sábado, 2 de marzo de 2024

Presencias y ausencias


El cielo está completamente gris. Lleva horas sin parar de llover. Es una lluvia fina que empapa una tierra que ya no puede absorber tanta agua. Hay regatillos y charcos por todas partes. Es muy probable que a media tarde la lluvia se transforme en nieve. La temperatura ronda los 2-3 grados. En este clima de melancolía invernal pienso en las relaciones que una vez empezaron, crecieron por un tiempo y luego, casi inadvertidamente, fueron menguando y desapareciendo. A lo largo de mi vida me he encontrado con miles de personas en los más diversos ambientes: familiares, académicos, pastorales, viajeros, digitales, etc. 

¿Cuántas de ellas siguen siendo compañeras de ruta? ¿Qué fue de aquellas con las que compartí un tramo del camino, incluso momentos de intimidad, pero cuyo rastro he perdido por completo? La vida es una ceremonia continua de bienvenidas y despedidas, de presencias y ausencias. Cada año conocemos a nuevas personas y despedimos (a veces definitivamente) a otras. Si somos en la medida en que nos relacionamos, no somos lo mismo (aunque sí los mismos) cuando estamos con unas personas o con otras, cuando nos relacionamos con quienes conocimos hace muchos años o con quienes acabamos de conocer.


A veces, siento tristeza cuando me encuentro con alguna persona que ilumina mi vida, pero que sé que no voy a volver a ver nunca más. Entonces le pregunto al Señor: “¿Por qué has propiciado este encuentro efímero? ¿Qué significa?”. Frente a estas relaciones con fecha de caducidad, disfruto de otras que se han mantenido vivas a lo largo de décadas, a veces con un cultivo mínimo debido a las circunstancias. 

¿Qué es lo que nos permite seguir llamando “amigos” a personas que tal vez hace años que no vemos y que, sin embargo, seguimos sintiendo cerca? ¿Por qué, en ocasiones, experimentamos más cercanía espiritual con quienes están físicamente lejos que con quienes convivimos o trabajamos día a día? Son los misterios de las relaciones humanas. Nunca podemos prever cuál será el curso de una relación, si desaparecerá, se mantendrá estancada o irá creciendo y madurando con el paso del tiempo.


Me cuesta mucho entender una relación sin comunicación, aunque sé que la frecuencia de esta depende de muchos factores. Si nunca hago el esfuerzo por comunicarme con las personas de mi entorno afectivo, si no me preocupo por su presente y su futuro, si no emito ninguna señal de presencia, si no tengo ningún detalle de cercanía, ¿puedo decir que son significativas para mí, que me importan de verdad? Tengo mis dudas, aunque me he encontrado con algunos amigos que tienen a gala el hecho de no llamar nunca a sus amigos. 

Naturalmente, no es posible mantener con todas las personas queridas el mismo grado de comunicación. Con algunas, basta un encuentro al año o algunas llamadas esporádicas; con otras se da una relación más asidua; con muy pocas podemos mantener un trato diario. Lo que importa es que estén siempre en el corazón, se las presentemos con frecuencia al Señor y estemos abiertos a las oportunidades que de vez en cuando nos brinda la vida para un encuentro sosegado. Estas “oportunidades” a veces parecen caídas del cielo como un regalo inesperado, pero lo más normal es que las preparemos con esmero si de verdad hay interés y cariño. En fin, que la lluvia invernal ha abierto el tarro de los recuerdos, de las presencias y de las ausencias. Son momentos de la vida.

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