Lo que vi en nuestra parroquia de Hayes refleja la evolución de la Iglesia católica en este país multicultural. Cada vez son más los católicos asiáticos y africanos. Antes del Brexit abundaban los polacos y, por supuesto, los de origen irlandés. Es difícil imaginar en qué consiste hoy una Iglesia “inglesa” o “británica”. Los nacidos en este país insisten en la imprescindible inculturación, sin caer en la cuenta de que la cultura local está cambiando a pasos agigantados. Ya no es pura y orgullosamente British, sino una combinación de muchos ingredientes cuyo perfil es difícil de dibujar.
En cuanto acabe de teclear esta entrada, viajaré al centro de Londres para revivir la magia de una ciudad que, mucho antes de visitarla por primera vez en 1988, ya la conocía a través de la literatura, el cine y las clases de inglés en los años del bachillerato. Londres hay que patearla con un poco de niebla y un paraguas en la mano para que se parezca algo a la ciudad pintada por Charles Dickens, Oscar Wilde o sir Arthur Conan Doyle. Creo que hoy domingo se dan ambas condiciones.
Quiero comprobar si el post-Brexit está cambiando el paisanaje urbano. Durante el paseo por las inmediaciones de Buckingham Palace me acordaré de que el Evangelio de este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, penúltimo del año litúrgico, nos habla de los tiempos finales. Cuando Marcos escribe a los cristianos de aquel tiempo, probablemente Tito ya había destruido el templo de Jerusalén. Se estaban viviendo momentos turbulentos. El miedo se había apoderado de muchos. Marcos se vio obligado a animar a los creyentes para que no perdieran la esperanza. Actualizó palabras de Jesús que ayudaban a dar sentido a lo que estaba sucediendo.
Hoy no estamos en una situación muy distinta. El fin del mundo está ocurriendo continuamente. Siempre se producen acontecimientos que parecen indicar que el mundo -nuestro mundo- se desmorona, el mundo que nos daba seguridad. Por otra parte, siempre mueren personas que llegan al final de su paso por esta tierra. Para ellas, el final se anticipa en el momento de su muerte. Cada generación interpreta a su manera los “signos” que anuncian ese final. No conozco ningún período histórico que no haya sido difícil para quienes vivieron en él. Tampoco ha existido ninguno en el que no pudieran percibirse signos de renacimiento. La interpretación de lo que sucede no depende tanto de los hechos en sí mismos, cuanto de la manera de situarnos ante ellos.
Jesús nos invita a situarnos desde la fe, a “escuchar” atentamente lo que Dios quiere decirnos a través de los progresos y los retrocesos, los logros y las catástrofes; en definitiva, a través de “los signos de los tiempos”. Si sabemos interpretar la llegada inminente del verano cuando vemos las ramas y hojas tiernas de los árboles, ¿por qué nos cuesta tanto interpretar lo que sucede en la historia? Quizá la razón última se esconde en este dicho del mismo Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Todo es mudable y efímero, excepto la palabra de Dios revelada por Jesús. Quien vive de la Palabra vive ya en el presente el final de la historia, se aferra a lo que da vida, a lo que nunca pasa.
Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres. El lema de este año es La oración del pobre sube hasta Dios. Al papa Francisco no le gusta hablar de pobreza, sino de pobres; es decir, de seres humanos con rostro y nombre. Cuando nos negamos a mirarlos, estamos volviendo la espalda a Dios.