domingo, 20 de julio de 2025

El afán y la escucha


La Biblia está llena de historias de rivalidad entre hermanos: Abel y Caín, Esaú y Jacob, José y sus hermanos, Raquel y Lía… ¡y hasta los dos hijos pródigos del padre misericordioso de la parábola de Jesús! Pareciera que el amor de los padres viene a menos si se reparte. ¿Pertenece a esta serie de historias la rivalidad entre las hermanas Marta y María de la que nos habla el evangelio de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario? La interpretación más socorrida es la que ve a Marta y a María como representantes de la vida activa (la primera) y de la vida contemplativa (la segunda), pero tal vez se aleja del sentido más original. Por otra parte, esta vía ha sido muy explorada y transitada a lo largo de los siglos. 

Prefiero acoger la historia desde otra clave. En el cuarto evangelio leemos que “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). El orden no es irrelevante. Es muy probable que Marta fuera la hermana mayor (de una familia sin padres) y Lázaro el hermano pequeño. María sería la hermana del medio, sin la responsabilidad de la mayor y sin los mimos del menor. No es cuestión de inventarnos ahora su dinámica relacional, pero, como he señalado al principio, en la Biblia son varias las historias que cuentan la rivalidad entre hermanos.


En el relato de Lucas que leemos hoy Marta es presentada como la mujer que acoge a Jesús en su casa (lo cual indica la preeminencia sobre el resto de los hermanos), que “andaba afanada con los muchos servicios” y que, finalmente, se queja ante Jesús de que su hermana la hubiera dejado sola para dedicarse, sentada a los pies del Maestro, a escuchar su palabra. La queja era razonable, y más si, como es imaginable, Jesús se hubiera presentado en esa casa acompañado por algunos de sus discípulos a los que había que acoger con hospitalidad semita. 

La respuesta de Jesús retrata a Marta como si fuera la “hermana mayor” de la parábola del hijo pródigo. De ella dice Jesús que andaba “inquieta y preocupada con muchas cosas”. El problema no es el trabajo en sí mismo, sino ese exceso de responsabilidad que Marta exhibe como “hermana mayor”, como si todo dependiera de ella. Frente a ese exceso, Jesús habla de “una sola cosa necesaria”, de la “mejor parte”. ¿Cuál es esa cosa necesaria o esa parte mejor? Lo que hace María: escuchar la palabra del Maestro. A través de la escucha se está más cerca de Jesús que a través del servicio. Se puede servir por sentido del deber, por quedar bien o por múltiples motivaciones. Escuchar al Maestro solo puede hacerse por amor a Él.


No es difícil iluminar muchas de las cosas que hoy nos pasan en la Iglesia desde esta “rivalidad sororal”. Los adjetivos que el evangelio de Lucas aplica a Marta podrían aplicarse a muchos evangelizadores: afanados, inquietos y preocupados por muchas cosas. Corremos el riesgo de ser víctimas del “síndrome de la hermana mayor”: responsable, organizada, trabajadora y quizás un poco autoritaria y envidiosa. No se trata de descuidar “los muchos servicios”, sino de no abandonar la parte mejor: la escucha paciente y gratuita de la Palabra. 

¿No seríamos más creíbles y eficaces si redujéramos un poco la logística del servicio (“hay muchas cosas que hacer”) y nos dejáramos transformar por la fuerza de la Palabra (“hay que escuchar”)? Parece que Marta, a diferencia del hijo mayor de la parábola de los dos hijos, comprendió bien la lección de Jesús. De hecho, en el evangelio de Juan, al hablar de la resurrección de Lázaro, leemos que “cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa” (Jn 11,20). Se invierten los papeles. Marta aparece como la que ha acogido la Palabra y la anuncia: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11,27). Nunca es tarde cuando aprendemos de la rivalidad.



sábado, 19 de julio de 2025

Contarnos la historia


Últimamente me ha dado por leer y escuchar a algunos historiadores mexicanos que ofrecen una nueva visión sobre la llamada “conquista” (que no lo fue en sentido estricto) de México (que no existía como tal) por parte de España (que tampoco existía como hoy la entendemos). Es evidente que todos nos contamos la historia que mejor conviene a nuestros intereses. En este sentido, toda historia es una especie de leyenda, comenzando por la propia. 

Nuestra identidad personal es, sobre todo, el fruto de la historia que nos contamos a nosotros mismos. Se apoya, naturalmente, en algunos datos objetivos (lugar y fecha de nacimiento, contexto sociocultural, raíces familiares, hitos educativos, experiencias significativas…), pero todo está coloreado por la forma como interpretamos esos datos; en definitiva, por la historia que nos contamos. Hoy se habla mucho de “controlar el relato”.


Hay personas que interpretan su historia desde la condición de víctimas. Quizás vivieron en la infancia algún acontecimiento vejatorio que las dejó marcadas para siempre. A partir de ahí, todo el camino posterior se reduce a identificar a los culpables de la propia desgracia y a defenderse de posibles nuevas agresiones. Respiran por una herida que nunca acaba de curarse. Hay otras que se narran por comparación con los demás. Pueden sentirse siempre inferiores y en algunos casos -los menos- superiores. Les cuesta compararse consigo mismas. Todo lo vivido es siempre en relación con otros que están por encima o por debajo. 

No faltan las personas que sustituyen con relatos fantasiosos algunas experiencias que fueron sencillas o incluso anodinas. Su mundo interior se parece poco a lo que realmente ocurrió. Se sienten a gusto en su burbuja onírica y no tienen el más mínimo interés en salir al mundo exterior y confrontarse con él. Creo que hay tantas maneras de contarnos la historia como personas existen. Cada uno hacemos nuestra lectura. Basta comprobar cómo recordamos cada miembro de la familia algunos acontecimientos  importantes o banales o cómo interpreta cada miembro de una comunidad lo vivido por todos.


Escuchando a algunos historiadores mexicanos una nueva manera de considerar su identidad a partir del mestizaje cultural desarrollado durante siglos en la “nueva España”, me he preguntado por mis propios mestizajes. Cada uno somos el resultado de muchos encuentros, desencuentros, búsquedas, éxitos, fracasos, compañías, soledades, alegrías, tristezas… ¿Cuál es la cuerda que mantiene unidas todas esas perlas hasta formar un collar más o menos reconocible? O, apelando a la metáfora musical, ¿qué clave permite dar un sentido a las muchas notas colocadas en el pentagrama de nuestra historia? 

Es obvio que leemos la historia a partir de esa clave. Si la mía fuera hacerme rico o lograr éxito profesional y reconocimiento social, leería las experiencias de mi vida en función de su utilidad para lograr ese sueño. Si, por el contrario, la clave es preguntarme qué quiere Dios de mí para intentar responder con fidelidad, cada acontecimiento vivido sería interpretado en relación con ese objetivo. 

Por eso resulta tan difícil contarnos una historia común. Como dice el refrán, “cada uno habla de la feria según le va en ella”. Los escolásticos utilizaban una fórmula más altisonante: “Quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, que se puede traducir así: “Lo que se recibe, se recibe según el modo del que recibe”. O, parafraseando un poco el original, “todo lo que se recibe, se recibe de acuerdo con la capacidad del receptor”. 

Creo que esta advertencia nos hace muy cautos a la hora de dogmatizar sobre nuestra historia o la de otra persona. Y no digamos si se trata de la historia de un pueblo, de un país o de un continente. En este caso, casi siempre los mitos sustituyen a los hechos. Y los intereses (políticos, económicos, étnicos, etc.) al respeto a los acontecimientos.



viernes, 18 de julio de 2025

Soliloquio de una tarde de verano


Tarde de verano. 34 grados en la calle. Comienza el fin de semana. Hay noticias típicas de este tiempo (llegada masiva de turistas, incendios, ahogamientos, etc.) y otras más actuales, como el debate sobre la corrupción, la inmigración y los famosos bulos. Todos los días, cuando recojo la prensa que el repartidor deja a la puerta de mi casa a primera hora de la mañana, hago un ejercicio para tratar de adivinar los titulares de El País y el ABC, los dos periódicos a los que estamos suscritos. Casi siempre acierto. El primero es claramente progubernamental y el segundo crítico, así que suelen llevar a sus respectivas portadas las informaciones que mejor se alinean con sus intereses. 

La mayor parte de la información que ofrecen está muy editorializada. La opinión prevalece sobre la información. Casi no sería necesario comprar periódicos porque uno ya sabe de antemano lo que van a decir. Confieso que muchos días me limito a dar una ojeada rápida a ambas publicaciones mientras me tomo un café. 

Estoy al borde del hartazgo. Se salvan algunas firmas “independientes” que, además de escribir bien, tienen una voz propia con densidad moral. Pero percibo también en algunos de estos escritores de raza un cansancio letal, como si se hubieran resignado a una realidad frágil y decadente que ya no admite cambios.


Que la democracia está en crisis llevamos años denunciándolo, pero no se nos ocurre una alternativa mejor. Para que una democracia sea sana se requiere que los ciudadanos seamos demócratas; es decir, que busquemos de verdad el bien común y que contribuyamos a construirlo. Esto es demasiado pedir, así que podemos estar viviendo la ficción de una democracia sin demócratas. O, en la práctica, el gobierno de una oligarquía (que no aristocracia) que se sirve de las instituciones públicas para conseguir sus objetivos privados. Quienes cada cierto tiempo introducimos una papeleta en las urnas creemos que nuestro voto es determinante, pero la cruda realidad nos despierta de nuestro sueño. Por eso hay muchos jóvenes que ya ni se preocupan de votar. Simplemente no creen que su voto sirva para algo. 

Poco a poco, vamos perdiendo también las ganas de protestar. Nos resignamos a la inercia social y seguimos apoyando a quienes, una y otra vez, incumplen sus compromisos y nos llevan al abismo. Da igual que la corrupción afecte a los más altos responsables o que se ponga en peligro la cohesión social. ¿Alguien puede explicarme qué se necesita para que haya una reacción social enérgica? ¿Tan anestesiados estamos? ¿Tan ciegos nos hemos vuelto? He oído a más de uno decir que, mientras tengamos dinero en el bolsillo para tomarnos una caña de cerveza en una terraza, no va a cambiar nada, aunque los precios de la vivienda sean inalcanzables para la mayoría, se fomente un sistema clientelar de ayudas o no se gestione adecuadamente la inmigración.


El fracaso estrepitoso del famoso 15-M ha sido como una vacuna que nos protege contra el virus de la protesta social. Siempre podemos encontrar nuestro nicho en medio de la crisis. Mientras logremos sobrevivir individualmente, no estamos dispuestos a complicarnos la vida en batallas perdidas de antemano. Y, sin embargo, no podemos renunciar a la confrontación de las ideas y, sobre todo, a la educación en valores. Sin unas y otros, no hay democracia que se sostenga, aunque formalmente se nos deje votar cada cierto tiempo. 

Necesitamos pensar más, dialogar más, aclarar los valores mínimos sobre los que se sustenta una sociedad pluralista sana. De no hacerlo, la tecnocracia acabará imponiéndonos sus propios métodos y fines. Mientras no sabemos si Dios existe o no, todos disponemos de un teléfono móvil en nuestro bolsillo y le preguntamos a Google lo que queremos saber. A falta de un ecumenismo de ideas y valores, nos apañamos con un ecumenismo tecnológico. Las máquinas nos van uniformando a todos. Lo único que cambia es el modelo y el precio del aparato. ¡Tendremos que pedirle a la Inteligencia Artificial que nos resuelva los problemas que no hemos sido capaces de afrontar con nuestra inteligencia natural! Estamos en el borde de esta frontera, si es que no lo hemos cruzado ya. ¡Se agradece una cervecita muy fría!

miércoles, 16 de julio de 2025

Desde 1849


En alguna parte de nuestra fachada carismática, junto al nombre que escogió para nosotros san Antonio María Claret -Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María- está escrito “since 1849”, como en los establecimientos tradicionales. Han pasado ya 176 años desde aquel 16 de julio de 1849 cuando Claret y cinco compañeros más jóvenes empezaron “la grande obra”, aunque los comienzos no pudieron ser más humildes. 

Los seis misioneros catalanes fueron el origen de una congregación misionera que hoy cuenta con 3.000 miembros presentes en más de 70 países de todo el mundo. Aquel caluroso día del mes de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, era inimaginable pensar que esa naciente congregación (ni siquiera lo era en ese momento desde un punto de vista canónico) estaría algún día en Timor Oriental, Vietnam, Nueva Zelanda o Zimbabue. Más fácil era imaginarla en México, Colombia o Argentina. 

Si ese grupo inicial no hubiera salido de Cataluña, probablemente hoy no existiría, como les ha pasado a otras fundaciones demasiado apegadas a un ámbito reducido. Pero Claret era consciente de que su espíritu era “para todo el mundo”. En cuanto fue posible, los primeros misioneros saltaron a otras regiones de España y, todavía en vida del fundador, a América. Chile fue el primer país en el que hubo presencia claretiana en el continente americano.


Un laico mexicano afincado en los Estados Unidos me ha enviado un vídeo hecho con IA en el que recrea la escena de la fundación con una canción contemporánea. La técnica moderna nos permite estos juegos, pero lo más importante no es lo que la IA puede hacer, sino lo que están haciendo cientos de misioneros en todo el mundo. 

Esta semana, sin ir más lejos, estoy dando un curso en inglés a 16 formadores provenientes de India, Filipinas, Sri Lanka, Indonesia, Nigeria, Camerún y Mozambique. Durante varias semanas han estado estudiando la vida de Claret y la historia de nuestra congregación al mismo tiempo que visitaban los lugares fundacionales. Es admirable cómo se emocionan con el conocimiento de la historia y sintonizan con el espíritu original. 

Quienes, en el contexto europeo, nos sentimos llamados a “frecuentar el futuro” no siempre vibramos con la música que empezó a sonar hace 176 años en la celda del antiguo seminario de Vic. Siempre me ha llamado la atención que el comienzo se produjera en el contexto de una experiencia de ejercicios espirituales. Sin “cenáculo” no hay “plaza”. Lo vemos en los Hechos de los Apóstoles. Necesitamos ser encendidos por el fuego de Espíritu para transmitir una pasión contagiosa y creíble.


El cenáculo no se entiende sin la presencia de María, la madre de Jesús. Claret quiso hacer coincidir la fundación con la fiesta de la Virgen del Carmen. Ella es la “formadora de apóstoles”, la fragua en la que nos forjamos como misioneros. En los períodos en los que hemos vivido con intensidad nuestra filiación cordimariana hemos experimentado 
una gran eficacia apostólica y una gran fecundidad vocacional.

En el contexto europeo actual, marcado por la disminución y el envejecimiento, necesitamos volver nuestros ojos al Corazón de María y decirle -como le dijo Claret en unos ejercicios que predicó en 1865- que ella es nuestra verdadera fundadora: “Vos la fundasteis, ¿no os acordáis, Señora?”. Guiados por la madre de Jesús, aprendemos a vivir este tiempo complejo “guardando todo en el corazón”, “haciendo lo que Él nos diga”, “estando de pie junto a la cruz” y, en definitiva, esperando contra toda esperanza porque “el Poderoso ha hecho obras grandes” por nosotros.





domingo, 13 de julio de 2025

Un oxímoron muy actual


Tras una semana intensa en San Lorenzo de El Escorial, estoy de nuevo en Madrid. Los 27 grados de hoy hacen más soportable una ciudad que en verano suele ser inhóspita y despiadada. Acabo de ver el ángelus del papa León XIV desde Castelgandolfo. Vuelvo ahora sobre el evangelio de este XV Domingo del Tiempo Ordinario. La parábola que Jesús nos propone es conocida como la parábola del “buen samaritano”. A oídos de un judío del tiempo de Jesús, esta expresión era un perfecto oxímoron. No podía haber un samaritano que fuera bueno. Tampoco podía haber una persona buena que fuera samaritana. El odio entre judíos y samaritanos era histórico, visceral, insuperable, muy parecido al que hoy se da entre judíos y palestinos, aunque por distintas razones. 

¿Podemos imaginarnos hoy a Jesús contando a sus connacionales judíos la parábola del “buen gazatí”? ¡Pues eso! Provocación en estado puro. Por lo general, las parábolas de Jesús llevan dinamita dentro. No son historietas para entretener a la gente o meros recursos didácticos para que su mensaje se entienda mejor. Nos colocan contra las cuerdas de nuestra verdad o nuestra mentira. ¡Nos desnudan!


Tenemos varios personajes para elegir. Podemos ser al menos: el hombre anónimo que bajaba de Jerusalén a Jericó, uno de los bandidos que lo atacaron, el sacerdote o el levita que pasaron de largo, el samaritano que lo atendió… o incluso el posadero que lo cuidó por un par de denarios. Las acciones de estos personajes están descritas con verbos elocuentes. El hombre anónimo “baja” de Jerusalén a Jericó; los bandidos “desnudan” al hombre anónimo, lo “apalean” y lo “abandonan” medio muerto; el sacerdote y el levita “dan un rodeo” y “pasan de largo”; el posadero lo “cuida”. 

Solo al samaritano -ese hereje bastardo- se le aplican muchos verbos: lo “vio”, “se compadeció”, “se acercó”, le “vendó” las heridas, “echó” sobre ellas aceite y vino, “montó” al herido en su propia cabalgadura, lo “llevó” a una posada y lo “cuidó”. Tenemos una ristra de verbos entre los cuales podemos elegir aquellos que con más frecuencia solemos conjugar y aquellos que sentimos que tendríamos que conjugar más.


Si, como hombres o mujeres ilustrados o piadosos, solemos “dar un rodeo” y “pasar de largo” ante personas y situaciones que nos desestabilizan, que reclaman nuestra atención, entonces estamos bastante lejos de lo que Jesús entiende por “prójimo”. Si nuestros verbos son de otro estilo (como, por ejemplo, ver, compadecerse, acercarse, curar, transportar, cuidar, etc.), entonces no estamos tan lejos de lo que Jesús entiende por una persona que practica la misericordia. 

El papa Francisco hizo una interpretación muy actual de esta parábola del “buen samaritano” (¡ojo al oxímoron!) en el capítulo segundo de su encíclica Fratelli tutti. Merece la pena volver sobre ella en este domingo. Habla de “un extraño en el camino” y concluye así: 
“Para los cristianos, las palabras de Jesús tienen también otra dimensión trascendente; implican reconocer al mismo Cristo en cada hermano abandonado o excluido (cf. Mt 25,40.45). En realidad, la fe colma de motivaciones inauditas el reconocimiento del otro, porque quien cree puede llegar a reconocer que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y que «con ello le confiere una dignidad infinita». A esto se agrega que creemos que Cristo derramó su sangre por todos y cada uno, por lo cual nadie queda fuera de su amor universal. Y si vamos a la fuente última, que es la vida íntima de Dios, nos encontramos con una comunidad de tres Personas, origen y modelo perfecto de toda vida en común. La teología continúa enriqueciéndose gracias a la reflexión sobre esta gran verdad” (n. 85).

Son tantas las lecturas y aplicaciones que esta parábola tiene a la situación que hoy estamos viviendo que merece la pena colocarse ante ella como ante un espejo. Es imposible no verse reflejado. 


miércoles, 9 de julio de 2025

Escucha a tu corazón


Tras un paso fugaz por Valencia y otro algo más prolongado por León, me encuentro desde el lunes en San Lorenzo de El Escorial acompañando a 22 religiosas concepcionistas en una semana de ejercicios espirituales. No me queda mucho tiempo libre para reabrir el Rincón. Lo hago hoy miércoles, una vez que los ejercicios han alcanzado su velocidad de crucero. 

En los medios digitales católicos se multiplican las reflexiones sobre Matteo Balzano, el joven sacerdote italiano que se suicidó hace unos días. Casi todas parecen cortadas con el mismo patrón. Se insiste en que los sacerdotes somos seres humanos, expuestos como todos a debilidades y tentaciones. Algunos acentúan la sobrecarga de trabajo de muchos sacerdotes diocesanos y la soledad que a menudo los acompaña. Otros van más lejos y se preguntan qué esperamos de un sacerdote

Comprendo el interés que se ha suscitado por la vida de los sacerdotes a raíz del suicidio del joven don Matteo, pero no me parece oportuno ahora proseguir esta línea. El suicidio es una experiencia demasiado seria que exige respeto, silencio y oración. Solo en otras circunstancias se puede abordar con serenidad.


Hace años leí Donde el corazón te lleve, una novela de la italiana Susanna Tamaro que tuvo mucho éxito a finales del siglo pasado. Anoté unas palabras que la anciana Olga, protagonista del libro, dirige a su nieta ausente: “Cuando ante ti se abran muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distraiga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón. Y cuando te hable, levántate y ve donde él te lleve”. 

Estas palabras me parecen muy luminosas en la actual coyuntura. Corremos el riesgo de meternos en caminos cortados o que llevan a destinos indeseados. Lo mejor es respirar, aguardar con calma y escuchar a nuestro corazón. Es un GPS que, tarde o temprano, nos orienta en la dirección correcta.


El corazón humano, incluso el más endurecido, acaba siempre redirigiéndonos a Dios porque está programado para ello: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (san Agustín). No se trata, pues, de algo opcional. Estamos hechos por y para Dios. Podemos despistarnos, caminar en dirección contraria, maldecir nuestra suerte, hacer oídos sordos, entretenernos por el camino, poner obstáculos a otros caminantes, enzarzarnos en peleas varias… Todo es posible, pero eso no altera la “programación” de nuestro corazón. 

Por eso, no es nada extraño que estemos inquietos, que nos sintamos desajustados, dubitativos, vacíos e infelices. Si el corazón humano solo encuentra su descanso en Dios, todo lo que nos aleje de Él se volverá contra nosotros. Me parece que este es el drama de nuestro mundo y de nuestro tiempo. En el silencio de unos ejercicios espirituales me parece todavía más diáfano que en el tráfago de la vida cotidiana. ¿Quién tiene interés en que no escuchemos a nuestro corazón?

martes, 1 de julio de 2025

Una tarea coral


Comenzamos el mes de julio bajo un calor oprimente que parece ensañarse con los más débiles. ¡Hasta The Guardian se hace eco de lo que está sucediendo en Europa y en España en particular! No se trata de algo anormal, sino de la nueva normalidad meteorológica.

Los periódicos impresos y digitales españoles abren con otra  noticia caliente, casi abrasadora, la del encarcelamiento de Santos Cerdán. Se multiplican los análisis y se especula con las consecuencias. No es bueno que a uno lo lleven al trullo en plena ola de calor. Todo se altera cuando el termómetro supera los 40 grados. 

¿Aprenderemos la lección? Evidentemente no. Estos casos de corrupción no van a cambiar nuestros valores y ni quisiera nuestros procedimientos, así que habrá que prepararse para los siguientes. Vivimos en una sociedad de pillos con corbata o con vaqueros de marca. Habrá nuevos Santos, Ábalos y Koldos en el PSOE, en el PP y en cualquier otro partido que tenga acceso a los dineros públicos. Mientras tanto, millones de ciudadanos son “esquilmados” (no encuentro otra palabra más precisa) a impuestos. 

La cosa tiene muy mala solución porque a casi nadie del ámbito político le interesa que cambie en profundidad, por más que digan que sí con la boca pequeña y a micrófono abierto. No sé si las nuevas generaciones conseguirán hacerlo. Con las actuales, más vale perder toda esperanza. Es verdad que cuando se descubren algunos casos todos se rompen las vestiduras y hacen promesas que no cumplirán, pero esa reacción airada tiene poco recorrido. ¿Hay alguien que todavía crea de buena fe en la honradez de la clase política?


Leo que el rey emérito Juan Carlos I ha decidido publicar sus memorias el próximo mes de noviembre, coincidiendo con el 50 aniversario de su proclamación como rey, bajo el título de Reconciliación. Tiene todo el derecho a narrar las cosas desde su punto de vista, pero, después de haber visto los cuatro capítulos de la miniserie documental Juan Carlos. The downfall of a King (2023), resulta difícil seguir defendiendo a un rey que se valió del cargo para muchas cosas que nada tenían que ver con su servicio a España. 

La sensación de que vivimos en un magma de corrupción sistémica es inevitable. De vez en cuando saltan casos de las grandes empresas, los bancos, los clubes de fútbol, etc., pero me temo que se trata solo de la punta del iceberg. Necesitamos una regeneración moral de tal calibre que, en el mejor de los casos, tardaremos décadas en crear una cultura de la honradez, la transparencia y la rendición de cuentas. Pareciera que los vicios corruptos se heredan como se heredan las propiedades inmobiliarias o los depósitos bancarios.


Todos tenemos una grave responsabilidad. Los padres deben vivir estos valores para que sus hijos los perciban más allá de las palabras. Los maestros y profesores tienen que ser testigos de un estilo de vida honrado. Los servidores públicos necesitan una especial formación ética para asumir sus responsabilidades. No basta solo con que superen algunas pruebas técnicas. 

La Iglesia, por su parte, debería ser -como se proclama en la plegaria eucarística Vb- “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y paz para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Se trata de un esfuerzo coral sostenido también por los medios de comunicación social. Solo con un fuerte empeño colectivo se pueden ir dando pasos hacia una nueva cultura en la que la corrupción no sea algo sistémico, sino un fenómeno reducido a casos aislados, como sucede con otros crímenes que atentan contra el bien común. 

Me resulta muy doloroso que algunos de los que han protagonizado los casos más sonados de corrupción en España se hayan formado en centros académicos de la Iglesia. Hay muchas cosas que cambiar. No basta con “educar en valores”, como se repite hasta la saciedad. Necesitamos ayudar a los niños y jóvenes a descubrir el fundamento de todos los valores y aprender a tener una “experiencia de encuentro” con Él. No es fácil, pero se trata de un objetivo irrenunciable.