martes, 30 de mayo de 2017

La difícil convivencia

Mi vuelta a Europa ha estado marcada por noticias que hablan de lo difícil que resulta convivir en armonía en tiempos de fuertes reivindicaciones de la propia identidad (personal, étnica, lingüística, religiosa, política, etc.) y de individualismo rampante. Veo el vídeo kuwaití que, coincidiendo con el comienzo del Ramadán, hace un alegato antiyihadista invitando a no utilizar el nombre de Alá para justificar la violencia y el terrorismo. Respiro aliviado. Algo es algo en un contexto en el que cada vez más personas europeas tienden a identificar al Islam con la violencia, sobre todo cuando se producen atentados como el reciente de Manchester. Entre los cristianos africanos, el miedo a los musulmanes extremistas es también evidente, no solo en Egipto (donde hace unos días fueron asesinados varios cristianos coptos) sino también en los países del África occidental y central en los que Boko Haram sigue sus campañas de intimidación.


Por otra parte, las relaciones entre los Estados Unidos y Europa se han vuelto cada vez más tensas desde que Trump llegó al poder. El Brexit parece justificar la imposible convivencia de los europeos insulares (británicos) y los continentales (miembros de la UE). En Venezuela siguen los enfrentamientos graves entre los chavistas y la oposición al régimen. Francia y Rusia no ocultan sus fuertes discrepancias. El gobierno autonómico de Cataluña da pasos hacia la llamada desconexión con España porque ve inviable la convivencia con los otros pueblos que conforman el estado. Y así podríamos seguir. Pero no se trata solo de asuntos de naturaleza política. En las 24 horas que llevo en Europa he compartido también los problemas de convivencia de algunas familias. Parece que los seres humanos estamos viviendo un permanente síndrome de Babel que nos impide vivir juntos respetando las lógicas diferencias. El siglo XXI puede ser, una vez más en la historia, un tiempo de fragmentaciones y rupturas más que de proyectos conjuntos, de convivencia pacífica.


Defender lo propio, considerarnos superiores a los demás, sentir temor frente a los otros… no exige apenas esfuerzo. Es una aplicación que funciona en los seres humanos por defecto. Si no actuamos movidos por los valores de la unión y la solidaridad siempre tendemos a defender nuestros intereses. No hace falta ser virtuoso para acotar el propio terreno. El niño, sin que nadie le haya enseñado, siempre busca su propio placer y seguridad. Necesitamos años para aprender a renunciar a lo nuestro en aras de una convivencia que haga posible la vida social. En este sentido, la educación que los padres ofrecen a los hijos es capital. La madurez consiste en saber ir más allá de lo nuestro para construir unidades superiores en las que podamos encontrar una satisfacción mayor. Convivir siempre implica renunciar a algo. Pretender construir un espacio común sin renunciar a ninguno de nuestros supuestos derechos es imposible. Esto se aplica a las relaciones matrimoniales, familiares, laborales… y también a las políticas y económicas. Aquí es donde se enciende el conflicto. Por una parte, muchas personas han sido educadas en la idea de que todo les pertenece, de que deben exigir sus derechos, de que tienen que cumplir sus sueños a toda costa, de que deben autodeterminarse. Por otra, tenemos que aprender a convivir con las demás personas que también piensan lo mismo, que son muy celosas de su identidad y de su espacio. ¿Cómo proceder? Se suele hablar de diálogo, pero esta palabra es a menudo un concepto vacío y oportunista.


No encuentro otro camino que el que estamos celebrando a lo largo de este tiempo pascual. Solo quien muere a sí mismo (incluso a sus legítimas aspiraciones) puede dar vida a nuevas formas de existencia reconciliada. ¿Por qué algunas familias funcionan bien? ¡Porque siempre hay alguien (muy a menudo la madre) que se sacrifica para que los demás puedan estar mejor! Lo mismo sucede en las comunidades religiosas y en otros grupos humanos. A menudo, no nos damos cuenta de este milagro. Lo consideramos normal, lógico, espontáneo. Es como si las cosas funcionaran bien porque sí, pero basta que las personas que se sacrifican retiren su contribución (por cansancio, enfermedad o crisis), para que todo se venga abajo de la noche a la mañana. Naturalmente, un sacrificio impuesto, no aceptado con libertad y amor, es fuente de frustración y amargura. Pero un sacrificio hecho con lucidez, aunque deje insatisfechas algunas necesidades legítimas (al ocio, al descanso, a intereses individuales), acaba dando a la persona un sentido profundo que le permite vivir la vida con felicidad. Este secreto no se percibe a primera vista, y menos en tiempos en los que se nos vende la idea de que todos tenemos derecho a satisfacer nuestros deseos y caprichos para ser felices. Pero es el secreto de las personas serenas y alegres. Es la gran lección que Jesús nos dejó, lo que ocurre es que resulta difícil aplicarla en las complejas situaciones de la vida. Por eso admiro cada vez más a las personas que, renunciando a lo suyo, son capaces de sacrificarse por los demás sin pasar la factura. Solo ellas hacen posible la díficil convivencia.

1 comentario:

  1. Qué gran análisis dicho con tanta claridad y concisión. La sociedad del bienestar que es una gran aspiración con mucho trasfondo crsitiano no puede llevar a la sociedad hedonista que solo busca el placer por considerarlo y venderlo como la auténtica humanidad. Y eso es lo que se vende desde todos los ámbitos que excluyen lo trascendente.
    Gracias
    Gracias

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