sábado, 14 de enero de 2023

La flecha envenenada


Roma ha amanecido con un sol espléndido, pero temperatura baja. Sigo participando en los trabajos de la comisión que prepara el Congreso de Espiritualidad Claretiana que tendrá lugar en julio de 2024 con motivo de los 175 años de la fundación de los Misioneros Claretianos. En el curso de las deliberaciones, alguien recordó la famosa parábola budista de la flecha envenenada. Al parecer, Buda se la contó a uno de sus alumnos más impacientes. El joven estaba ansioso por conocer respuestas a sus preguntas sobre la vida después de la muerte. Así que Buda le contó la historia que ha dado la vuelta al mundo y que ahora reproduzco en una de sus innumerables versiones:
“Una vez hubo un hombre que había sido herido por una flecha envenenada. Además, cuando sus familiares quisieron buscar un médico para que le ayudara, este se negó. El herido de muerte dijo que antes de que ningún médico tratase de ayudarle, quería saber quién había sido el hombre que le había atacado, a qué casta pertenecía y cuál era el lugar de origen del mismo.

 También quiso conocer su altura, su fuerza, el tono de su piel, el tipo de arco con que disparó y si su cuerda se había fabricado con cáñamo, seda o bambú.

Así, mientras continuaba queriendo saber si las plumas de la flecha eran de buitre, pavo real o halcón, y si el arco era común, curvo o de adelfa, murió antes de saber la respuesta a ninguna de sus preguntas”.

La moraleja es clara. Vivir, creer, amar y esperar no son actividades humanas que dependan de nuestra capacidad de entenderlas. Apenas nacemos, comenzamos a respirar sin tener la más mínima idea de cómo funcionan los pulmones. Comemos sin saber el funcionamiento del estómago. Y -digámoslo de manera cruda- creemos sin saber quién es Dios. Si tuviéramos que esperar a tener ideas claras y distintas acerca del vivir, comer, respirar, creer y amar, nos moriríamos. En la vida no necesitamos tener una explicación acabada de todo lo que hacemos. Es verdad que la teología se define como “la inteligencia de la fe”, pero eso no significa que necesitemos tener todo claro para creer. Más bien, sucede lo contrario. Una vez que creemos por pura gracia, buscamos comprender mejor en qué consiste la fe.

Creo que hoy estamos perdiendo mucha vitalidad en nuestra vida personal y eclesial porque malgastamos demasiado tiempo en preguntarnos “si las plumas de la flecha eran de buitre, pavo real o halcón, y si el arco era común, curvo o de adelfa”. Lo que importa es respirar, vivir, amar, orar, trabajar… Las explicaciones son importantes, pero son siempre un momento segundo. Conozco a algunas personas muy eruditas en cuestiones teológicas cuyas vidas me resultan anodinas, insignificantes. No estamos llamados a ser cartógrafos de Dios, sino amigos. Lo que importa no es disertar sobre la importancia de la oración, sino ponerse a orar con humildad. Sirve de poco reflexionar sobre la antropología del amor si uno no se decide a amar. La anatomía de la esperanza es perfectamente inútil si uno no espera cuando todo parece ponerse en su contra. La alegría no es tanto objeto de discusión, cuanto expresión de la paz interior.


Un Congreso de Espiritualidad corre el riesgo de perderse en puras especulaciones a menos que toque la vida de los participantes, los implique personalmente y les ayude a cambiar. Algunos de mis colegas que se dedican a cuestiones filosóficas, teológicas y canónicas no están siempre por la labor, en nombre de no sé qué extraño “rigor científico”, pero todos sabemos que, en el fondo, se trata del miedo que todos tenemos a cuestionar nuestra propia vida y a hacer aquellos cambios que sentimos imprescindibles. En fin, que no se organiza un congreso para enriquecer los anaqueles de una biblioteca, sino para poner en pie de cambio a un grupo, una comunidad, una congregación, no sea que, mientras perdemos el tiempo en analizar si “su cuerda se había fabricado con cáñamo, seda o bambú”, muramos por falta de aire.

1 comentario:

  1. No sé si sabré expresar lo que me sugiere la reflexión que has escrito. A medida que pasamos del nacimiento a la edad adulta, aquello que nos es regalado desde el primer momento, por diversas causas, la vida nos lleva a profundizar en el funcionamiento de nuestro cuerpo… y más cuanto más nos lleva molestias.
    Según en el ambiente en que nacemos, se nos va educando para creer en Dios, sin saber, de entrada, quien es Dios. También a medida que vamos caminando se van despertando inquietudes… necesitamos aclararnos, conocer el mundo que nos rodea y conocernos a nosotros mismos… Necesitamos pasar del creer en Dios, sin saber quién es para poder creer sabiendo a que compromisos nos lleva.
    Nos dices que: “No estamos llamados a ser cartógrafos de Dios, sino amigos.” Así, de entrada, parece una expresión sencilla, pero tiene su miga… Para ser amigos necesitamos pasar del no saber al saber, aunque nunca acabaremos de conocerle del todo. En el día a día le vamos descubriendo y Él se hace encontradizo de muchas maneras… nos ayuda a ir rectificando nuestro camino.
    Gracias Gonzalo, por ayudarnos a “abrir los ojos” y darnos cuenta de que “se trata del miedo que todos tenemos a cuestionar nuestra propia vida y a hacer aquellos cambios que sentimos imprescindibles.”

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