lunes, 28 de noviembre de 2022

Salvo mi corazón, todo está bien


Me temo que hoy voy a ser más largo de lo recomendable en un blog, pero el tema lo exige. Hacía tiempo que no leía un libro tan provocativo. He devorado sus 357 páginas en pocos días. Su autor es bien conocido en Colombia y también en este lado del charco. Algunos lo consideran el heredero natural de Gabriel García Márquez. Tiene los mismos años que yo, aunque vino al mundo varios meses más tarde. Nació en Medellín, la hermosa y variopinta capital de la Antioquia colombiana. Se llama Héctor Abad Faciolince. Recientemente ha pasado por España para promocionar su última novela publicada por Alfaguara hace poco más de un mes, cuyo título -Salvo mi corazón, todo está bien- es el último verso de un hermoso soneto del poeta colombiano Eduardo Carranza. Transcribo los tres de la estrofa final para encuadrarlo mejor: “Bien está que se viva y que se muera. / El Sol, la Luna, la creación entera, / salvo mi corazón, todo está bien”. 

En contra de lo que varios amigos le recomendaron, Héctor Abad se atrevió a usar la manida palabra “corazón” en el título del libro porque, al fin y al cabo, la novela trata de un hombre con un corazón muy grande que espera un trasplante de corazón (que nunca llegará) para poder sobrevivir. Hasta aquí todo parece normal. Un argumento más de los muchos usados por las novelas que se publican cada año. Pero lo que sucede es que el “ateo” Héctor Abad escribe sobre un “cura” fallecido en mayo de 1996. Al final de la novela, Faciolince inserta esta Nota bene: “Si alguien llegara a sospechar que esta historia se basa libremente en la vida de Luis Alberto Álvarez, un sacerdote extraordinario, un cura bueno de quien fui amigo, estaría en lo cierto”.


Luis Alberto Álvarez Córdoba (1945-1996)
Pues resulta que el tal Luis Alberto Álvarez Córdoba (Luis Córdoba en la novela) fue efectivamente un sacerdote claretiano, experto en cine y en música clásica. Y quien narra su historia en el libro de Faciolince es otro sacerdote claretiano (en la novela Aurelio Sánchez, Lelo) que todavía vive y a quien conozco personalmente. Es más, se trata de un asiduo lector de este blog. Me resultaba, pues, imposible leer el texto sin experimentar una fuerte sacudida emocional. Ciertamente, la vida de Luis Alberto da para una novela y para mucho más. El hecho de que Faciolince fuera amigo suyo y haya tenido acceso al testimonio directo de otros muchos amigos hace que la ficción tenga una fuerte carga biográfica. 

No sé si se puede catalogar como novela histórica, pero resulta evidente que el autor la ha elaborado siguiendo una trama que le resultaba muy conocida. Casi podríamos decir que se ha comportado como un ave depredadora -en realidad, todos los escritores lo son- que se lanza en picado sobre la presa para extraerle los menudillos que pueden ayudarle a componer un buen producto literario. Cuando la realidad es elocuente por sí misma, la respeta tal cual. Cuando es necesario forzarla o recrearla para que sea más literaria, quizá más atractiva, lo hace sin reparos. Al fin y al cabo, un novelista no es un historiador, sino un creador y vendedor de ficciones.


Héctor Abad Faciolince
De entre las muchas aristas que la novela presenta, escojo solo una que me afecta de cerca por mi condición de religioso y sacerdote. Faciolince, escondido tras el personaje de Joaquín, escritor y ateo como él, no escatima críticas al celibato eclesiástico por considerarlo responsable de la deshumanización de los curas y de su doble vida en algunos casos. En esto coincide con otros muchos escritores contemporáneos. Es casi imposible encontrar una novela actual en la que se explore la dinámica interna de los célibes que viven con alegría su condición. Resulta más literario ahondar en el mar sin fondo de la fragilidad humana y de sus infinitas contradicciones. Hace falta ser un escritor sobresaliente para atreverse a lo contrario y no morir literariamente en el intento.

Con todo, Faciolince no se ceba de manera inmisericorde con los curas. El recuerdo de su viejo amigo Luis Alberto lo mantiene en un tono respetuoso. Por eso, pone en labios de Joaquín estas palabras: “Lo que no tiene sentido a estas alturas, Lelo, es hablar mal de los curas. Estos ya están caídos, jodidos, y no tienen cómo defenderse. ¿Al caído caerle? Jamás. Hasta un ateo como yo puede sentir compasión y nostalgia por la fe y por los curas”. Y añade en tono explicativo: “Últimamente los curas, y hasta el Papa, no hacen otra cosa que pedir perdón con humildad por todos los errores de la Iglesia en la historia, y cuanto más perdón piden, más los atacan y desprecian. Hay un síntoma: ya hasta los periodistas escriben Papa con minúsculas, como si fuera un tubérculo. Ahora resulta que todos ustedes, todos sin excepción, son unos abusadores de niños, unos pervertidos, unos seres asquerosos y lascivos, malolientes y sucios. Y no es así, no. Al menos vos y el Gordo [o sea, Luis Alberto, que así era conocido] nunca han sido así”.

La última frase se la he oído a más de un amigo mío en conversaciones regadas con cerveza: “Yo no creo en los curas, pero tú eres distinto. Tú eres mi amigo”. La carga afectiva de la frase neutraliza toda posible explicación sobre la verdadera identidad del ministerio. El asunto no se queda ahí. Toca de lleno el aparente fracaso de la religión en el mundo de hoy. El tal Joaquín sigue perorando: “Ahora que veo cómo se va desmoronando la religión de ustedes, Lelo, ya empiezo a tener nostalgia. Cuando finalmente se estaba reformando, modernizando, ahora que el Papa, con mayúsculas, dice incluso que él no es nadie para juzgar mal a los homosexuales, que pide perdón por la quema de herejes, por el juicio a Galileo, por el salvaje adoctrinamiento a los indios, ahora que abren al fin los ojos, se extinguen. Uno entra a una iglesia y no hay más que seis beatas y dos ancianos. De vez en cuando un enamorado lloroso pidiendo un milagrito. Se les acaban los fieles. Porque los fieles no quieren luz, sino oscuridad, no quieren sentir compasión, sino miedo, no quieren que los comprendan, sino que los amenacen, regañen y castiguen. O si no explícame por qué los devotos que se les escapan a ustedes van a dar en las garras de los pastores evangélicos”. 

En esto, por desgracia, puede que Joaquín/Faciolince tenga algo de razón. Y concluye así: “Mira, Lelo, yo oigo lo que dicen esos cristianos evangélicos y siento una gran añoranza por los curas católicos, por ustedes los cordalianos [neologismo usado por Faciolince para denominar veladamente a los claretianos], por los jesuitas, que suelen ser cultos e inteligentes, por los benedictinos, que no le hacen mal a nadie con sus salmos y sus cantos gregorianos. Me da rabia conmigo mismo, que fui tan ridículamente anticlerical cuando iba a la universidad o cuando conocí a Luis. Ustedes, a estas alturas de su decadencia y caída, lo único que me inspiran es una infinita, una tierna y cristiana compasión”.


La última frase se presta a una conversación sin filtro. Según Joaquín/Faciolince -y otros muchos que piensan igual- los curas y religiosos estamos viviendo una etapa de decadencia y caída. A diferencia de aquellos que se ensañan sin misericordia contra esta especie en vías de extinción, Joaquín/Faciolince experimenta “una infinita, una tierna y cristiana compasión”. No está mal. La novela se adentra en parajes que, por desgracia, se evitan en los escritos piadosos o falsamente apologéticos. La vida es como es. Me parece un logro. Pero se detiene en la antesala de la espiritualidad, quizá porque al autor, a pesar del ejemplo recibido de Luis Alberto Álvarez, se le hace difícil entender que Dios (si existe) se ha manifestado en el barro de la condición humana, no en una humanidad deslumbrante. Pero esto nos llevaría demasiado lejos. De momento, agradezco a Héctor Abad Faciolince su cartografía del corazón humano a partir del corazón exageradamente grande de un hombre que medía casi 1,90 metros de altura y que en algunos momentos de su vida, llegó a pesar más de 120 kilos. Su pasión por la belleza (concretada, sobre todo, en el cine y la música) fue su particular via pulchritudinis (el camino de la belleza) para llegar a Dios. O para que Dios llegara a él. Puede suceder también con otras personas, incluido el autor de la novela.

2 comentarios:

  1. Gracias por esa hermosa publicación. Qué bueno que haya gente que nos critique, pero al mismo tiempo, que nos trate con compasión.

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  2. Gracias por toda la introducción que haces del libro y la presentación del autor y algunos personajes. Después de más de una lectura de esta entrada creo que me he hecho una idea ordenada de la redacción de este libro. Si tengo ocasión de leerlo, me puede ayudar a tener una visión positiva. Saber quién es el autor y sus contactos, puede relativizar las expresiones e ideas que presenta y valorar las inquietudes que se intuyen.

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