años. Él, como el resto de nuestros estudiantes de teología, interrumpe sus estudios después del segundo curso para tener un año completo de experiencia pastoral. Durante estos doce meses todos los estudiantes, divididos de dos en dos, dedican un tiempo a enseñar a los hijos de padres que trabajan en plantaciones de té y no pueden ir a la escuela con regularidad, pasan un tiempo en un centro de asistencia a los afectados por la guerra colaborando como voluntarios, tienen experiencias de contacto con budistas, musulmanes y anglicanos viviendo con ellos en sus monasterios o templos y… trabajan como “esclavos” durante tres meses en una de las varias fábricas de ropa (garment factories) repartidas por el país. En estas fábricas se confeccionan muchas de las prendas de moda que luego se venden en las tiendas europeas y americanas.

La jornada comienza a las 7 de la mañana y termina a las 7 de la tarde, pero puede prolongarse un par de horas más si el jefe dice que hay pedidos urgentes. Se hace un descanso de media hora para la comida de mediodía y alguna pequeña pausa para tomar té a media tarde. El resto del tiempo se trabaja bajo el control de rígidos supervisores. Quien lo solicite dispone de dos semanas de vacaciones no remuneradas al año. En realidad, se trata de una hipócrita suspensión de empleo y sueldo. Naturalmente, nuestros estudiantes de teología no se presentan como religiosos y ni siquiera como gente con estudios. De lo contrario, no entenderían qué pintan ahí y hasta es probable que no los admitieran. Disimulan que saben inglés. Procuran pasar desapercibidos. Trabajan de lunes a sábado. Solo descansan el domingo. Ganan 1.800 rupias, lo que equivale a unos 118 euros al mes. Con eso tienen que pagarse la comida diaria (que compran en alguna tienda cercana) y el alquiler de una habitación muy modesta. El salario no da para más. A veces, si trabajan más horas, les dan el irressistible incentivo de un euro.

Asomarse a un mundo tan oscuro cambia la vida de estos muchachos de 22-25 años. Todos sabían que existían fábricas de este tipo, pero no habían vivido por dentro su miseria. Trabajar, codo con codo, con estos obreros, escuchar sus historias, apoyar sus reivindicaciones, supone una inmersión en “la otra cara de la vida”, esa que en la universidad se toca solo como objeto de reflexión, pero sin que produzca una verdadera sacudida interior. Los riesgos que estos muchachos corren son muchos y de vario tipo. Van desde el cansancio al enamoramiento, pasando por la rabia, la sensación de inutilidad y la sequía espiritual. Pero, debidamente acompañados, transforman la prueba en un aprendizaje que dará a su futuro ministerio la dosis de realismo y humanidad que un misionero necesita para acompañar a la gente. 

En nuestras iglesias de Europa hace tiempo que no se hace algo parecido. Es cierto que las circunstancias son muy distintas, pero nunca habría que prescindir de este contacto directo con el submundo de la explotación. Sí, todavía hoy siguen existiendo “esclavos”. Me duele su situación, pero lo que más rabia me produce es que muchos de nosotros estamos contribuyendo a que este sistema injusto se consolide comprando a bajo precio los productos que se elaboran con el esfuerzo apenas remunerado de estos miles de trabajadores. Podemos hacer mucho para que este sistema de esclavitud moderna no se consolide como algo normal. Deberíamos exigir a las grandes multinacionales que respeten los derechos de los trabajadores, aunque esto suponga que nosotros tengamos que pagar algo más por sus productos. Y, si no, lo mejor es dejar de comprarlos.

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