martes, 22 de febrero de 2022

Somos piedras indestructibles

Hoy, 22 de febrero, es una fecha capicúa. Pero es, desde el punto de vista litúrgico, la fiesta de la cátedra de san Pedro. Me ahorro explicaciones históricas y voy al grano. En el Evangelio de hoy, Jesús llama a Pedro “bienaventurado”; o sea, dichoso, feliz. Pedro es dichoso porque Dios Padre le ha revelado que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. A esta confesión sobre la identidad de Jesús, éste responde con otra que revela la verdadera identidad de Pedro: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”. Estas palabras, aplicadas normalmente al papa de Roma, como sucesor de Pedro, pueden aplicarse a cada cristiano que, movido por Dios, confiesa a Jesús como el Mesías. Están escritas en grandes letras de mosaico alrededor de la cúpula de la basílica de san Pedro de Roma, pero deberían estar escritas en nuestros corazones. 

Hay muchos que dicen que la Iglesia está obsoleta y que su relación con los jóvenes está en peligro de extinción. Algunos hablan abiertamente del ocaso de la Iglesia e incluso de su posible desaparición. Todas estas predicciones minan la confianza de los cristianos sencillos. Es verdad que, desde el punto de vista estadístico, la disminución de creyentes practicantes es palmaria en Europa y buena parte de América, pero ¿significa eso que la comunidad de Jesús va a desaparecer?

La historia nos muestra que en algunas regiones del mundo, antes muy florecientes (por ejemplo, el norte de África), su presencia ha quedado reducida a un resto testimonial. Pero la Iglesia está presente hoy en nuevas regiones del mundo (sobre todo, en el África subsahariana y en muchas zonas de Asia) donde hace siglos no estaba. La geografía humana de la Iglesia cambia, las estadísticas oscilan, pero la comunidad sigue viva. Dos mil años de historia dan para muchos vaivenes. Es probable que algunas mentes del siglo XXI piensen que estamos a las puertas de la batalla final, pero eso no deja de ser una hipótesis humana que contrasta con la contundencia de la Palabra de Dios. La Iglesia lleva naciendo y muriendo desde su inicio. No es una institución fundada por los hombres, por más que sea fieramente humana, sino una continua creación del Espíritu Santo.

No quiero limitarme a hacer análisis estadísticos o esbozos históricos, siempre cambiantes y perfectibles. Prefiero poner el acento en las palabras indelebles que Jesús le dirige a Pedro. En ellas está la clave de nuestra confianza. Jesús promete que las verdaderas “piedras” sobre las que se asienta la estabilidad de la Iglesia no son las cifras de creyentes o los éxitos pastorales. Son todos los “pedros” que, a lo largo de la historia, inspirados por el Padre, lo confiesen como Mesías, como Hijo del Dios vivo. Esto significa que, mientras la Iglesia mantenga incólume esta confesión, que va más allá de la mera formulación ortodoxa, “el poder del infierno no la derrotará”. No hay mal, ni interno (corrupción, abusos, herejías) ni externo (acoso, persecución, martirio), que pueda destruir a la comunidad que confiesa a Jesús como Hijo de Dios

Necesitamos refrescar esta promesa de Jesús en los tiempos difíciles que corren. Me sorprende comprobar que, incluso algunos pastores y teólogos, que tendrían la obligación de recordárnosla con vigor, sucumben a la verdad engañosa de las estadísticas o a la presión de los medios de comunicación social. Es verdad que los casos de abuso sexual por parte del clero y las diversas formas de corrupción están dañando la credibilidad de la Iglesia. Es verdad que en ciertos sectores sociales su imagen está muy debilitada porque parece no avanzar al ritmo de los tiempos y de la mano de los más pobres. Es verdad que los cristianos anunciamos un Evangelio que no acabamos de hacer nuestro. Es verdad que en algunas partes hemos perdido el entusiasmo evangelizador y no sabemos qué hacer. Pero nada de esto es irremediable si seguimos creyendo en Jesús como el sacramento de Dios en nuestro mundo.

El hipotético día en que lo redujéramos a un mero profeta (como Elías, Jeremías, Buda, Gandhi o Nelson Mandela), ese día la barca de la Iglesia naufragaría irremediablemente sacudida por las muchas olas que no dejan de azotarla. Por eso, en una fiesta como la de hoy, es necesario orar por el papa Francisco (como se nos recuerda), pero también por todos los creyentes, para que el Padre nos ayude a confesar a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, fuente de nuestra felicidad. Y para que, de este modo, todos seamos piedras vivas y resistentes sobre las que se pueda cimentar la comunidad de la Iglesia. No hay nada grave que temer. Hay mucha felicidad por descubrir (“dichoso tú”) si creemos en la promesa de Jesús. 

1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo por animarnos y ayudarnos a ir descubriendo y siguiendo a Jesús.
    Un abrazo

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