viernes, 21 de abril de 2017

Amor con humor se paga

Me agotan por igual los que siempre están haciéndose los graciosillos a base de chistes malos y los que no tienen el más mínimo sentido del humor. Por contra, me estimulan mucho los que salpimientan la vida cotidiana, sobre todo los momentos más solemnes, con un toque de ironía. Es verdad que hay un humor ácido y corrosivo, propio de personas con problemas hepáticos a los que la vida les ha dado un puñetazo en la boca del estómago que ha acabado interesando el hígado. Pero el verdadero humor es siempre compañero del amor y hermano pequeño de la esperanza. Así que se podría decir también que el humor es uno de los frutos del tiempo pascual. ¿Qué Pascua es esa en la que uno no puede esbozar una sonrisa pícara ante la muerte y sus comparsas? Hace más por la vida quien provoca una sonrisa o una carcajada que quien descubre una vacuna contra el tétanos. Si sonriéramos a menudo, activaríamos el sistema circulatorio y el inmunológico. En fin, que viviríamos más y con más sosiego. Los dictadores y los criminales no saben hacerlo; por eso tienen que recurrir a un uso nefando del poder o a somníferos sin receta médica. No se han enterado de que Cristo ya no está en el sepulcro. La resurrección les produce urticaria.

Todo esto me lo ha recordado el magistral discurso que ayer pronunció Eduardo Mendoza en Alcalá de Henares con motivo de la entrega del Premio Cervantes. En él confesó que ha leído el Quijote de cabo a rabo cuatro veces: en la escuela (siendo adolescente), de bachiller (diez años más tarde), de mayor (cuando, al menos nominalmente, “era un buen padre de familia”) y en los últimos meses (una vez conocida la concesión del premio Cervantes). Se confiesa gran admirador del universal escritor alcalaíno: “He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector”. En cada lectura completa ha descubierto algo nuevo. Destaco el descubrimiento que hizo en la tercera: “Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma”.

Para mostrar que, en efecto, el verdadero humor lo impregna todo, espigo dos referencias de su discurso que me han hecho sonreír. La primera se refiere a su estado de salud actual: “De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad”. La segunda es una anécdota que le ocurrió hace tiempo cuando vivía en los Estados Unidos. Tiene que ver con el uso del idioma: “Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español…”. Sin comentarios. Para que luego algunos se empeñen en acotar con precisión la pureza y la impureza, lo cabal y lo desarreglado. ¡Una camarera reprocha a todo un futuro premio Cervantes lo que ella considera un mal uso del castellano y se queda tan fresca!

Eduardo Mendoza me ha hecho recordar a otro gran humorista que también me enseña a ver la vida con humildad: el escritor británico G. K. Chesterton. Sus frases célebres son incontables: “El periodismo consiste esencialmente en decir que lord Jones ha muerto a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo”; “El mundo moderno está lleno de hombres que sostienen dogmas con tanta firmeza, que ni siquiera se dan cuenta de que son dogmas”; “A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro”; “Si no logras desarrollar toda tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político”; “El gran clásico es un hombre del que se puede hacer el elogio sin haberlo leído”; “Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera”. Y para terminar: “El hombre puede ser un escéptico sistemático; pero entonces no puede ser ya ninguna otra cosa; y ciertamente tampoco un defensor del escepticismo sistemático”.

Las parábolas de Jesús son, en su mayoría, relatos cargados de humor e ironía. ¡Lástima que las traducciones a las lenguas modernas y nuestro desconocimiento del contexto originario nos impidan percibirlas en toda su fuerza cómica e irónica! Cuando leo alguna reflexión teológica que no deja el menor resquicio al humor, me echo a temblar, porque ¿cómo se puede respetar el Misterio si no es desde el humor que se estremece? Es una de las cosas que más admiro en la decoración de los templos hindúes y también en muchos capiteles románicos de nuestra vieja Europa: las representaciones cómicas y divertidas de la vida humana y de los dioses. El buen humor consiste precisamente en eso: en percibir la grandeza del Misterio, observar nuestra radical pequeñez y esbozar una sonrisa ante tamaña desmesura. Por eso, los mejores humoristas son siempre los santos. Nadie como ellos se ha acercado tanto al Misterio y nadie ha vivido tan a fondo la condición humana. ¡Que se lo pregunten a santa Teresa de Ávila! Por mal que nos vaya, estamos vivos. Pongamos ritmo a esta jornada de primavera.





jueves, 20 de abril de 2017

Tocar las heridas

Tengo un amigo llamado Miguel que es un optimista inmarcesible. Me corrijo. Es una persona arraigada en la fe y en la esperanza. No le he visto nunca perder la sonrisa. Estar a su lado es como recibir siempre una bocanada de aire fresco. Tiene una capacidad extraordinaria para descubrir signos de vida donde otros solo ven señales de muerte. Si contempla seis metros cuadrados de pared blanca uno está seguro de que no va a poner el acento en la pequeña manchita que apenas se percibe en el ángulo superior derecho. Aplíquese el ejemplo a la vida personal. No es ingenuo. Al contrario, es inteligente y perspicaz. Las caza al vuelo. Tendría muchos motivos para cansarse, tirar la toalla y desconfiar del ser humano porque, por su trabajo, está muy acostumbrado a escuchar confidencias que vienen de las cloacas de la vida. Aunque goza de buena salud y de un carácter ecuánime, no todo le va bien. Vive rodeado de problemas, algunos muy graves. ¿Cómo consigue mantener izada la bandera de la esperanza después de haber atravesado ya el ecuador de la vida, en un momento en el que muchas personas enfilan la ruta de una vida a medio gas, aburrida y sin alicientes?

Uno tiende a pensar que las personas son más positivas cuanto más alejadas están del dolor, cuanto mejor les va en la vida. En este terreno no se pueden establecer leyes apodícticas, pero mi experiencia es la contraria. Las personas que, ante el dolor de los demás, aceptan el suyo propio, ven la vida de otra manera. Normalmente cuando huimos del sufrimiento ajeno es porque no sabemos cómo manejar el nuestro, porque no hemos aprendido a enfrentarnos a nuestros vacíos ni sabemos aceptar nuestras noches. He conocido a personas que evitan todo lo posible visitar a enfermos en los hospitales e incluso participar en los funerales de amigos y parientes. No es un problema de falta de cortesía sino de temor puro y duro. La enfermedad y la muerte de los otros los colocan frente a las cuerdas de sus propios límites. Como tienen miedo de caer enfermos o morir, evitan a toda costa que las enfermedades y muertes de los demás se conviertan en un recordatorio permanente y antipático. Huimos de lo que nos produce temor, de lo que desajusta nuestra manera de entender la vida, de lo incierto e inexplicable.

No es este el caso de mi amigo. Él no busca el sufrimiento, pero tampoco lo rehúye. Acompaña todo lo que puede a las personas que lo están pasando mal. El resultado no es una contaminación anímica o un contagio de negatividad. Al contrario, tocar las heridas de los otros le ayuda a valorar la vida, a disfrutar cada detalle, a ver siempre la cara luminosa de las personas. En el fondo, quizá sin que lo haya reflexionado, está siguiendo al pie de la letra lo que Jesús resucitado le dice al incrédulo Tomás: “Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20,27). La respuesta de Tomás es una descarada confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28). Tocar las heridas de Jesús es precisamente lo que despierta la fe de Tomás. Las heridas son también el motivo de la esperanza porque sirven de puente entre el crucificado y el resucitado. Son como testigos mudos que le hacen ver a Tomás que Jesús no es un fantasma sino el mismo que fue lanceado en la cruz. Las heridas son fuente de revelación.

Me pregunto si la razón fundamental por la que no vivimos con alegría, por la que nos cuesta tanto ver lo mejor de la vida no es precisamente nuestra tendencia a no tocar las heridas de Cristo que siguen abiertas en las personas que sufren. Una vida entre algodones, placentera, alejada de quienes cargan pesadas cruces, es lo que más nos roba la esperanza. Por el contrario, tocar las heridas despierta la fe y nos permite ver las cosas como las ve Dios. Si alguno de mis amigos a los que les cuesta mucho creer me preguntara qué puede hacer para descubrir a Dios, no pondría en sus manos ningún libro de teología o de espiritualidad de los que yo he leído con fruición; por ejemplo, Tú eres mi amado de Henri Nouwen o Sabiduría de un pobre de Eloi Lecrerc. No, no le entregaría de entrada un libro ni le recomendaría una práctica devocional. Lo invitaría a dejarse despertar por el sufrimiento de las personas, a tocarlas sin miedo. Le pediría que estuviera cerca de algunos sufrientes, que los escuchara con atención y respeto y que aprendiera luego a explorar y aceptar sus propias heridas interiores. A partir de ahí se podría iniciar un verdadero camino espiritual que no se pierde en meras prácticas devocionales o en experiencias exóticas como algunas de las que hoy se publicitan.

Para tocar las heridas de los otros hemos tenido que aprender a conocer y aceptar nuestras propias heridas. Algunas provienen de los lejanos años de la primera infancia. Otras se van produciendo en las mil batallas de la vida a lo largo de los años. Siempre me ha llamado la atención cómo algunas personas guardan en su bodega interior rencores hacia sus padres o hermanos por supuestos o reales agravios que no consiguen superar; personas que se han sentido minusvaloradas, excluidas, tratadas injustamente; personas que han disfrutado de bienestar material pero que han carecido de afecto sincero… Aceptar y sanar nuestras heridas solo se consigue con una vida interior rica, que nos permita conocerlas y nos ayude a integrarlas. Solo integramos lo que aceptamos y amamos. Mi amigo Miguel es un hombre con una extraordinaria vida interior. Todo el tiempo perdido en conocerse y aceptarse ha sido tiempo ganado para dejarse querer por Dios y para aprender a conocer y aceptar a todas las personas sin excepción, incluidas las problemáticas y antipáticas. ¿Cómo se pueden tocar las heridas de los demás sin repugnancia o temor cuando uno no ha experimentado que Dios ha vertido sobre las propias el aceite de su ternura y compasión? Todo esto me da vueltas en un hermoso día de abril, con la Pascua fresca y como de estreno.

miércoles, 19 de abril de 2017

Te doy lo que tengo

Lo mío con el camino de Emaús es casi una fijación. Creo que no hay relato del Nuevo Testamento que me guste más. Lo encuentro redondo, terapéutico, siempre actual y reconfortante. El relato del capítulo 24 de Lucas se lee siempre el miércoles de la Octava de Pascua. Lo he comentado varias veces. Este año, sin embargo, quiero fijarme en la primera lectura, la que narra el encuentro de los apóstoles Pedro y Juan con un tullido en la Puerta Hermosa del templo de Jerusalén. La primera reacción de Pedro es la contraria a la que solemos tener nosotros cuando encontramos a un mendigo por la calle. A menudo esquivamos la mirada. Pedro, por el contrario, le dice: “Míranos” (Hch 3,4). El texto añade: “Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo” (Hch 3,5). Antes de que haya una entrega de monedas o de dones, hay un intercambio de miradas. Pedro y Juan, mirándolo, reconocieron al tullido mendicante. Él, por su parte, “clavó los ojos en ellos”. El juego de miradas es la carta de presentación. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio. No mirar a alguien significa no reconocer su existencia y dignidad. Mirarlo, por el contrario, implica la aceptación de que alguien existe frente a mí, junto a mí, a mi lado. Aprender a mirar y aceptar que nos miren es quizás una de esas lecciones que hoy estamos necesitando con urgencia. La cultura urbana nos ha acostumbrado a caminar deprisa. Los otros son viandantes anónimos. No importa si no los miramos. Cada uno va a lo suyo... excepto yo que voy a lo mío. La ironía popular lo ha expresado bien. Llega un momento en que si alguien nos mira nos parece incluso sospechoso. ¡Hasta aquí llega la perversión actual de los gestos más primarios! El bebé goza mirando a su mamá y la mamá no se cansa de mirar a su bebé! Sin que ningún manual de psicología se lo diga, ambos saben que están construyendo identidad. Solo sé quién soy yo cuando alguien me mira. El otro necesita que yo lo mire para saber quién es. Con una mirada podemos asesinar o salvar una vida porque los ojos son ventanas del alma, escaparate de lo que somos, armas de construcción masiva. Miremos, pues, con toda la fuerza de que seamos capaces. Miremos reconociendo la dignidad de los demás. El tiempo de Pascua es una invitación a una mirada limpia, luminosa, compasiva.

Pero el encuentro de Pedro y Juan con el tullido nos reserva una sorpresa aún mayor. El mendigo agradece la mirada. Es el primer regalo. Lo saca del anonimato. Pero no solo de miradas vive el hombre: espera también unas monedas. Su vida depende de lo que recauda cada día, colocado –“solían colocarlo todos los días” (Hch 3,2)– junto a la Puerta Hermosa, casi como si fuera un vehículo que se deja estacionado. Juan contempla la escena. No habla. Es Pedro quien toma la palabra: “No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar” (Hch 3,5). No sé cuánto tiempo hace que esta frase me da vueltas por dentro. Resume el verdadero sentido de la evangelización tal como la practicaba Jesús. Decirle a alguien Te doy lo que tengo” significa que tenemos algo muy valioso dentro, algo que es más preciado que el oro y la plata. ¿Quién se atreve hoy a decir “En nombre de Jesús, levántate, camina”? Para hacerlo, uno tiene que creer en el poder de la Palabra de Dios. Tiene que estar convencido de que necesitamos la fuerza de esa Palabra que nos revela en cualquier situación:“Tú eres mi hijo amado. Sin esta fuerte convicción, nos sentimos desnudos, ridículos, testigos de un Evangelio que es perfectamente inútil, que no puede competir con los otros remedios que las personas esperan y que parecen mucho más concretos y eficaces porque responden a necesidades básicas como la comida, el vestido, la vivienda, la sanidad o la educación.

Lo voy a decir de manera aún más descarnada. Hoy muchos evangelizadores cambiaríamos la frase de Pedro por esta otra: “Dado que no estoy muy convencido de que el nombre de Jesús te sirva para algo en la vida, voy a darte un poco de la plata o del oro que tengo; es decir, voy a construirte una vivienda social, hacerte un pozo de agua, pagarte las medicinas, recomendarte una terapia psicológica o apadrinar a un hijo tuyo”. 

Es duro aceptar que un evangelizador es según las categorías sociales en uso– un experto en nada, alguien que no tiene lugar en la lista de profesiones que se valoran en el mercado laboral. Vamos, que no aparece en Linkedin. Si tú te pones enfermo, visitas al médico. Si tienes que resolver un pleito, contratas a un abogado. Si se te estropea el coche, vas a un taller mecánico. Y si necesitas arreglar algunos desperfectos en tu casa, llamas a un albañil, un electricista, un fontanero... o al técnico correspondiente. ¿Quién llama hoy a un evangelizador? ¿Para qué sirve un portador de la Palabra de Dios? ¿A qué necesidad humana responde su extraña competencia profesional?

Espero que los lectores de este blog entiendan que no estoy en contra de las acciones solidarias, ¡Dios me libre! Más aún, creo que son expresión de una fe que se hace amor concreto, que sale al encuentro de las muchas necesidades básicas que tenemos los seres humanos.  Lo que quiero acentuar es que, sin dejar de hacer esto (es decir, sin dejar de compartir nuestra plata y oro), no podemos privar a las personas del tesoro más valioso que hemos recibido y que, por otra parte, responde a la necesidad más radical de los seres humanos, que es saberse amados incondicionalmente por Dios, descubrir el sentido de la vida. Este tesoro es la palabra de Jesús: “En nombre de Jesucristo Nazareno”. La palabra que Pedro pronuncia no es suya, viene de Jesús, y va acompañada de un gesto muy elocuente. Si al principio le pidió al ciego que los mirara (a él y a Juan), ahora es Pedro quien se adelanta: “Agarrándolo de la mano derecha lo incorporó” (Hch 3,7). La palabra de Jesús tiene el poder no solo de sanar las enfermedades sino de devolver la dignidad, de reincorporar a las personas a la comunidad de la que han sido excluidas. ¿Se puede imaginar un regalo mayor o es mejor seguir soñando con un chalé a pie de playa y un automóvil de lujo?


Los frutos de la palabra de Jesús no dejan indiferente a nadie. Construir una escuela, promover una campaña de alfabetización o de vacunación infantil, sumistrar agua potable a un poblado, acoger a un grupo de inmigrantes… son gestos necesarios y hermosos. Nunca terminamos de cubrir las muchas necesidades humanas. Pero el corazón solo se mueve cuando nota que, además de eso o en medio de eso, hay un cambio profundo en las personas, cuando se percibe el paso de Dios por nuestras vidas. El texto de los Hechos de los Apóstoles es inequívoco: “La gente lo vio andar alabando a Dios; al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa, quedaron estupefactos ante lo sucedido” (Hch 3,10). Lo que importa no es que a uno lo nombren socio honorario de un club o le concedan el premio como personaje del año “por sus obras a favor del pueblo” sino que –como el tullido mendicante– podamos alabar a Dios porque hemos experimentado su acción en nosotros. En fin, no sé por qué esta bendita Puerta Hermosa pone en danza mis sentimientos. 

martes, 18 de abril de 2017

Solo para enamorados

Tengo que escribir el post de hoy aprovechando una pausa en el trabajo que estoy haciendo con los claretianos de Italia. Estamos comenzando el tiempo pascual. Una alegría serena inunda el ambiente. Sin saber bien por qué, he recordado esta mañana uno de los poemas más hermosos jamás escritos. Hermoso por su forma y por su fondo. La conjunción de ambos es casi insuperable. Solo un místico podría escribir algo semejante; es decir, una persona que ha experimentado en carne propia lo que escribe. Se podría decir que este largo poema es apto solo para enamorados, para personas que hayan sentido el estremecimiento de entrar en la intimidad de otra persona y sentirse en profunda sintonía con ella. El poema no podría ser otro que el Cántico Espiritual. El autor no podría ser otro que el gran san Juan de la Cruz. Creo que en un día como hoy merece la pena leer este largo poema, casi como si fuera autobiográfico. Para los que sois aficionados a la música, la versión que compuso hace 40 años Amancio Prada es ya un clásico. Os propongo un fragmento.



Hay experiencias que no se pueden expresar de otra manera sino mediante la poesia y la música. Cuando uno quiere reducir todo a puro razonamiento, deja fuera lo mejor de la vida. Esto solo lo descubren las personas muy racionales, no las que se quedan a medio camino en su afán por comprender el misterio de lo real. 




lunes, 17 de abril de 2017

Semillas de resurrección

Hoy en Italia celebramos el Lunedì dell’Angelo o la Pasquetta. A esta hora las calles están semidesiertas. Si el tiempo lo permite, hoy es normal que las familias salgan al campo o a los parques para disfrutar de una excursión campestre (scampagnata) y, sobre todo, de una buena comida al aire libre. Me gusta que la Pascua tenga aquí, como en tantos otros países, su tornaboda. Es una manera popular de señalar su importancia. Yo no podré salir al campo porque estoy terminando de preparar el retiro que mañana tengo con los claretianos de Italia al comienzo de su asamblea trienal. He querido plantearlo a la luz de la Pascua. Normalmente, cuando afrontamos la evaluación de nuestra vida personal, familiar o comunitaria, solemos seguir tres esquemas. El primero –el más común– parte de nuestros problemas (lo que no funciona bien) con el objetivo de identificarlos y buscar las correspondientes soluciones.  Es un procedimiento clínico. Se hace el diagnóstico de las enfermedades y luego se buscan los remedios adecuados. El gran riesgo de este método es que convertimos los problemas en el punto de partida. Sin querer, esta visión negativa acaba contaminando el conjunto. Crea además la sensación de que nunca logramos extirpar nuestros males, porque “problemas siempre tendréis con vosotros”.

Hace unos años se puso de moda otro esquema, que partía de las llamadas o desafíos que nos presenta una determinada situación. A una llamada se le busca no tanto una solución (como en el caso de los problemas) sino, más bien, una respuesta. Podríamos decir que es un esquema vocacional (llamada-respuesta). La realidad en la que vivo me llama, me reta, y yo intento responder de la manera más efectiva posible. Supone un avance, pero coloca el punto de partida fuera. Al final, la desproporción entre los desafíos (que suelen ser enormes) y las respuestas (que son siempre muy limitadas) es tan grande, que se puede generar frustración y pesimismo. Un desafío, por ejemplo, es la venida de miles de inmigrantes a Europa. ¿Cómo podemos responder? Nuestras posibilidades (personales, familiares o comunitarias) son tan escasas que siempre tenemos la sensación de que no estamos a la altura, de que casi no vale la pena plantearse retos tan descomunales.

Hay un tercer método –llamado técnicamente Indagación Apreciativa– que no parte de los problemas o de los desafíos sino de lo que funciona bien en nuestra vida con objeto de apreciarlo (de ahí el nombre del método), potenciarlo y lograr una visión personal y colectiva que cree entusiasmo y active todos nuestros recursos personales y comunitarios. Por hablar en términos bíblicos, se trata de sacar de nuestra cesta “los dos peces y cinco panes” (cf. Mc 6,41) para que, con la ayuda de Jesús, se conviertan en alimento para una multitud. El método exige, pues, indagar (de ahí su nombre), hacer preguntas que nos ayuden a conocer mejor esos “dos peces y cinco panes” ocultos. Y luego apreciar lo que, a primera vista, parece insignificante para descubrir todo el potencial que lleva dentro. Creo que este método –limitado como todos– tiene una gran ventaja: parte de lo que ya tenemos, no de lo que nos falta. Por eso, genera confianza, visión positiva, anima a implicarse en un proceso de cambio y transformación. No es necesario ser una persona superdotada. Todos los seres humanos hemos recibido dones que podemos hacer fructificar.

Me parece, además, que esta es la perspectiva que nos ofrece el misterio de la Resurrección de Jesús que estamos celebrando en este largo tiempo pascual. Con su triunfo sobre el mal y la muerte, Jesús ha inundado el cosmos y la vida de cada uno de nosotros de “semillas de resurrección”. Llevamos dentro una vida nueva. Hemos sido agraciados con el don del Espíritu Santo, “que hace nuevas todas las cosas”. Si pudiéramos tomar conciencia de esta novedad, descubriríamos que en cada uno de nosotros hay muchas potencialidades ocultas. No me refiero solo a cualidades humanas, más o menos apreciables, sino, sobre todo, a dones que Dios nos concede para hacer más feliz nuestra vida y la de los demás. Si estos dones no se descubren y se ponen al servicio común, acaban pudriéndose. La resurrección nos invita, pues, a practicar una suerte de indagación apreciativa en la bodega de nuestra interioridad. Nos sorprenderemos de los vinos excelentes que atesoramos, muchas veces sin darnos cuenta. ¿Os imagináis cómo podría cambiar nuestra vida personal y familiar si siempre partiéramos de lo que funciona bien, de lo bueno que se nos ha concedido, para potenciarlo al máximo? El clima sería de alegría, confianza mutua y ganas de avanzar; es decir, de verdadera resurrección. ¡Ánimo, no nos conformamos con menos!

Como hoy estoy de muy buen humor, comparto una de las versiones de Granada que más me gusta: la interpretada por el tenor peruano Juan Diego Flórez.




domingo, 16 de abril de 2017

Vio y creyó

Anoche celebré la Vigilia Pascual en nuestra Basílica del Inmaculado Corazón de María de Roma. Nos dimos cita unos 20 claretianos de varios países del mundo, numerosos laicos y algunas religiosas del barrio. Cuando se encendió el cirio pascual en el atrio de la enorme basílica tuve la impresión de que estaba viviendo simbólicamente la dinámica de la fe. Todo estaba a oscuras. Una pequeña luz en comparación con la oscuridad circunstante fue suficiente para que empezáramos a ver, aunque todavía un poco a tientas. Luego, cuando después de la segunda invocación, todos encendimos nuestras velitas, la dinámica se hizo más clara. La luz que viene de Cristo se multiplica en nuestros pequeños cirios. El mismo que ha afirmado “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12) nos ha dicho a nosotros: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). 

La fe es un fenómeno expansivo. Viene como regalo de Jesús y alcanza a todo el mundo. Se transmite como se comunica la luz: por encendido solidario, por contagio. En el momento de la tercera invocación, con todas las velas ardiendo, la oscuridad de la basílica se disipó casi por completo. El canto del pregón pascual puso voz a esta experiencia hermosa. Una velita ilumina poco, pero cientos iluminan bastante más. Imaginemos miles, millones. La luz no sustituye a los ojos, pero sin ella no podemos ver. La fe no sustituye a la razón: alumbra el horizonte último. Los potentes focos eléctricos se encargaron de completar una iluminación que era en sí misma un símbolo de la presencia luminosa del Cristo resucitado. Confortado por la alegría experimentada anoche, os escribo a todos los amigos esta...

Carta de Pascua 2017

Queridos amigos de El Rincón de Gundisalvus: 

¡Que la presencia del Cristo Resucitado llene vuestra vida de paz y alegría! Él nos dice a todos: Shalom, soy yo, no temáis. Esta carta es el post número 422. A lo largo de estos 14 meses transcurridos desde que abrí el blog en febrero de 2016, hemos tenido oportunidad de reflexionar sobre muchos asuntos que, de una manera u otra, tienen que ver con la vida y la fe. Algunos me habéis preguntado si no me cuesta mucho encontrar nuevos temas. La respuesta es que no, pero confieso que hay días en que me falta tiempo para escribir con sosiego. Cuando vivimos con los ojos abiertos, los temas vienen solos porque la vida es un continuo flujo de experiencias. La fe es la pequeña linterna que nos ayuda a ver esas experiencias que todos tenemos a la luz del Cristo resucitado. Os puedo asegurar que es una aventura sin fin. ¡Hasta las cosas más insignificantes se convierten en señal de la presencia de Jesús!

Todos los domingos suelo recurrir al biblista italiano Fernando Armellini para que nos ayude a entender mejor la Palabra de Dios que se proclama en la liturgia. Reconozco que a veces es un poco prolijo, pero sus observaciones suelen ser atinadas. También las de este Domingo de Pascua. El evangelio de hoy, tomado del capítulo 20 de san Juan, nos narra la visita de María Magdalena, y luego de Pedro y el “otro” discípulo, al sepulcro de Jesús. Los tres vieron –¡atención a este verbo!– algo que les sorprendió. De María Magdalena se dice que “vio la losa quitada del sepulcro” (Jn 20,1). Del “otro” discípulo que corría más que Pedro se dice que, sin entrar en el sepulcro, “vio las vendas en el suelo” (Jn 20,5). Por último, de Pedro se dice que, entrando en el sepulcro, “vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza” (Jn 6-7). El relato termina con una confesión de fe. El “otro” discípulo, una vez que Pedro ha entrado en el sepulcro, entra también. Y entonces “vio y creyó” (Jn 20,8). Por si los lectores no entendemos bien qué significa esta última frase, el autor del Evangelio se encarga de explicarla: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9). El “otro” discípulo, después de haber visto, cree que Jesús está vivo: ha resucitado. Todos ven algo que rompe la normalidad de una tumba. Todos ven que ha sucedido algo extraño. Pero solo el “otro” discípulo cree. Hay un itinerario del ver al creer. Más adelante, el mismo Jesús resucitado, tras el encuentro con el incrédulo Tomás, dirá: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29).

Escribo estas líneas pensando en vosotros, mis amigos, que ahora leéis esta carta. Empecé este blog hace un año con una sola preocupación: compartir la fe en Jesús con aquellos a los que aprecio desde hace años. Algunos me habéis confesado que tenéis muchas dificultades para creer en Dios y en Cristo. Otros me habéis dicho con franqueza que sentís por dentro una inquietud espiritual, pero que ese cosquilleo no se traduce en una práctica religiosa regular. Incluso que no la consideráis necesaria. Lo que importa para vosotros es ser gente honrada, lo que no es poco teniendo en cuenta los tiempos que corren. Es como si todo lo demás que tiene que ver con la fe (dogmas, normas y ritos) perteneciera a una etapa infantil hace tiempo superada. Hoy los vientos soplan en otra dirección de mayor autonomía personal. Cada uno es libre de servirse lo que considere oportuno en este gran supermercado que es nuestra sociedad actual. Hay generaciones –creo que la mía es una de ellas– cansadas de la excesiva tutela eclesial. ¿Qué necesidad hay de participar en celebraciones aburridas cuando Jesús mismo ha dicho que el principal mandamiento es el amor? ¿No importa más preocuparse por la gente que cumplir las orientaciones obsoletas de la Iglesia?

Comprendo muy bien esta postura. Podría decir que yo mismo he vivido a veces esa sensación. Pero también sé por experiencia que se trata de una etapa penúltima en el camino de una fe madura. A pesar de todas las objeciones, la fe es siempre algo nuevo, fresco, que no se deteriora con el paso del tiempo sino que se desarrolla. Entre los amigos del blog hay también muchos que, en medio de las dificultades, os esforzáis por vivir con alegría vuestra vocación cristiana. Sabéis que no es fácil, que incluso podéis ser ridiculizados, pero no tiráis la toalla. Quizás incluso habéis encontrado en este rincón de internet algunos estímulos y sugerencias. En cada uno de nosotros, cualquiera que sea nuestra situación, ha resucitado el Señor. Nadie queda excluido del encuentro con el Viviente, con el contemporáneo de todo hombre y mujer. Todos somos invitados a creer en él. La fe en Jesús –no solo la simple admiración por su causa– es un don que se concede a quienes buscan con humildad y constancia. Jesús lo ha dicho claramente: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Pero quizá para eso –como les sucedió a María Magdalena, a Pedro y al “otro” discípulo– es necesario ver algo, tener alguna experiencia que nos lleve más allá de la rutina diaria, percibir alguna luz por las rendijas de nuestra existencia. He repetido muchas veces una frase del teólogo alemán Karl Rahner que considero cada vez más certera: “El cristiano del siglo XXI, o será un místico –es decir, una persona que ha experimentado algo– o sencillamente no será”. ¿Hemos experimentado nosotros algo, el estremecimiento que produce el paso de Dios por nuestra vida? El cristianismo surgió porque un grupo de mujeres y hombres experimentaron algo en relación con Jesús de Nazaret. Ellos y ellas, que lo habían conocido por los caminos de Galilea y Judea, sufrieron la decepción de su injusta condena y de su muerte en cruz. Lo normal es que se hubieran dispersado, víctimas de una gran frustración. Pero no. Al poco tiempo –al tercer día, como dicen los evangelios– vieron que el Señor estaba vivo entre ellos de un modo que nunca hubieran imaginado. Y creyeron en él. Y arriesgaron su vida por él. Y la dieron hasta el final. Por eso ha llegado la fe hasta nosotros.

Hoy es imposible ser cristianos sin una experiencia parecida. Son tantos los vientos que nos empujan en dirección contraria, tan repetitivos los argumentos que se manejan para convencernos de que la fe es un cuento de hadas, que sin una experiencia fuerte de que Jesús está vivo en medio de nosotros y cambia nuestra vida, será imposible mantenernos en pie. Algunas tradiciones sociales (como, por ejemplo, las procesiones de Semana Santa y las fiestas patronales) o el ambiente familiar, aunque positivas, no son suficientes para alimentar una fe personal madura. Nadie nos puede sustituir en la increíble aventura de fiarnos de Jesús porque hemos visto que dilata nuestra vida y nos ayuda a vivir con más sentido y alegría.

Me despido con una historia típica del tiempo de Pascua. Se la suele conocer como la parábola de los dos gemelos. Quizá nos ayude a comprender un poco mejor en qué consiste esa locura de la resurrección que celebramos hoy con gran alegría y que es un anticipo de nuestra propia resurrección.



Parábola de los dos gemelos

Dos bebés se encuentran en el útero, confinados en las paredes del seno materno, y mantienen una conversación. Para entendernos, a estos gemelos los llamaremos Ego y Espíritu.

Espíritu le dice a Ego:

“Sé que esto va a resultarte difícil de aceptar, pero yo creo de verdad en que hay vida después del nacimiento”.

Ego responde:

“No seas ridículo. Mira a tu alrededor. Esto es lo único que hay. ¿Por qué siempre tienes que estar pensando en que hay algo más aparte de esta realidad? Acepta tu destino en la vida. Olvídate de todas esas tonterías de vida después del nacimiento.”

Espíritu calla durante un rato, pero su voz interior no le permite permanecer en silencio durante más tiempo.


“Ego, no te enfades, pero tengo algo más que decir. También creo que hay una madre.”

“¡Una madre!” –exclama Ego con una carcajada-. “¿Cómo puedes ser tan absurdo? Nunca has visto una madre. ¿Por qué no puedes aceptar que esto es lo único que hay? La idea de una madre es descabellada. Aquí no hay nadie más que tú y yo. Ésta es tu realidad. Ahora cógete a ese cordón. Vete a tu rincón y deja de ser tan tonto. Créeme, no hay ninguna madre.”

Espíritu deja, resignado, la conversación, pero la inquietud puede con él al cabo de poco. “Ego” –implora-, “por favor, escucha, no rechaces mi idea. De alguna forma, pienso que esas constantes presiones que sentimos los dos, esos movimientos que a veces nos hacen sentir tan incómodos, esa continua recolocación y ese estrechamiento del entorno que parece producirse a medida que crecemos, nos prepara para un lugar de luz deslumbrante, y lo experimentaremos muy pronto.”


“Ahora sé que estás completamente loco” –replica Ego-, “Lo único que has conocido es la oscuridad. Nunca has visto luz. ¿Cómo puedes llegar a tener semejante idea? Esos movimientos y presiones que sientes son tu realidad. Eres un ser individual e independiente. Éste es tu viaje. Oscuridad, presiones y una sensación de estrechamiento a tu alrededor constituyen la totalidad de la vida. Tendrás que luchar contra eso mientras vivas. Ahora, aférrate a tu cordón y, por favor, estate quieto.”

Espíritu se relaja durante un rato, pero al fin no puede contenerse por más tiempo. “Ego, tengo una sola cosa más que decir, y luego no volveré a molestarte.”


“Adelante” –responde Ego, impaciente-. “Creo que todas estas presiones y toda esta incomodidad no sólo van a llevarnos a una nueva luz celestial sino que cuando eso suceda vamos a encontrarnos con la madre cara a cara, y conocer un éxtasis que superará todo lo que hemos experimentado hasta ahora.”

“Estás totalmente loco. Ahora sí que estoy convencido.”



Feliz Pascua 
Buona Pasqua
Happy Easter
Joyeuses Pâques
Frohe Ostern

sábado, 15 de abril de 2017

La Madre espera

El proceso de la muerte tiene varias etapas: ansiedad antes de que suceda, desgarro en el momento de producirse, serenidad tras la última despedida… Cada persona vive de manera única la muerte de los seres queridos. Es algo que no podemos delegar. He observado que, por lo general, tras el entierro, se suele entrar en una fase de alivio esperanzado, sobre todo si uno ha sabido entregar a Dios la vida de la persona amada como una ofrenda. Vivir la muerte como aniquilación en la nada o vivirla como entrega a Dios marca las diferentes actitudes ante este hecho grosero y universal. ¡Qué diferente es sucumbir ante el final absoluto de la aventura humana o anhelar la transición a la vida plena en Dios!

Hoy, Sábado Santo, quiero imaginar cómo viviría María, con algo menos de 50 años, la muerte ignominiosa de su hijo, cómo transcurriría las horas que pasaron desde las tres de la tarde del viernes hasta el amanecer del primer día de la semana. ¿Cómo vive una madre joven la muerte de su hijo joven? Por desgracia, la Iglesia no tiene una liturgia particular que celebre la espera de María. Para suplir su ausencia se multiplican las devociones populares que subrayan, más bien, la soledad de la Madre Dolorosa.

Hace ya varias décadas, el compositor Juan Antonio Espinosa puso música a una hermosa canción escrita por el jesuita Rafael de Andrés. El tema se hizo muy popular y todavía hoy suele cantarse, sobre todo en Adviento. La canción se titula Santa María de la Esperanza. La última estrofa dice así:
Esperaste, cuando todos vacilaban,
el triunfo de Jesús sobre la muerte;
y nosotros esperamos que su vida
anime nuestro mundo para siempre.
La canción no subraya el dolor o la soledad de María sino su esperanza: Esperaste cuando todos vacilaban. María no era solo la madre de Jesús. Se había convertido en la mejor discípula de su hijo. Había vivido un completo proceso de trasformación. Sabía que, a pesar de los pesares, el Dios-Abbá, que a ella la había enamorado cuando era una chiquilla y a quien su hijo había consagrado su vida, no podía fallar en este momento clave. No sabía bien lo que iba a suceder. No disponía de visiones especiales. Simplemente esperaba que Dios fuese Dios. En su corazón volvió a repetir lo que había dicho en el momento de la anunciación: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

A partir de ahí solo le quedaba esperar en Dios. Y en esa espera paciente y silenciosa acrisolaba su fe. Hay veces en que la fe se hace activa a través del amor, se convierte en motor de muchas acciones. Otras veces la fe se transforma en esperanza. No hace sino que deja hacer. María, que había hecho tantas cosas por su hijo Jesús, ahora solo puede esperar, dejar que Dios haga su parte. No hay mejor tributo a su hijo y su evangelio que una esperanza activa. Ella sabe con el corazón –Lucas insiste en que María guardaba todo en el corazón– que lo mejor está por llegar. No cuelga el cartel de Cerrado por defunción sino el de Abierto por esperanza. El Sábado Santo es un día sereno en el que el trigo que va a despuntar echa raíces sumergido en tierra. No se ve nada hasta que se vea todo.

Con María, la Madre, aprendemos hoy la espiritualidad serena del Sábado Santo. Aturdidos a veces por tantos mensajes que nos invitan a hacer cosas, a cambiar el mundo, a comprometernos, necesitamos recordar las palabras de Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Con María aprendemos a vivir los tiempos medios y largos con serenidad. Ella nos enseña a reconocer la obra secreta de Dios en los pliegues de la historia, nos cura de un activismo que acaba por secarnos el alma. Con María aprendemos también a no desesperarnos cuando se nos ponen las cosas cuesta arriba, cuando experimentamos algunos reveses en nuestro camino, cuando el fracaso, la enfermedad o la muerte llaman con los nudillos en nuestra puerta. María, la Mater dolorosa, es la mujer de la esperanza.

Cuando casi todos creyeron que el Viernes Santo ponía punto final a la aventura de su hijo, ella esperó el triunfo de Jesús sobre la muerte. Por eso, acompaña también nuestros momentos bajos y nos ayuda a esperar con serenidad y confianza en la obra de Dios en nosotros y en el mundo. María es la Madre que nos lleva de la mano del dolor del Viernes Santo a la alegría del Domingo de Pascua. La virtud que media entre el dolor y la alegría es la esperanza. Lo expresa muy bien el escritor francés Charles Péguy en un conocido poema en el que Dios –dirigiéndose al hombre– se “desahoga” de este modo: 
“Y sé que puedo pedir al hombre mucho corazón,
mucha caridad y mucho sacrificio,
y que tiene gran fe y gran caridad.

Pero lo que no hay manera de lograr es un poco de esperanza,
un poco de confianza, de reposo, de calma,
un poco de abandono en mis manos, de renuncia.

Porque yo no he negado nunca el pan de cada día
al que se abandona en mis manos
como el bastón en la mano del caminante.

Me gusta el que se abandona en mis brazos
como el bebé que se ríe y que no se ocupa de nada
y que ve el mundo a través de los ojos
de su madre y de su nodriza.

El que no duerme de preocupaciones es infiel a la esperanza,
y ésta es la peor infidelidad.
Yo creo que podríais despreocuparos durante una noche
y que al día siguiente no encontraríais vuestros asuntos
demasiado estropeados;
a lo mejor, incluso, no los encontraríais mal,
y hasta quizá los encontraseis algo mejor.
Yo creo que soy capaz de conducirlos un poquito.

Pero yo os conozco: sois siempre iguales:
estáis dispuestos a ofrecerme grandes sacrificios
a condición de que no sean los que yo os pido.

Sois así, os conozco.
Haríais todo por mí, excepto ese pequeño abandono
que es todo para mí.

Por favor, sed como un hombre
que está en un barco que está solo en un río
y que no rema constantemente
sino que, a veces, se deja llevar por la corriente”.
En este Sábado Santo, María nos enseña a dejarnos llevar por la corriente de Dios, a depositar en Él toda nuestra esperanza. No va a defraudarnos.