martes, 17 de octubre de 2017

Te echo de menos

Tengo un amigo catalán que domina varias lenguas. Habla castellano a la perfección. En las muchas horas de diálogo con él solo le he encontrado un catalanismo. En vez de decir “echo de menos” o “echo en falta”, suele decir “encuentro a faltar”, que es una traducción literal de la expresión catalana “trobar a faltar”. Si traigo a cuento esta anécdota es porque hoy – no sé por qué – me he detenido en esta expresión, me ha venido varias veces a la cabeza. Se ve que el otoño agudiza la nostalgia. ¿Qué queremos decir cuando decimos Te echo de menos (español), o I miss you (inglés), o Mi manchi (italiano), o Tu me manques (francés)?  ¿A quién le decimos una frase como ésta? Cada vez que la pronunciamos, es como si reconociéramos que no somos nosotros mismos sin la presencia de alguien a quien amamos, que nuestra vida es solo una edición disminuida de lo que aspiramos a ser.  Decirle a alguien “Te amo” puede poner el corazón en danza o la piel de gallina, pero decirle “Te echo de menos” pone en juego una dinámica desconcertante. Solo un milímetro emocional separa el verdadero amor de la posesión. Si se enciende la luz roja de los celos, no hace falta que nos preguntemos de qué lado estamos.

Cuando uno es adolescente, el “te echo de menos” tiene la forma de un vacío irrellenable. Uno piensa que las personas queridas (padres, familiares, amigos…) tienen la obligación de hacernos felices. No podemos tolerar que no estén a mano cuando más las necesitamos. Se nos viene el mundo encima cada vez que experimentamos su ausencia. Quizás de adultos prodigamos menos la frase. La vida nos enreda en tantas ocupaciones, que a veces las personas – incluso las más queridas – pueden pasar a un segundo plano, aunque nos duela reconocerlo. De repente, cuando nos parece que todo discurre sobre ruedas, una separación brusca o una muerte inesperada, nos devuelven el verdadero perfil de las personas a las que amamos. Entonces, su ausencia se va agradando como el cráter de un volcán. Es como si, de repente, la vida fuera perdiendo los colores de antaño, como si el vacío se convirtiera en un recordatorio permanente de la muerte que nos aguarda a cada uno de nosotros. Mientras tecleo estas notas, escucho el Aleluya de Leonard Cohen que acompaña, como banda sonora, la presentación que una amiga me ha enviado por WhatsApp. Se trata de varias fotos animadas que recorren la vida de su hijo muerto (tal vez asesinado) hace unas semanas. Hoy hubiera cumplido 39 años. No puedo contener las lágrimas. Algunas personas no se recuperan nunca de estos zarpazos de la vida. No es que echen de menos a alguien: es que no se reconocen ya a sí mismas.  En el fondo, su amor había adquirido la forma de una dependencia excesiva, casi enfermiza. Viven un infierno en la tierra. Cuando visitan la tumba de la persona querida para depositar unas flores, se están poniendo flores a sí mismas, a su propia indefensión.

Entrados en las etapas postreras de la vida, descubrimos que el “te echo de menos” no es incompatible con un nuevo modo de presencia. Hay personas queridas que están lejos físicamente, a las que no vemos a menudo, y, sin embargo, no nos sentimos lejos de ellas, no las echamos de menos como si hubieran desaparecido de nuestro radar afectivo. Las queremos sin necesitarlas.  Algunas personas queridas han muerto ya. Incluso en este caso extremo, no las echamos de menos como quien las hubiera perdido para siempre. Al contrario, el “echar de menos” adquiere una tonalidad serena y esperanzada; es, en el fondo, una forma nueva de sentir su presencia. Ni siquiera la muerte puede interrumpir los lazos que nos unen a ellas. Se diría que la muerte rompe para siempre las fronteras del espacio y del tiempo y nos permite una comunión más profunda que cuando estábamos presentes físicamente el uno al otro. Uno empieza a sospechar entonces que ese “echar de menos” es un anhelo que apunta más lejos, que va más allá de las personas queridas y nos proyecta hacia un infinito que tiene el nombre de Dios. 

Cada vez que “echamos de menos” a alguien, estamos reconociendo que tenemos necesidad de una voz que nos hable, de unos ojos que nos miren, de una mano que nos acaricie. Ninguna de las personas que forman parte de nuestro círculo afectivo está en condiciones de satisfacer este anhelo. Si se lo pidiéramos, estaríamos cometiendo un atentado de lesa humanidad, estaríamos obligándolas a ser lo que no son y a dar lo que no tienen. Cuando comprendemos esto, nos colocamos humildemente ante el umbral del Misterio y no exigimos nada de las personas a las que queremos, no las chantajeamos con nuestras exigencias afectivas más o menos sutiles. Aceptamos su amor como un mendigo acepta el pan que le ofrecen, como un peregrino acepta un vaso de agua fresca en una tarde de verano, porque sabemos que nuestro corazón está ya habitado. Solo “echamos de menos” que se rompa definitivamente la tela de este dulce encuentro.


3 comentarios:

  1. ¿Está ahí la comunión de los santos?

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    1. Creo que sí, Carlos. Es un misterio del que hablamos poco, pero para mí es una fuente de mucha esperanza.

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  2. Coincido con vosotros. ¡Gracias otra vez, Gonzalo! No es fácil a veces compartir la luz de la esperanza y jugarnos a esa carta la alegría. Pero creo que se puede. Y ahi, en lo más hondo, donde las palabras son vida, donde nada se pide y no se sabe cómo dar gracias por tanto don recibido en los hermanos, "te echo de menos".

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