viernes, 18 de mayo de 2018

Más despacio, por favor

Si no fuera por el calor pegajoso, este lugar sería un pequeño paraíso. La casa del noviciado de Sri Lanka se halla en una finca de 4.500 metros cuadrados llena de vegetación. Hay una zona dedicada a pequeña huerta donde los novicios cultivan verduras y hortalizas. Hay también establos diferenciados para cinco vacas lecheras, doce cabras y algunos cerdos. No falta un pequeño gallinero y un espacio para los pavos, gansos y otras aves. Los novicios dedican todos los días un tiempo al trabajo manual. Tienen que mantener cuidado el jardín, cultivar la huerta, vigilar el estanque de peces y atender a los diversos animales siguiendo las indicaciones de los empleados. Desde las 6 de la mañana (hora en la que empiezan la jornada con la oración matutina) hasta las 9.30 de la noche (momento de cierre con el rezo de completas), todo el día está distribuido entre oración personal y comunitaria, tiempo de estudio y de lectura, trabajo manual y recreación y deporte. El entorno natural favorece una jornada serena y bien equilibrada. Aunque el lugar está apartado de la población más próxima, dispone de electricidad, agua y conexión a internet.

Cuando uno llega del ambiente urbano a este lugar, experimenta un contraste terapéutico. Es probable que muchos urbanitas no pudieran resistir en este recinto más que unas horas o un día. Aquí no hay ni bares, ni coches, ni tiendas, ni cines..., nada de lo que hace atractiva la vida en la ciudad. Solo hay una naturaleza exuberante, mucho silencio, sana convivencia, trabajo manual y largo tiempo de oración y contemplación. O sea, las medicinas que necesita el urbanita hiperconectado (y a veces un poco deprimido) para ponerse a tono. En todas las tradiciones espirituales se usan estos medios, pero los hombres y mujeres modernos hemos creído que podemos prescindir de ellos porque sabemos más cosas,  disponemos de remedios de última generación y no queremos estar atados a la naturaleza como si fuéramos seres primitivos. Somos seres de la polis. Queremos hacer historia. Quizá no somos conscientes del alto precio que estamos pagando. La crisis ecológica que padecemos es la luz roja que nos avisa de nuestro ridículo orgullo. Hemos querido sacralizar el progreso y estamos a punto de cargarnos el planeta. ¡Bonito avance!

No estoy reivindicando una vuelta romántica a la vida rural (aunque creo que en algunos casos sería muy recomendable “bajo prescripción facultativa”), sino un estilo de vida armónico, sobrio y más en contacto con los ciclos de la naturaleza, que, al fin y al cabo, son nuestros propios ciclos. Cuanto más los violentamos, más desequilibrios padecemos, aunque a primera vista experimentemos algunos beneficios. Frente a la aceleración actual, me apunto yo también al movimiento lento. ¿Por qué tenemos que hacer todo deprisa (comer, caminar, hablar, conducir…) si sabemos los perjuicios que esta velocidad supone para la salud? ¿Quién nos está persiguiendo? ¿Por qué somos tan avaros del tiempo cuando, en realidad, no estamos creados para “hacer muchas cosas” sino para vivir?

Quien esto escribe tiene que realizar también su propia conversión porque se ha acostumbrado a llenar todos los huecos del horario, como si dejarlos vacíos fuera una expresión de pereza o irresponsabilidad. Es probable que este horror vacui moderno tenga que ver con el miedo al encuentro con el misterio que cada uno somos y, en último término, con el misterio que es Dios. Miedo y anhelo conviven dentro de nosotros. Algo nos impulsa a acelerar (casi a huir), pero algo nos empuja también a frenar (casi a contemplar). Lentificar el tiempo es un modo saludable de afrontar la vida, de saborear cada experiencia, de curar la ansiedad, de reivindicar la obra “bien hecha”. No, no estoy proponiendo como himno del movimiento lento el Despacito de Luis Fonsi.

Si la vida es como una composición musical, tendrá que tener también otros tempi. Para comprender el valor del lento adagio, necesitaremos conjugar de vez en cuando el rápido allegro y hasta el veloz prestissimo, pero sin olvidar que una aceleración excesiva acaba transformando la música en puro relampagueo. No conozco a nadie feliz que viva permanentemente acelerado, así que más despacio, por favor. Quizá pueda ayudarnos la audición del Adagio más famoso del mundo.



jueves, 17 de mayo de 2018

El poder de una mosca

Llegué anoche a Kurunegala. A pocos kilómetros, rodeado por un bosque de palmeras, mangos y otros árboles tropicales, se encuentra el noviciado claretiano de Sri Lanka. Este año hay novicios locales y otros venidos de Filipinas, Uganda y Kenia. Es una comunidad internacional e intercultural. Por razones prácticas, la lengua común es el inglés. Ellos, sus formadores y quienes trabajan en la casa me recibieron con los ritos típicos de este lugar: arco de palmeras, guirnaldas de flores, encendido de la lámpara y cantos. Lo que más me sorprendió fue la danza de una niñita de unos cinco años. Es hija de un matrimonio budista que vive en una casa contigua al noviciado. La relación de los novicios con sus vecinos budistas es excelente. Compartieron con nosotros el rito de bienvenida y la cena. Esto es lo que los obispos asiáticos llaman “diálogo de vida”. No se necesita escribir muchos libros sobre la convivencia entre religiones, sino practicar la mutua hospitalidad y compartir el esfuerzo por hacer este mundo más humano y habitable. Al fin y al cabo, ese es el sueño de Dios para la humanidad. 

Caí en la cama rendido. La lluvia refrescó algo el ambiente. La temperatura descendió a unos 25 grados. Esta mañana se respiraba un ambiente más fresco. Es hermoso orar en una capilla situada en medio del jardín. Por las ventanas entra el frescor de las plantas y el canto de los muchos pájaros que revolotean por entre las palmeras. Descalzo sobre la moqueta, sentado en una posición cómoda, me dispuse a poner en manos de Dios una nueva jornada. Todo discurría con placidez. Pero, como nada es perfecto en este valle de lágrimas, enseguida una mosca (o tal vez varias) comenzó a planear a mi alrededor. Iba posándose en diversas partes del cuerpo. Al principio reaccioné con indiferencia. Procuré no distraerme con sus vuelos rasantes. Como esta actitud budista no dio el más mínimo resultado, comencé a inquietarme un poco. De vez en cuando desplegaba manotazos para ver si conseguía alejar a la estúpida mosca. La incomodidad fue in crescendo. Me acordé del invierno romano, de lo feliz que yo era cuando no había moscas que resistieran el frío, del placer que se siente cuando uno puede dormir cubierto por algunas mantas… En fin, procuré compensar el fastidio del insecto con pensamientos agradables, pero todo fue en vano. Al final, un novicio vino en mi socorro. Encendió una barrita de incienso frente al altar. Al poco tiempo, todas las moscas huyeron. 

Más de una vez he pensado que la única utilidad de moscas y mosquitos es hacer la vida imposible a los seres humanos y, de paso, ayudarnos a crecer en paciencia. Una diminuta mosca puede arruinar la entereza del más pintado. ¿De qué sirven horas, meses, años de entrenamiento ascético si al final una mosca osada consigue ponernos nerviosos y distraernos de lo esencial? El “poder de la mosca” es uno de los más fuertes del universo. Con poco esfuerzo consigue grandes resultados. Me pregunto si no sucede algo parecido en el mundo de los humanos. Hay personas “diminutas” que con su actitud tóxica e insistente consiguen desequilibrar a quienes parecen compactos y seguros. ¿Quién no ha tenido experiencia de verse rodeado alguna vez por personas que son como moscas? Parece que se cruzan en nuestro camino con el solo propósito de ponernos nerviosos y hacer que salgan a la luz nuestros puntos débiles. En fin, que una mosca srilankesa ha conseguido infiltrarse en este Rincón sin pedir permiso. No me extraña que el bueno de Antonio Machado, harto de estos animalitos, les dedicara también un poema. Os dejo con él y con la versión musical de Joan Manuel Serrat. Conviene empezar la jornada con buen humor. 

Vosotras, las familiares 
inevitables golosas, 
vosotras, moscas vulgares 
me evocáis todas las cosas. 

¡Oh, viejas moscas voraces 
como abejas en abril, 
viejas moscas pertinaces 
sobre mi calva infantil! 

Moscas de todas las horas 
de infancia y adolescencia, 
de mi juventud dorada; 
de esta segunda inocencia, 
que da en no creer en nada, 
en nada. 

¡Moscas del primer hastío 
en el salón familiar, 
las claras tardes de estío 
en que yo empecé a soñar! 

Y en la aborrecida escuela 
raudas moscas divertidas, 
perseguidas, perseguidas 
por amor de lo que vuela. 

Yo sé que os habéis posado 
sobre el juguete encantado, 
sobre el librote cerrado, 
sobre la carta de amor, 
sobre los párpados yertos 
de los muertos. 

Inevitables golosas, 
que ni labráis como abejas, 
ni brilláis cual mariposas; 
pequeñitas, revoltosas, 
vosotras, amigas viejas, 
me evocáis todas las cosas.


miércoles, 16 de mayo de 2018

Diez dólares para café

Mi visita a Sri Lanka está siendo calurosa en los varios sentidos del término. Día y noche rondamos los 30 grados. Ayer tuve la oportunidad de comer con el nuncio de la Santa Sede en Sri Lanka. Se trata del arzobispo vietnamita Pierre Nguyen Van Tot. Tanto la entrevista previa como la conversación durante el almuerzo fueron cordiales e instructivas. Como es natural, no voy a contar en este blog su contenido (esto pertenece al secreto del sumario), pero sí una anécdota que me resultó simpática y elocuente. El nuncio me contó que, cuando ejercía su tarea diplomática en Benín, visitó una diócesis acompañado por su pastor. Al llegar a un poblado, el obispo no quiso detenerse porque no había párroco católico. El nuncio insistió en visitar a la pequeña comunidad. Al llegar, se reunió con los cristianos. El iman de la comunidad musulmana le hizo llegar su malestar por no haber sido invitado al encuentro y, como señal de hospitalidad, le entregó diez dólares para que la comitiva pudiera tomar un buen café [No hay que olvidar que diez dólares en un pequeño poblado beninés representan una suma apreciable]. Junto al dinero, el iman comunicó al nuncio que, en su opinión, deberían mandar cuanto antes un párroco católico para atender a los cristianos. 

El nuncio pidió al obispo que satisficiera la petición. Al cabo de un tiempo, volvió a visitar el lugar para saludar al nuevo párroco. Como expresión de amistad, decidió invitar al iman musulmán al almuerzo preparado por el párroco. El iman se excusó diciendo que ya había conseguido lo que deseaba: que hubiera un párroco católico en el poblado. El nuncio se reía contando esta anécdota. Es una prueba de la buena relación que existe entre cristianos y musulmanes en ese país africano, lo que no puede decirse de Sri Lanka y de otros muchos países, en los cuales los musulmanes tienden a imponer sus costumbres y normas. Partiendo de esta anécdota, hablamos de la importancia que tienen las relaciones personales en la resolución de conflictos. Me contó también la excelente actitud de los líderes budistas cuando el papa Francisco visitó Sri Lanka en 2015. Uno de ellos invitó al Papa a su templo. El Papa, concluida la jornada y fuera del programa establecido, aceptó la invitación. Cuando llegaron, el monje se estaba duchando, así que el Papa tuvo que esperar un poco. El diálogo posterior fue extremadamente amable y cercano. 

La personalidad de los líderes puede cambiar el signo de la historia. Detrás de muchas tensiones y conflictos, ha habido líderes (políticos y religiosos) megalómanos, neuróticos, narcisistas y desequilibrados. Su locura ha provocado enfrentamientos que han costado muchas vidas humanas. Por el contrario, cuando los líderes son personas equilibradas, que saben ver en los demás a seres humanos, no a simples piezas de un tablero de ajedrez, todo puede cambiar. Cuando un líder mira a los ojos a su interlocutor y se atreve a regalarle diez dólares para que tome un café (como hizo el iman beninés con el nuncio) se abre un camino de entendimiento. Vivimos tiempos en los que algunos de los líderes mundiales más influyentes parecen salidos de un centro psiquiátrico. No es extraño que las cosas se tuerzan. Por suerte, hay otros que son capaces de establecer una profunda empatía con sus interlocutores, aunque se muevan en las antípodas de sus ideas. Uno de ellos es, sin duda, el papa Francisco. En el festival de Cannes se ha presentado un interesante documental sobre su vida, titulado A man of his word (Un hombre de palabra). Está dirigido por el realizador alemán Wim Wenders. Os dejo con el trailer. Merece la pena.


martes, 15 de mayo de 2018

La gracia de ser pocos

Llegué ayer a Sri Lanka pasadas las 9 de la mañana, después de doce horas de viaje, incluida la escala en Doha. Al salir de las dependencias del aeropuerto, recibí una bofetada de calor húmedo, aunque otros la calificarían de suave caricia. Todo depende del termostato personal. A partir de ese momento, todo fue una sucesión de encuentros y celebraciones. Me recibieron en nuestra comunidad de Kattuwa-Negombo con cantos, guirnaldas de flores, izado de banderas, etc. Tras la apertura oficial de la visita, tuve una entrevista con el Cardenal de Colombo, Malcolm Ranjith. Conoce bien las iglesias europeas. Ha vivido varios años en Roma y ha cursado la carrera diplomática. Hablamos de varias cosas, entre otras de “la gracia de ser pocos”. Los católicos en Sri Lanka representan poco más del 7% de la población. La mayoría son budistas o musulmanes. Esto no representa un obstáculo, sino una gran oportunidad para ser fermento en la masa, pequeño grano de mostaza, sal que se disuelve en el agua o la comida. Las tres son metáforas de Jesús para referirse a sus discípulos.

Cuando los cristianos somos mayoría tendemos a imponer nuestro punto de vista, establecemos connivencias con los poderes políticos y económicos, perdemos nuestra capacidad de ser alternativa, nos mundanizamosNo es fácil ser mayoría y mantener la fuerza profética de la fe. Es el caso de las antiguas iglesias europeas. Aquí, sin embargo, los cristianos tienen que “luchar” por su fe, no les viene dada por el ambiente cultural. Necesitan “apoyarse” unos a otros, sentir que pertenecen a una comunidad, establecer relaciones muy cercanas entre laicos, sacerdotes y religiosos, contribuir a las necesidades de todos, celebrar lo que los une, imaginar nuevos modos de presencia, ser tolerantes, aprender a dialogar con hombres y mujeres de otras religiones, vivir una espiritualidad de pequeñez, creer en la eficacia misteriosa del Evangelio que se disuelve como sal en el agua, escrutar los signos de Espíritu en otras culturas y tradiciones religiosas, no buscar privilegios sino exigir derechos y cumplir deberes, estar abiertos a otras iglesias hermanas y confiar en el Dios que sabe llevar las riendas de la historia. Todas estas cosas constituyen una verdadera gracia que ayuda a los cristianos de este país de 22 millones de habitantes a sentirse contentos de su fe sin revindicar para ella más privilegio que el de poder vivirla y compartirla.

Cada vez que visito un país en el que los cristianos son minoría pienso en nuestra vieja Europa. Quizás, después de muchos siglos de mayoría cristiana, estemos llamados a vivir un período de minoría numérica y de minoridad espiritual. No es una desgracia. Puede ser una purificación que nos ayude a redescubrir la novedad de la fe. Al mismo tiempo que algunos viejos cristianos abrazan con entusiasmo el ateísmo, hay otras personas que se preguntan por el significado de la fe y desean conocer más a Jesús. Mientras unos dicen “No te lo creas” (porque todo lo relativo a la fe parece un cuento chino), otros dicen “Señor, creo, pero aumenta mi fe” (porque experimentan un anhelo que no se sacia con ninguna otra cosa). El hecho de ver que el cristianismo ha adquirido expresiones diversas según los contextos culturales y los tiempos me ayuda mucho a relativizar las formas de mi viejo catolicismo hispánico, a la vez que me permite poner el acento en lo sustancial. Ser menos no es una tragedia si se aprovecha esta coyuntura para volver a las raíces y descubrir la novedad y la alegría que supone creer en Jesús como fruto de un encuentro personal y no solo como resultado de la tradición familiar o del ambiente cultural. Es una de las primeras lecciones de mi tercera visita a este país asiático. La cosa no ha hecho más que empezar.

lunes, 14 de mayo de 2018

Aprender a decidir

Escribo esta entrada en el aeropuerto de Doha. Acabo de llegar de Roma después de un tranquilo vuelo de cinco horas y media. Al volar cerca de Alepo he pensado en la tragedia de la interminable guerra de Siria. He orado por las víctimas de este conflicto sangriento. ¿Por qué no termina ya? ¿A quién interesa que continúe? ¿Cómo se están repartiendo el botín Rusia y los Estados Unidos? Dentro de un par de horas emprenderé otro vuelo hasta Colombo, la capital de Sri Lanka. Dispongo, pues, de tiempo para poner el blog al día. El aeropuerto de Doha es grande, funcional y muy moderno. A pesar de que por aquí desfilan muchos pasajeros, no experimento el agobio de otros aeropuertos. Gracias al aire acondicionado, tampoco se siente el bochorno de los 35 grados que hace en el exterior. 

Yo sigo dando vueltas a una de las dos películas que he visto en el avión: La hora más oscura. Narra con maestría el momento en el que Winston Churchill es designado primer ministro del Reino Unido en 1940 y los días posteriores. En ese período tiene que tomar terribles decisiones para luchar contra la fuerza imparable de las tropas de Hitler. Sus discursos fueron muy populares. Pusieron al Reino Unido en pie de victoria. Algunas de sus frases se han hecho populares: “Defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el costo; pelearemos en las playas, pelearemos en los sitios de desembarques, pelearemos en los campos y en las calles, pelearemos en las colinas: nunca nos rendiremos”. A pesar de las presiones de algunos miembros de su gabinete, se negó a negociar con Hitler, aunque, como es lógico, tuvo sus dudas. En la guerra murieron unos 450.000 británicos. Es un precio muy alto. ¿Qué hubiera sucedido si Hitler hubiera vencido la contienda? Es imposible saberlo. La película me ha hecho pensar en los procesos que seguimos para tomar decisiones. Hay personas muy analíticas que ponderan a conciencia los pros y contras de las distintas opciones en liza. Las más emotivas se dejan llevar a menudo por sentimientos más que por razones. Las intuitivas parecen tener como un sexto sentido para saber cuál es la decisión correcta. Me apasiona conocer los entresijos de algunas decisiones que han cambiado la historia de la humanidad. También en el presente se están produciendo decisiones. ¿Qué le ha movido a Trump a reunirse en Singapore con el líder de Corea del Norte y a retirarse del acuerdo con Irán? ¿Por qué Puigdemont se mantiene en sus trece desde su cuartel general de Berlín? ¿Qué buscan quienes atacan sin piedad al papa Francisco? ¿Es cierto que buscan el bien de la Iglesia o hay otros interes espurios detrás?

Los cristianos no hablamos solo de tomar decisiones. Hablamos de discernimiento. No se trata solo de buscar las opciones más razonables o emotivas, sino de preguntarnos qué quiere Dios de nosotros en una determinada situación. Me parece que no estamos muy acostumbrados a proceder así en la mayoría de nuestras decisiones. Siempre recuerdo una frase del fallecido cardenal Carlo Maria Martini. Él solía decir que el problema más serio al que se enfrenta la Iglesia en nuestros días es la falta de discernimiento. Hacemos cosas o dejamos de hacerlas por razones diversas, pero, a menudo, no como fruto de un discernimiento bien llevado. Él, como buen jesuita, se había formado en la escuela de los ejercicios ignacianos. Estaba habituado a aplicar sus principios en todos los órdenes de la vida. 

Estoy convencido de que la vida de la Iglesia y la vida del mundo discurrirían de otra manera si nos pusiéramos a la escucha de lo que Dios quiere, si aprendiéramos a escrutar los signos de su voluntad. Esto no nos exime de analizar las razones, los pros y los contras, pero nos lleva a un horizonte en el que lo mejor no coincide siempre con nuestros intereses o expectativas, sino con aquello que expresa más nítidamente una vida entendida desde el amor. No siempre estamos en esta onda. A veces, ni siquiera nos interesa estar.


domingo, 13 de mayo de 2018

Otra cercanía es posible

Jesús se va, pero se queda. Este podría ser el titular para informar de la Ascensión del Señor, cuya fiesta celebramos hoy. Es posible que algunos dediquen la jornada a comentar los resultados del festival de Eurovisión celebrado anoche en Lisboa o la coincidencia de esta fiesta con el día en el que se conmemora la aparición de la Virgen a los tres pastorcillos de Fátima hace 101 años. Como todos los años, hoy se celebra también la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. En su mensaje de este año, el papa Francisco relaciona las fake news (noticias falsas) y la verdad que nos hace libres. Cada uno tenemos nuestros motivos y preocupaciones. Yo ando un poco acelerado preparando mi viaje a Sri Lanka. Salgo dentro de unas horas. Viviré mi particular “ascensión” a través de los cielos de numerosos países hasta aterrizar en Colombo, la capital de ese pequeño país en forma de lágrima. ¿O era de diamante? 

Hoy también harán la primera comunión muchos niños en España, Italia y otros países europeos. Es una fiesta de “cercanía” de Jesús en uno de sus signos: el pan y el vino. Me produce una inmensa tristeza que esta hermosa celebración haya sido casi devorada por el exceso consumista. Por más que cada año se repiten los mismos avisos, no solo no se modera, sino que se incrementa. Da la impresión de que es una batalla pastoral perdida frente a los muchos intereses comerciales. La fiesta y todos sus complementos se han comido al sacramento. Habrá que empezar de cero.

Para los que queráis una buena explicación de la fiesta de la Ascensión, os recomiendo leer hoy el comentario de Fernando Armellini que se encuentra en el enlace que he puesto al comienzo de esta entrada. Yo quiero fijarme solo en un aspecto de esta fiesta. Hoy celebramos a un tiempo la desaparición física de Jesús de nuestro escenario espacio-temporal (su ausencia) y su aparición en los signos que él ha querido dejar (su presencia). No se trata, pues, de mirar al cielo para ver cómo se va, sino de mirar a la tierra para ver cómo se queda. La comunidad de sus discípulos no habla tanto de signos cósmicos, sino de signos humanos.

Él ha querido quedarse en su comunidad (“donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”), en su palabra (“Quien a vosotros me escucha, a mí me escucha”), en la Eucaristía (“Haced esto en memoria mía”), en las personas necesitadas (“Cuanto habéis hecho a estos, a mí me lo habéis hecho”)... Para poder reconocer estos signos, nos ha dejado un testamento que necesitamos leer con cuidado. Este testamento incluye dones inestimables: su Espíritu (“Recibid el Espíritu Santo”), su madre (“He aquí a tu madre”), su cuerpo y su sangre (“Tomad, comed y bebed”), su mandamiento (“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”)…

Enriquecidos y capacitados con sus dones, estamos en condiciones de reconocer los signos de su presencia en nuestro mundo. Por eso, la Ascensión no es una fiesta triste sino alegre; no es una invitación a quedarnos paralizados, sino a ponernos en camino; no es el recuerdo de alguien que vivió, sino el encuentro con alguien que vive. Necesitamos prestar más atención a los dones que hemos recibido y a los signos que debemos descubrir. Mi amigo de ayer, el “optimista incorregible”, tiene una especial sensibilidad para ambos. Esto le permite ir por la vida con la cabeza alta, sin miedo. Jesús no nos ha dejado huérfanos. El próximo domingo celebraremos la fiesta de Pentecostés. Recordaremos que Jesús nos ha dejado su Espíritu para conducirnos hasta la verdad plena, consolarnos en nuestras tristezas y darnos ánimo y fuerza en nuestras pruebas. No estamos solos. Otra cercanía es posible.

sábado, 12 de mayo de 2018

La fuerza de la vida

Creo que a algunos les ha parecido una locura eso de hablar con un gorrión. Una lectora italiana calificó el diálogo de ayer de “surrealista”. Dio en el clavo. Pero es que los pájaros tienen informaciones que nosotros los humanos ignoramos. No es lo mismo ver las cosas a pie de tierra que contemplarlas “a vuelo de pájaro”. Cuestión de perspectiva. No sería extraño, pues, que cualquier otro día me ponga a charlar con otro pájaro en algún rincón del mundo. Pero hoy, a punto de embarcar de regreso a Roma, no tengo la cabeza para pájaros. Me detengo en una larga conversación telefónica que mantuve ayer con uno de mis mejores amigos. Él me recordó que hace años lo califiqué de “incorregible optimista”. ¿Se puede ser optimista hoy… con la que está cayendo? ¿Se puede ser optimista después de que Trump se retirara del acuerdo con Irán? ¿Hay motivos para la esperanza cuando uno “respira” la tensión que se vive en Cataluña? ¿Cabe imaginar una nueva primavera en la Iglesia cuando tantos se están rebelando contra los intentos del papa Francisco de confrontarnos con el Evangelio? 

No, humanamente no veo muchos motivos para el optimismo. Pero lo mismo se podría haber dicho en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y en otros momentos críticos de las últimas décadas. Y, sin embargo, el mundo sigue adelante, como si la fuerza de la vida fuera infinitamente más poderosa que las amenazas de la muerte. De hecho, a pesar del deterioro ambiental, de los conflictos bélicos, de la pobreza de millones de personas, es probable que la humanidad esté viviendo uno de los períodos más luminosos de su historia. Luminoso y contradictorio. Hemos proclamado los derechos humanos (incluso los de “tercera generación”) y seguimos practicando la tortura y la pena de muerte en algunos lugares. Crece el deseo de paz en todo el mundo mientras la industria armamentística sigue azuzando conflictos que le permitan vender sus productos. Inventamos nuevas técnicas y medicinas para preservar la vida al mismo tiempo que difundimos prácticas abortistas y abogamos por una eutanasia a la carta. Creamos robots capaces de realizar funciones complicadísimas y no resolvemos el problema de la precariedad laboral de muchos jóvenes. El ser humano es una permanente e insuperable contradicción. Es capaz de lo mejor (“un poco inferior a los ángeles”, canta el salmo 8) y de lo peor (“lobo para el mismo hombre”, decía Hobbes). 

Mi amigo, el “incorregible optimista”, no mantiene viva su esperanza porque considere que somos perfectos, sino porque es un contemplativo. Ve las cosas, no “a vista de pájaro” –como mi amigo el gorrión de ayer– sino “a vista de Dios”; es decir, con una lógica pascual. Donde hay muerte, el Espíritu del Resucitado crea vida. Estamos viviendo un proceso constante de pasión, muerte y resurrección. Estamos viviendo al mismo tiempo el viernes y el sábado santo y el domingo de resurrección, pero, al final, solo habrá un “octavo día”. Mi amigo vive la espiritualidad del “octavo día”. No le faltan problemas (de hecho, ayer hablamos sobre algunos de ellos), pero no se hunde, no confía en sus cualidades para su solución. Se sabe en las manos de Dios. Cree profundamente que, en contra de lo que pregonan muchos agoreros, a Dios no se le escapa la historia de las manos, como no se le escapó la historia de Jesús. Cree, en definitiva, en la fuerza de la vida, pero no solo en la vida como fenómeno bioquímico; cree en la vida regalada por Aquel a quien confesamos como “Señor y Dador de vida”, el Espíritu Santo. Me apunto a esta esperanza indestructible. Stephen Hawking diría que es un “cuento de hadas”, pero si me ayuda afrontar el día a día con lucidez y sin desfallecer, prefiero este “cuento de hadas” a todos los análisis científicos o a todas las especulaciones filosóficas que no hacen sino reforzar el temor y la desconfianza. ¡Feliz sábado!