domingo, 17 de noviembre de 2024

También en Londres se oscurece el sol


Llegué a Londres ayer a primera hora después de un vuelo sereno  desde Madrid. La capital británica me recibió como suele hacerlo en otoño: con un cielo encapotado, humedad alta y una temperatura de ocho grados. Los claretianos tenemos una parroquia dedicada al Inmaculado Corazón de María en Hayes. A las doce participé en la eucaristía. Habría como un centenar de personas. Mirando sus rostros, incluyendo el del monaguillo, no era fácil saber si estábamos en el Reino Unido o en India. Después, el párroco me aclaró que la mayoría son inmigrantes procedentes del estado indio de Goa. No es, pues, extraño que sean muy devotos de san Francisco Javier y de san Antonio de Padua. 

Lo que vi en nuestra parroquia de Hayes refleja la evolución de la Iglesia católica en este país multicultural. Cada vez son más los católicos asiáticos y africanos. Antes del Brexit abundaban los polacos y, por supuesto, los de origen irlandés. Es difícil imaginar en qué consiste hoy una Iglesia “inglesa” o “británica”. Los nacidos en este país insisten en la imprescindible inculturación, sin caer en la cuenta de que la cultura local está cambiando a pasos agigantados. Ya no es pura y orgullosamente British, sino una combinación de muchos ingredientes cuyo perfil es difícil de dibujar.


En cuanto acabe de teclear esta entrada, viajaré al centro de Londres para revivir la magia de una ciudad que, mucho antes de visitarla por primera vez en 1988, ya la conocía a través de la literatura, el cine y las clases de inglés en los años del bachillerato. Londres hay que patearla con un poco de niebla y un paraguas en la mano para que se parezca algo a la ciudad pintada por Charles Dickens, Oscar Wilde o sir Arthur Conan Doyle. Creo que hoy domingo se dan ambas condiciones. 

Quiero comprobar si el post-Brexit está cambiando el paisanaje urbano. Durante el paseo por las inmediaciones de Buckingham Palace me acordaré de que el Evangelio de este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, penúltimo del año litúrgico, nos habla de los tiempos finales. Cuando Marcos escribe a los cristianos de aquel tiempo, probablemente Tito ya había destruido el templo de Jerusalén. Se estaban viviendo momentos turbulentos. El miedo se había apoderado de muchos. Marcos se vio obligado a animar a los creyentes para que no perdieran la esperanza. Actualizó palabras de Jesús que ayudaban a dar sentido a lo que estaba sucediendo. 


Hoy no estamos en una situación muy distinta. El fin del mundo está ocurriendo continuamente. Siempre se producen acontecimientos que parecen indicar que el mundo -nuestro mundo- se desmorona, el mundo que nos daba seguridad. Por otra parte, siempre mueren personas que llegan al final de su paso por esta tierra. Para ellas, el final se anticipa en el momento de su muerte. Cada generación interpreta a su manera los “signos” que anuncian ese final. No conozco ningún período histórico que no haya sido difícil para quienes vivieron en él. Tampoco ha existido ninguno en el que no pudieran percibirse signos de renacimiento. La interpretación de lo que sucede no depende tanto de los hechos en sí mismos, cuanto de la manera de situarnos ante ellos. 

Jesús nos invita a situarnos desde la fe, a “escuchar” atentamente lo que Dios quiere decirnos a través de los progresos y los retrocesos, los logros y las catástrofes; en definitiva, a través de “los signos de los tiempos”. Si sabemos interpretar la llegada inminente del verano cuando vemos las ramas y hojas tiernas de los árboles, ¿por qué nos cuesta tanto interpretar lo que sucede en la historia? Quizá la razón última se esconde en este dicho del mismo Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. Todo es mudable y efímero, excepto la palabra de Dios revelada por Jesús. Quien vive de la Palabra vive ya en el presente el final de la historia, se aferra a lo que da vida, a lo que nunca pasa.


Hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres. El lema de este año es La oración del pobre sube hasta Dios. Al papa Francisco no le gusta hablar de pobreza, sino de pobres; es decir, de seres humanos con rostro y nombre. Cuando nos negamos a mirarlos, estamos volviendo la espalda a Dios. 

martes, 12 de noviembre de 2024

Sobrios, justos y piadosos


He pasado la mañana de este martes en El Escorial con un grupo de unos 50 directivos y responsables de pastoral de los doce colegios que las Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza tienen en España. Hemos reflexionado juntos sobre las cinco prioridades que se han propuesto para este sexenio. Son concretas. Conectan con las necesidades que se perciben en el campo educativo. Aunque no he estado mucho tiempo con el grupo, enseguida he percibido que hay buen ambiente entre ellos. Se conocen, saben lo que quieren, buscan hacerlo mejor. Miles de alumnos y sus familias se beneficiarán de esta misión compartida. 

Procesos parecidos están siguiendo otras congregaciones que trabajan en el campo de la enseñanza. Son afluentes que vierten sus aguas en el gran río de Evangelio que sanea el lago social. Es verdad que hay muchas personas corruptas, violentas e insolidarias en nuestro mundo, pero siempre es más poderoso el bien que hacen quienes buscan lo mejor del ser humano. A propósito de la DANA que hace dos semanas golpeó el Levante, he leído varios artículos en los que se reconocía que la llamada “generación de cristal” (frágil, caprichosa y pasiva) se está demostrando como una “generación de hierro" (resistente, comprometida y solidaria). A veces tiene que llegar una crisis para medir nuestra consistencia interior y nuestra capacidad de reacción y resistencia.


Como son muchos los factores que nos impulsan al desánimo, tenemos que ayudarnos unos a otros a descubrir puntos de luz, motivos para seguir confiando en la gente, razones para hacer bien nuestro trabajo y entregarnos a las personas Podríamos abandonarnos al pesimismo o dedicar nuestro tiempo a quejarnos de lo mal que va el mundo, pero eso no arregla nada y acaba debilitándonos. 

Los grandes hombres y mujeres no son quienes hacen obras vistosas, sino quienes mantienen el ritmo en la batalla diaria, quienes -como nos recuerda el Evangelio de hoy- hacen “lo que tienen que hacer”, sin exigir una paga, conscientes de que servir es nuestra misión en la vida. Ese “hacer bien lo que tenemos que hacer” es una forma resumida de aprender a estar en lo que debemos estar (“estar presentes” se dice ahora en la jerga psicológica), de creer que nuestro trabajo bien hecho puede contribuir a mejorar la vida de las personas, de apostar por la gratitud como actitud vital y no por la permanente indignación.


Hay algo en la primera lectura de la carta a Tito que también me ha resultado luminoso cuando celebraba esta mañana la Eucaristía a las 7,45 con el grupo de directivos. Se nos invita a llevar una vida sobria, justa y piadosa. Los tres adjetivos califican muy bien las tres principales relaciones de toda ser humano: sobrios (en relación con las cosas), superando los hábitos consumistas que nos esclavizan; justos (en relación con las personas), desarrollando actitudes de respeto y compasión; piadosos (en relación con Dios), cultivando una vida de oración sencilla y confiada. Las cosas más esenciales son también las más sencillas.

lunes, 11 de noviembre de 2024

A largo plazo


Dentro de unos minutos salgo para el aeropuerto. Termina así mi intensa y hermosa semana romana. Ayer participé en el Ángelus en una abarrotada plaza de san Pedro. Hacía una mañana serena. El Papa dijo algo que me resultó chocante, casi divertido. Hablando de los escribas, afirmó que “miraban a los demás «desde arriba» (esto es muy feo, mirar al otro desde arriba)”. Después de esa frase, esperaba que bromease con su propia situación porque él también estaba hablando “desde arriba” (ex finestra) a una multitud reunida “abajo”, en la plaza. Sin embargo, no hizo ninguno de sus habituales comentarios jocosos. 

Acabado el rezo, abriéndome paso entre una marea de gente, me encontré con un amigo con el que compartí el paseo, la comida y la conversación por las callejuelas del Trastevere también abarrotadas de romanos y turistas. A pesar de que las obras dificultan moverse por Roma, muchos quisieron aprovechar un domingo apacible para echarse a la calle, romper la monotonía de la semana laboral y disfrutar del suave sol del otoño.


El Papa volvió a referirse a la DANA que asoló la Comunidad Valenciana. Pasan los días y siguen las consecuencias de la tragedia. Todos concuerdan en que lo mejor está siendo la ola de solidaridad, pero también llegará el cansancio a los voluntarios que con tanto entusiasmo se han echado a la calle. Los medios de comunicación no podrán mantener el foco demasiado tiempo para huir del hartazgo informativo. No es fácil distinguir entre el derecho a una información veraz y el aprovechamiento mediático de una situación que tiene algunas aristas morbosas. Es hora de imaginar soluciones a largo plazo que eviten consecuencias tan desastrosas como las que ahora estamos padeciendo. Lo que se invierta hoy se ahorrará mañana. 

Necesitamos políticos con visión que no se limiten a gestionar el presente y a paliar los daños actuales. Los millones de euros conseguirán reconstruir la zona, pero ¿cómo se reconstruye un corazón destrozado? ¿Qué tipo de apoyo psicológico y espiritual se puede donar a las personas que se han visto sometidas en pocas horas a cambios sustanciales en sus vidas? Aquí las comunidades cristianas pueden poner en marcha una tarea de acompañamiento a largo plazo que no deje a nadie sin el apoyo que necesita. Este es un desafío que no puede quedar desatendido.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Roma, città aperta


En Roma el otoño es hermoso. Para ajar un poco su belleza, el centro histórico es un “cantiere aperto”. Dicho en plata: todo está en obras en vistas del Jubileo que se aproxima. Tras los años de escasez de la pandemia, los turistas han vuelto en masa. Tuve que esperar casi una hora para entrar en la basílica de san Pedro, orar ante la tumba del apóstol, contemplar una reproducción de la Piedad de Miguel Ángel (la auténtica está cubierta por renovación del vidrio protector) y admirar el baldaquino de Bernini recién restaurado. 

También el Trastevere era un hervidero de gente al caer la tarde. Roma nunca ha dejado de estar de moda, pero ahora se percibe una especie de intensidad pospandémica que hace un poco antipática la ciudad. En los autobuses puedes pagar con tarjeta de crédito. Ya no hay excusa para colarse. Necesitaba un baño de gente después de cinco días en la curia general de los claretianos animando un taller de liderazgo con los miembros del gobierno general y su equipo de colaboradores. Tras el trabajo intenso de lunes a viernes, el fin de semana marca otro ritmo más sosegado e itinerante. Por muchas obras que haya, Roma siempre es la misma. Es la magia (y el peso) de las ciudades antiguas.


El evangelio del XXXII Domingo del Tiempo Ordinario admite muchas lecturas. Me decanto por una cultural. Hoy, particularmente en Europa, vivimos una situación de gran fragilidad. Me fijo, sobre todo, en muchas comunidades cristianas y de vida consagrada. La mayoría de sus componentes son personas ancianas y vulnerables. Imaginan un futuro sombrío. Son, en cierto sentido, como la viuda de Sarepta (primera lectura) o como la viuda que echa una monedita en la alcancía del templo de Jerusalén (evangelio). Lo que de verdad cuenta es que, a pesar de su pobreza y vulnerabilidad, no pierden los dos elementos esenciales para hacer de la vida humana una existencia digna de ser vivida: la confianza en Dios y el amor a las personas. 

Ayer, cuando entré en la basílica de san Pedro, estaba predicando un sacerdote italiano perteneciente al movimiento Monastero WiFi. No había oído hablar de esta realidad eclesial. El predicador tronaba contra la moda actual de buscar siempre el bienestar, poner el acento en la autoestima y potenciar nuestras posibilidades. Recordó la frase de san Pablo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12,10). Solo en nuestra debilidad abrimos una rendija a la gracia de Dios. Cuando queremos llevar siempre el control de todo, Dios nos dice: “Te basta mi gracia” (2 Cor 12,9).


Quizá necesitamos ver la fragilidad actual como un don de Dios, como una hermosa expresión de la pedagogía divina para aprender a confiar en su amor y no poner tanto el acento en nuestros logros. Quizá necesitamos una espiritualidad como la de la viuda de Sarepta o la de Jerusalén. En medio de nuestras pobrezas, no podemos abandonarnos a sentimientos de derrota o desesperanza. Si somos capaces de seguir confiando en Dios y de ser generosos sin pensar demasiado en nuestra subsistencia, “la orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”. 

Lo que nosotros consideramos una etapa débil puede ser la antesala de otra de mayor fecundidad. Pero las cosas no se producen automáticamente. Creer que nos basta con la gracia de Dios es el mejor signo de una madurez espiritual que se acrisola en tiempos de crisis y decrecimiento. No siempre lo percibimos así y -lo que es peor- no siempre queremos hacerlo. Pero es la dirección que nos lleva al futuro.



sábado, 2 de noviembre de 2024

Recuerdo y consuelo


Hacía tiempo que no escribía desde un aeropuerto. Lo hago hoy, antes de volar a Roma. Aquí, en Barajas, el cielo está nublado. La temperatura es suave, de otoño benigno. Los periódicos siguen dedicando grandes titulares a los efectos de la DANA que asoló la Comunidad Valenciana y otros lugares. Al estupor inicial se añade ahora la indignación por los retrasos en los avisos de emergencia y en las ayudas oficiales. Las necesidades son tantas que toda ayuda es poca. La respuesta de los voluntarios ha sido generosa en extremo, aunque un punto caótica, como es normal en estas circunstancias. Parece que el ejército se va a unir a las tareas de búsqueda de desaparecidos, limpieza y reconstrucción con todos sus efectivos humanos y sus recursos materiales. Me cuesta entender por qué no la ha hecho antes. 

La burocracia, que en tiempos de bonanza puede tener su sentido, pasa a un segundo plano en caso de emergencia. Ahora se requieren respuestas rápidas, coordinadas y eficaces. Ayer, mientras regresaba a Madrid en coche, fui oyendo en la radio testimonios estremecedores de personas que están padeciendo este desastre. Sus palabras me resultaban más fuertes que las imágenes que ofrecían las televisiones.


Algunos hablan de que podemos alcanzar la cifra de 400 muertos; o sea, el doble de los encontrados hasta ahora. Precisamente hoy celebramos en la Iglesia la conmemoración de los fieles difuntos. Recordamos a todos los que han muerto a lo largo de la historia y pedimos por su eterno descanso. No sé cómo resuenan estas cosas en las mentes de los más jóvenes. Algunos me han dicho que a ellos no les gusta visitar los cementerios. Entiendo este desapego de la muerte cuando uno está viviendo el estallido de la vida. También yo viví algo semejante cuando era joven. 

Y, sin embargo, pocas experiencias pueden ser más pacificadores que una visita a las tumbas de quienes nos han precedido. Yo lo hice ayer en el cementerio de mi pueblo natal. El suelo estaba cubierto por una pelusilla verde, fruto de las recientes lluvias. Las tumbas tenían muchas flores de diverso tipo. Todo estaba rodeado por los montes pardos y verdes y por un cielo claro. En las pocas horas que pasé en mi pueblo fui tres veces al cementerio: a primera hora de la mañana, a mediodía y por la tarde. Recorrí las tumbas de mis muchos parientes enterrados en este recinto inaugurado en 1903. Me detuve mucho más tiempo frente a la que contiene los restos de mis padres.


No sé explicar bien los sentimientos que me embargaron, pero tienen que ver con la serenidad, la esperanza y una alegría íntima. Creo en el poder de Dios. El mismo que ha creado la vida natural nos tiene destinados a la vida eterna. Nuestro paso fugaz por este mundo no es lo más importante que nos puede suceder. Es solo un entrenamiento para la vida plena junto a Dios. Como dice bellamente uno de los prefacios de difuntos, “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma; y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. 

Es hermoso acoger esta promesa mientras uno contempla las lápidas llenas de nombres y de fechas y recuerda las vidas de las personas que están a anudadas a nuestro querer. Somos eslabones de una larga cadena. Hacer memoria agradecida de nuestros antepasados es la mejor forma de dar sentido al presente, sin sucumbir a su tiranía. Y también de esperar en un futuro que no es solo resultado de nuestros esfuerzos (futurum), sino evento que nos llega como don (adventus).

jueves, 31 de octubre de 2024

In memoriam


Los medios de comunicación se han volcado para informar sobre las desastrosas consecuencias de la DANA que ha afectado al sureste y al suroeste de España. Ayer iba creciendo cada poco tiempo el número de víctimas. Hoy se habla ya de alrededor de 100, pero se teme que muchos de los desaparecidos acaben engrosando esa cifra. La ola de solidaridad recorre todo el país. Es lo que ahora se necesita. Luego, cuando las aguas (en todos los sentidos) se calmen, habrá que extraer algunas lecciones para minimizar los daños de futuros -y más que previsibles- aluviones. 

En estos días prima la dimensión humana sobre la técnica, la económica y la política. No me imagino lo que puede sentir una persona cuando se ve arrastrada por las aguas o cuando ve morir a sus seres queridos sin poder hacer nada para rescatarlos. Deben de ser experiencias tan duras que sin duda dejarán cicatrices para toda la vida. La empatía y la oración son las dos acciones que pueden acompañar con respeto estas experiencias únicas.


Me imagino que muchas personas se habrán preguntado “cómo Dios permite estas cosas”, aunque creo que hemos purificado mucho nuestra imagen de Dios como para no hacerlo responsable de los desastres naturales y, mucho menos, de los males causados por los seres humanos. Con todo, nunca nos libramos del enigma del mal. 

El creyente no se abandona a especulaciones, siempre raquíticas, sino que pone su vidas en manos de Dios, consciente de que Él asume nuestro sufrimiento y le da un sentido que a nosotros se nos escapa por completo. De esta confianza radical en Dios brota la creatividad y el esfuerzo para hacer todo aquello que esté en nuestra mano.

miércoles, 30 de octubre de 2024

Pasaba por ahí


Lo que está sucediendo en la Comunidad Valenciana me deja sin palabras. En el momento de escribir esta entrada, se cuentan ya más de 70 muertos producidos por la fortísima DANA que está golpeando la zona. Las imágenes que ofrecen las televisiones son sobrecogedoras. Se suele decir que el fuego se puede combatir con agua, pero ¿cómo se combate una tromba de agua que arrasa todo lo que encuentra a su paso? También en Madrid hemos vivido una noche de lluvia y viento, pero sin consecuencias graves. 

Pienso en los miles de personas que se han visto afectadas, directa o indirectamente, por esta catástrofe, sobre todo en los que han perdido la vida y en sus familiares y amigos. Es verdad que los servicios públicos y los ciudadanos de a pie están reaccionando con determinación para ayudar a los damnificados, pero siempre queda la duda de si no se podrían haber evitado muchos daños teniendo en cuenta que las previsiones eran muy alarmantes. Mi paseo matutino a la capellanía de las concepcionistas ha estado acompañado por estos pensamientos. Es como si esta fuera la gota que colma un vaso rebosante de mal. Hace mucho tiempo que no oigo la radio y cada vez veo menos la televisión, pero eso no elimina ni modifica la realidad. A lo más, mitiga un poco el impacto negativo que produce en mí.


Por si no fuera suficiente, desde hace semanas veo a todas horas a un inmigrante de Ghana que se pasa la mayor parte del día bajo el alero de una sucursal bancaria, sin hablar, sin mendigar, como escondido en una burbuja de soledad. Le hemos preguntado si necesita algo. Ha rehusado toda ayuda. Los servicios del SAMUR social han intentado llevarlo a algún albergue, pero tampoco ha querido. No sé cómo consigue los alimentos necesarios para subsistir ni tampoco dónde se asea. Es como una fantasma enfundado en una sudadera con capucha y, en los últimos días, protegidos por un anorak viejo y sucio. Me temo que padezca alguna enfermedad mental. 

¿Qué se puede hacer cuando alguien necesitado rechaza toda ayuda? ¿Qué pensamientos habitan en su cabeza? Aunque su lengua es el inglés, chapurrea un poco el español. No sabemos cómo ha venido a parar a nuestra calle y cómo consigue sobrevivir cada día. Para mí es el símbolo de las muchas personas que vagan por la vida sin rumbo. No es fácil saber cómo proceder, qué es lo que más puede ayudarle. Confieso que me moritfica esta barrera de silencio.


Escribir acerca de los demás cuando uno disfruta de salud y comodidad es casi una provocación. Sería mejor guardar un respetuoso silencio, pero, por otra parte, hay silencios que se parecen mucho a la indiferencia. Es verdad que no estamos en condiciones de resolver los muchos problemas que nos acucian, pero por lo menos podemos acercarnos a quien tenemos al lado. Si cada uno de nosotros tuviéramos cada día un pequeño gesto de amor, contribuiríamos a desintoxicar el clima social de indiferencia y odio. 

¿De qué nos sirve hacer inmensos progresos tecnológicos si cada vez nos volvemos más inhumanos, si somos incapaces de atender a las necesidades de muchas personas? No me extraña que Geoffrey Hinton, premio Nobel de Física en 2024 junto con David Hopfield, se haya arrepentido de la creación de la Inteligencia Artificial por los enormes peligros que supone para la humanidad. Esperemos que, como ha sucedido en otras épocas históricas con amenazas de distinto tipo, haya una reacción humanizadora. A veces, tenemos que ver las orejas al lobo para salir de nuestro conformismo y comodidad.