viernes, 16 de diciembre de 2022

Se requiere coraje


En los últimos cuatro años la empresa burgalesa Campofrío viene lanzando por estas fechas unos publirreportajes muy originales. Han optado por abordar en ellos asuntos de interés social. El objetivo es vender más, claro está, pero sin cerrar los ojos a lo que vivimos. El anuncio de este año -titulado La Herencia- cuenta una historia bien urdida en la que intervienen personajes famosos como Antonio de la Torre, Carlos Areces, Mariona Terés, Iker Casillas, Tamara Falcó, Maribel Verdú y otros. El mensaje es muy claro: no podemos dejarnos llevar por el pesimismo, tenemos que afrontar el presente y el futuro con confianza y coraje. 

Parece que el público lo ha acogido con agrado porque pone imágenes y sonido a lo que todos percibimos: la necesidad de no dejarnos aplastar por la situación. Es difícil vivir esta actitud porque abundan los indicadores negativos, como la nueva ley del aborto que aprobó ayer el parlamento español y que permite a las menores de 16 y 17 años interrumpir su embarazo sin permiso paterno. Me temo que cuando queramos darnos cuenta de las atrocidades que estamos considerando hoy como normales será demasiado tarde, a menos que las nuevas generaciones reaccionen con coraje.


Coraje, esta es la palabra que define un modo de situarnos ante la realidad y que hoy nos falta. Estamos tan entretenidos, tan anestesiados, que aceptamos todo de manera indolora. Para reaccionar con coraje se requieren, al menos, tres condiciones: creer en algo por lo que merezca la pena luchar, sentir la urgencia de hacerlo y ponerse manos a la obra. Las tres atraviesan horas bajas. 

¿En qué creemos hoy? ¿Por qué o por quién estaríamos dispuestos a jugarnos la vida? ¿En Dios? Muchos no se identifican como personas religiosas ni creen que la vida se sostenga en la existencia de un Dios que nos quiere. ¿La patria? El patriotismo no goza de buena salud. Muy pocos están dispuestos a sacrificarse por una realidad siempre cuestionada, sobre todo en suelo hispánico. ¿La libertad, la igualdad, la fraternidad? Los conceptos se repiten, pero ya no constituyen un punto de referencia para todos aquellos que recelan de las utopías políticas. ¿La familia, los amigos? Quizás sea esto en lo que más creen nuestros contemporáneos, pero no sé si hasta el punto de arriesgarlo todo por ellos.


Con respecto a la segunda condición (sentir urgencia de hacerlo), todo depende de cómo le vaya a uno en la vida. Quienes están en una posición acomodada ven (o vemos) los toros desde la barrera. Percibimos la realidad sangrante, pero no nos afecta hasta el punto de hacernos hervir la sangre. Podemos convivir tranquilamente con un mundo siempre imperfecto. 
Solo quienes se encuentran en los márgenes sufren de verdad. 

La tercera (ponerse manos a la obra) nunca se da cuando las dos anteriores no existen o son muy débiles. Por eso, hoy hablamos mucho de lo que no nos gusta, de lo que habría que cambiar, pero pocos están dispuestos a arrimar el hombro, a sacrificarse para que las cosas mejoren. 

Creo que los hombres y mujeres de hoy somos muchas cosas, pero no precisamente personas con coraje, a menos que nos pongamos nuestros ojos en quienes sin muchas alharacas trabajan por sacar adelante su familia o sostienen con su fidelidad la vida de la Iglesia en estos tiempos difíciles. Necesitamos coraje, sí, y mucho. Pero antes necesitamos algo en lo que creer con firmeza, sentido de que es urgente actuar y entrenamiento para pasar de los dichos a los hechos. Espero que las generaciones venideras sean más corajudas que las presentes, aunque solo sea por necesidad de supervivencia. El anuncio navideño de Campofrío nos invita a caminar en esa dirección.



jueves, 15 de diciembre de 2022

Pase lo que pase, te quiero


Cada vez que uno de mi comunidad celebra su cumpleaños hay chocolate con churros en el desayuno. Hoy es uno de esos días hiperglucémicos. Si el chocolate con churros va unido a un día oscuro, lluvioso, prematuramente invernal, entonces se dan las condiciones óptimas para una charla entre amigos. Por primera vez escribo la entrada del blog en mi nuevo despacho de Publicaciones Claretianas. Tengo una ventana que da al este y otra al sur, así que hay luz asegurada durante toda la mañana, aunque hoy no es el día más adecuado para comprobarlo porque el cielo está cubierto. A esta hora tempranera, tengo que funcionar con la luz eléctrica. 

Veo que mi cuenta de correo electrónico se va llenando de felicitaciones navideñas. A mí siempre me da pereza afrontar esta tradición. Quizá este año no tenga más remedio que dedicar un tiempo a los saludos institucionales antes de que se asome 2023. En cualquier caso, el camino del Adviento que nos lleva hasta Belén discurre por otros derroteros.


Caldeado con mi chocolate con churros, preocupado con el repaso a los periódicos digitales, me pregunto cómo empieza uno el día con esperanza. Pienso en muchas familias ucranianas que, a los desastres de la guerra, añaden las penurias energéticas en un país de inviernos duros y prolongados. Pienso en las personas sin techo -algunas de las cuales veo todas las mañanas cuando voy a celebrar la misa al colegio de las Concepcionistas- que han padecido las lluvias de los últimos días y temen también la inminente llegada del invierno. Pienso en las personas que se han pasado toda la noche en el hospital como enfermos o como cuidadores. 

Pienso en quienes ayer y hoy han perdido a algún ser querido y sienten que, de ahora en adelante, este tiempo prenavideño va a estar marcado por su recuerdo. Pienso en los hinchas argentinos y franceses que sueñan con la final del Mundial de fútbol el próximo domingo en Catar. Pienso en mi hermano claretiano Fernando Prado que dentro de un par de días será ordenado obispo en San Sebastián y que, de la noche a la mañana, verá alterada su vida. Pienso en Gabriele, mi amigo italiano, que no sabe cómo va a evolucionar su padre, hospitalizado desde finales del mes de agosto por un grave ictus.


Con estos pensamientos en la cabeza y en el corazón me acerco a la primera lectura de la misa de hoy. El profeta Isaías estalla en un anuncio de gozo que parece casi insultante: “Exulta, estéril, que no dabas a luz; / rompe a cantar, alégrate; / tú que no tenías dolores de parto: / porque la abandonada tendrá más hijos que la casada —dice el Señor—. / Ensancha el espacio de tu tienda, / despliega los toldos de tu morada, / no los restrinjas, / alarga tus cuerdas, / afianza tus estacas, / porque te extenderás de derecha a izquierda”. Luego, es el Señor liberador el que habla: “Por un instante te abandoné, / pero con gran cariño te reuniré. / En un arrebato de ira, / por un instante te escondí mi rostro, / pero con amor eterno te quiero”. 

Por si fuera poco, el profeta añade unas palabras estremecedoras: “Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, / no cambiaría mi amor, / ni vacilaría mi alianza de paz / —dice el Señor que te quiere—“. Saber que el amor del Señor hacia nosotros no cambia y que, pase lo que pase, Él está sosteniendo nuestra vida, tendría que ser suficiente para afrontar la jornada con una alegría profunda, indestructible, y con una esperanza a prueba de malas noticias. Deberíamos repetir una y otra vez, casi como un exorcismo frente al mal que nos rodea, las palabras de Dios: “Con amor eterno te quiero”. Tenemos la seguridad de que no estamos solos en la vida, de que Alguien nos quiere con un amor que no es volátil, que no está condicionado por nuestra respuesta titubeante. Con esto podemos vivir. No necesitamos mucho más. 


miércoles, 14 de diciembre de 2022

Oración de un alma enamorada

Pradera otoñal frente al convento de los Carmelitas de Segovia
El pasado 10 de diciembre estuve en Segovia acompañando a un amigo italiano. Pasadas las cuatro de la tarde, fuimos a la iglesia de los Carmelitas en el precioso paraje de La Fuencisla. Un manto de hojas amarillentas cubría la frondosa pradera. Allí, en una capilla lateral del templo, se encuentra la tumba de san Juan de la Cruz, cuya memoria celebramos hoy. En realidad, murió en Úbeda (Jaén) el 14 de diciembre de 1591 a causa de una fuerte infección producida por estreptococos, pero dos años más tarde, tras muchos pleitos entre conventos, su cuerpo mutilado fue trasladado al convento de Segovia donde reposa en la actualidad. Frente a su sepulcro oré con una de las oraciones que los Carmelitas ponen a disposición de los peregrinos que visitan el lugar. Esta vez escogí el italiano para rezar al unísono con mi amigo Gabriele un fragmento de la Oración de un alma enamorada.

¡Señor Dios, amado mío!
Si todavía te acuerdas de mis pecados
para no hacer lo que te ando pidiendo,
haz en ellos, Dios mío, tu voluntad,
que es lo que yo más quiero,
y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos.
Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego,
dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase.

Y si a las obras mías no esperas,
¿qué esperas, clementísimo Señor mío? ¿Por qué te tardas?
Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido,
toma mi cornadillo, pues le quieres,
y dame este bien, pues que tú también lo quieres.
¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos
si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío?
¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas,
si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?

No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo,
en que me diste todo lo que quiero.
Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero.
¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón?
Míos son los cielos y mía es la tierra;
mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores;
los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías;
y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí.

Pues ¿qué pides y buscas, alma mía?
Tuyo es todo esto, y todo es para ti.
No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre.
Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza,
y alcanzarás las peticiones de tu corazón.

Montaña e iglesia de La Fuencisla
Nosotros no solemos orar de esta manera. Ni el lenguaje ni la manera de entender la relación con Dios nos resultan familiares, quizás porque no estamos “enamorados” de Él. Solo un alma enamorada -como reza el título mismo de la oración- puede expresarse de este modo apasionado. ¿Qué es, en el fondo, lo que San Juan de la Cruz le pide a Dios? Algo muy sencillo: gracia y misericordia para poder conocerlo y alabarlo incluso en medio de los pecados y extravíos. Por eso, a pesar del lenguaje algo anacrónico, el contenido es actual. 

También nosotros quisiéramos descubrir a Dios en la madeja de nuestras contradicciones y fragilidades, escondido en el cúmulo de preguntas y dudas que almacenamos. Él no está presente solo en la belleza que nos envuelve, sino también en el barro del que estamos hechos, en nuestras mismas miserias, allí donde cas nunca imaginamos que pueda estar. 

Sepulcro de san Juan de la Cruz en Segovia
Me parece que hoy, en la segunda parte del Adviento, podríamos orar con las palabras de san Juan de la Cruz. Repitamos con él: “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero”. No hay don mayor que Dios nos pueda dar que su Hijo Jesús. Con Él lo tenemos todo. Sin Él, aunque poseamos muchas cosas, carecemos de lo esencial. Eso explica la insatisfacción permanente de muchas personas que buscan llenar su vacío a base de cosas y no se acercan al Único que puede saciarlas. Un centinela del Absoluto como Juan de la Cruz (es decir, alguien que ha experimentado en carne propia la aventura interior del encuentro con Dios) puede convertirse en nuestro guía. Solo quien vive lo que enseña está en condiciones de acompañar a los demás. 

martes, 13 de diciembre de 2022

¿Nos ha salvado Dios de algo?


En su libro autobiográfico El niño que jugaba con la luna, el jesuita francés Aimé Duval -cantautor famoso en los años 60, adicto al alcohol- escribe unas palabras que son carne de Adviento: “¿Qué sabréis de Dios vosotros, los sanos, si Dios nunca os ha salvado de nada; si estáis bien tal como estáis; si vuestro dinero, vuestra reputación, vuestra excelente salud, y vuestros cómicos títulos honoríficos os dispensan de llamarlo en vuestra ayuda?”. Son dardos que se clavan, palabras que denuncian nuestra vida cómoda, religiosamente cómoda, indolora y anodina. 

En el tiempo de Adviento esperamos la venida de Jesús. Recordamos su venida histórica y nos abrimos a su constante venida a nosotros. Jesús significa precisamente “Dios salva”. Los que nos consideramos seguidores de Jesús deberíamos preguntarnos de vez en cuando: ¿De qué me ha salvado Dios? ¿De qué me está salvando hoy? Cuando uno ha experimentado en la vida el “descenso a los infiernos” en forma de enfermedad grave, depresión, adicción a las drogas, al sexo o al juego, rupturas afectivas, abusos de todo tipo o intentos de suicidio... entiende muy bien lo que significa “ser salvado”. Me ha tocado acompañar a personas que, después de experiencias de vacío y sufrimiento, han experimentado la caricia de Dios y han rehecho sus vidas. Ellas sí entienden lo que significa salvación. Lo han experimentado en carne propia. Saben lo que supone salir del pozo del sinsentido y de la angustia. Saborean el valor de la dignidad, la libertad y la alegría.


Quienes, por el contrario, viven una vida superficial o se contentan con una religiosidad del mero cumplimiento, no necesitan a Dios. Se refieren a Él con los labios, pero, en realidad, podrían vivir perfectamente sin creer en Él. Hay una religiosidad que es pura apariencia, cuando no abierto postureo. En el Evangelio de hoy Jesús pronuncia unas palabras tajantes: “En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis”. 

Quienes han experimentado que Dios los “salva” (es decir, los saca de una situación de pecado, tristeza y angustia) creen en Él. Quienes, por el contrario, siempre han vivido como gente formal, demasiado formal, no experimentan la necesidad de ser “salvados” porque consideran que están en regla. Para ellos Dios no es su “salvador”, sino un artículo de lujo, la guinda que corona el pastel de su autosuficiencia y comodidad.


Nunca olvido una antigua canción de Víctor Manuel en la que cantaba: “Déjame en paz, / que no me quiero salvar / y que me dejes mejor quemar. Déjame en paz, / en el infierno no estoy tan mal”. Y con cruda ironía denunciaba: “Siempre aparece un redentor / para vendernos el favor. / Dice tener la solución / para sacarnos del error. / No necesito de un tutor, / prefiero equivocarme yo. / No me prometan salvación, / que se me ablanda el corazón”. Muchos contemporáneos podrían hacer suyas estas palabras hasta convertirlas en una especie de himno personal. 

Cuando uno afronta la vida desde esta clave, ¿qué necesidad tiene de Dios o de Jesús? Se basta a sí mismo para sacar las castañas del fuego. El Adviento y la Navidad son tiempos prescindibles; más aún, incómodos e impostados. Quizá necesitamos estar enfermos, tocar con los dedos nuestra finitud, para abrirnos al misterio de la gracia. Jesús también se refirió a esta situación con mucha claridad: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. Hay muchas personas que encuentran paz en estas palabras restauradoras porque las sienten dirigidas a sí mismas. 




lunes, 12 de diciembre de 2022

La paciencia todo lo alcanza


Cae una lluvia suave y persistente sobre Madrid. Llevamos así varios días. Las previsiones apuntan a que seguiremos teniendo agua hasta, por lo menos, el fin de semana. Los parques y jardines revientan de verde. Los alcorques de los árboles de mi calle están repletos de agua, como si la tierra no pudiera absorber más. Viendo este panorama previo al invierno, me vienen a la mente dos recuerdos: el de la
sequía que sufrimos durante el verano y el fragmento de la carta de Santiago que leímos en la segunda lectura de ayer. 

Cuando atravesamos períodos de sequía y aridez nos parece que la vida se acaba. Solemos decir que sin agua no hay vida. Algo parecido sucede en nuestra vida personal. Los momentos de crisis nos roban la esperanza, tenemos la impresión de que el futuro se cierra, nos sumimos en el desconsuelo. Nos cuesta imaginar que siempre tras la tormenta viene la calma o que el día sigue inexorablemente a la noche como la primavera al invierno. Hay temperamentos que son más proclives a los cambios bruscos de humor. Pasan fácilmente de la risa al llanto o del amor al odio. Otros son más estables. En cualquier caso, la única forma de vencer la aridez es confiar en que en algún momento llegará el agua redentora


Santiago supo hacer una sencilla aplicación de los ciclos naturales a la vida espiritual. En el fragmento que leímos ayer dice: “Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca”. El labrador está acostumbrado a respetar el tiempo que transcurre entre la siembra y la cosecha. Sabe que cada cosa tiene su momento. Valora la lluvia en el plazo oportuno. No acelera artificialmente los ciclos. La paciencia sostenida lo prepara para el gozo final. 

Nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, no tenemos la moral del labrador. Vivimos en una sociedad urbana y tecnológica. La aceleración forma parte de nuestra manera de entender la vida. Queremos todo al instante. Automatizamos los procesos. Nos ponemos nerviosos cuando las cosas no suceden según el ritmo previsto o programado. Hemos transformado la paciencia del labrador en impaciencia tecnológica. Internet y las redes sociales no han hecho sino acelerar aún más un estilo de vida que ya era rápido hace décadas. Por eso, estamos a menudo nerviosos. El estrés y la ansiedad minan nuestra paz interior y provocan otros desequilibrios que acaban afectando también a nuestro cuerpo en forma de migrañas, insomnio, dolores musculares, taquicardia, etc. 


Crecidos en este ambiente, no es extraño que se nos haga cuesta arriba todo lo que implica esperar y cultivar la paciencia. Las buenas relaciones necesitan tiempo para madurar. La sabiduría no se logra de la noche a la mañana. A pesar de la publicidad engañosa, aprender a hablar una nueva lengua o a tocar un instrumento lleva tiempo. Y crecer en el Espíritu exige una paciencia infinita. Los cambios suelen darse muy lentamente. No maduramos en el amor con la misma velocidad con la que enviamos un mensaje por WhatsApp o buscamos un dato en Google. La vida espiritual no se hace a golpes de clic. Necesitamos paciencia para acoger la venida del Señor. 

El Adviento litúrgico es una escuela de paciencia para ese Adviento existencial que es la vida misma. Sin esperar pacientemente no se forman en nosotros las actitudes requeridas para el gozo del encuentro. La paciencia nos educa en la humildad, el respeto, el asombro y la sabiduría. Nos ayuda a distinguir los brotes rápidos pero infecundos de los que portan fruto. Nos permite relativizar las cosas secundarias y nos da un sexto sentido para percibir lo esencial. La paciencia todo lo alcanza. Santa Teresa supo expresar muy bien esta dinámica: “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, / Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, / quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta”.

Feliz fiesta de la Virgen de Guadalupe a mis amigos mexicanos, latinoamericanos y filipinos. 




domingo, 11 de diciembre de 2022

Los signos de su presencia


Al Tercer Domingo de Adviento se lo conoce como domingo Gaudete (Alegraos) porque la liturgia nos invita a la alegría a pocos días de la Navidad. Durante esta semana del largo puente de la Constitución-Inmaculada me ha sorprendido ver a mucha gente en Madrid y Segovia haciendo cola en las administraciones de lotería. Todos esperan el sorteo del próximo día 22 con la esperanza de que les toque el gordo o, por lo menos, algún premio que permita “tapar agujeros”. Los seres humanos somos propensos a creer que nuestros problemas se van a solucionar con algo o alguien que venga de fuera. Incluso las personas más racionales compran su décimo de lotería con la esperanza de que este año algo va a suceder como por arte de magia. 

La esperanza es el motor de la vida. Si no esperásemos nada (un beso, un encuentro, un viaje, un trabajo, una recompensa económica) no podríamos vivir. En este contexto se comprende mejor la pregunta que Juan el Bautista le hace a Jesús desde la cárcel a través de unos emisarios: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”. En el fondo, es la pregunta que nosotros mismos podríamos hacerle hoy con infinitas variantes personales: ¿Podemos fiarnos de ti o es mejor que confiemos en la ciencia? ¿Has existido de veras o eres un mito inventado por las iglesias? ¿Merece la pena creer en ti si tenemos la impresión de que las cosas siguen siempre igual? ¿Qué ganamos si procuramos seguir tu Evangelio?


Jesús no responde abiertamente “Yo soy” como responderá más tarde a Pilato cuando le pregunte si él es rey. Se limita a describir los “signos” que certifican que algo nuevo está sucediendo: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”. La presencia de Jesús produce frutos de transformación personal. Donde está Jesús el mundo se endereza, se parece cada vez más al sueño de Dios tal como lo expresa el profeta Isaías en la primera lectura de hoy: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán”. 

En Jesús se cumplen a cabalidad las viejas profecías. Por eso, donde está Jesús está la alegría. Si algo ha querido subrayar el papa Francisco desde el comienzo de su pontificado es que el Evangelio no es una mole de preceptos que sobrecarga la conciencia. Es un manantial de gozo porque su mensaje central es que Dios quiere salvarnos de la alienación en la que vivimos. A nosotros se nos pide solamente una fe humilde.


No sé si este mensaje resulta muy convincente para los que hacen cola ante las administraciones de lotería con la espera de recibir un premio que les permita pagar la hipoteca, pagar los estudios de los hijos o comprarse un coche nuevo. Pero este es el mensaje central del Adviento. Como a primera vista no vemos sus frutos, Pablo nos exhorta a saber esperar con paciencia: “Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca”. Pero no se trata solo de tener paciencia y abrir los ojos para ver los “signos” que Jesús realiza hoy, sino de comprometernos a realizar esos mismos signos en la medida de nuestras posibilidades. 

Cuando decimos que no “vemos” a Jesús, tal vez es porque caminamos por una senda que no es la suya. Si nos ponemos a vendar las heridas de quienes están cerca de nosotros, con toda seguridad se nos caerán las escamas de los ojos. No es de extrañar, pues, que quienes conducen una vida egoísta, centrada en sus intereses, no “vean” nunca a Jesús. Quienes, por el contrario, se dedican a cuidar en cuerpo y alma a sus hijos pequeños o a sus padres ancianos, quienes dedican parte de su tiempo a acompañar a los enfermos o a visitar a los presos, “vean” la presencia misteriosa de Jesús en todas estas personas. Esos son los verdaderos “signos” que hoy mantienen viva nuestra esperanza, dan sentido a nuestra vida y nos llenan de alegría. ¡Feliz Domingo Gaudete!

sábado, 10 de diciembre de 2022

Humanos, no robots


Ayer por la tarde llevé a mi amigo italiano a ver la zona de las Cuatro Torres (que, en realidad, son cinco) de Madrid. Caía sobre ellas una lluvia suave, como cansada, y la niebla se enseñoreaba de los pisos más altos. El panorama era sugestivo. Mi amigo no hacía más que tomar fotos para luego componer historias en Instagram. De vez en cuando me pedía mi opinión sobre las músicas que debían acompañarlas. Viniendo de Roma, no imaginaba que Madrid tuviera también su pequeña Manhattan. 

Después de pasear por esa zona tan racional y pulcramente urbanizada lo llevé al Barrio de las Letras, en pleno centro histórico. En esta zona vivieron grandes escritores como Cervantes, Lope de Vega, Góngora o Quevedo. Las calles son estrechas, abundan las tiendas, librerías y bares de todo tipo. Se respira un aire deliciosamente antiguo. Las luces navideñas realzaban la sensación de estar en un barrio popular, colorista y muy vivo. A mi amigo le recordó vagamente al Trastévere romano. Aunque subió varias historias a Instagram en el área de negocios, quedó fascinado por el ambiente literario del centro.


Hoy corremos la tentación, muy bíblica por otra parte, de sucumbir a la mera racionalidad, de creer que el ser humano será más feliz cuando deje de ser humano y se convierta en transhumano, cuando la inteligencia artificial corrija las veleidades que caracterizan a nuestra condición y todo pueda ser perfectamente programado y ejecutado. Neurólogos e informáticos trabajan codo con codo. Muchos sueñan con el advenimiento (o adviento) de un ser humano nuevo, sin pasiones, calculador, ecuánime, inteligente, resolutivo, previsible y eficaz. 

El Adviento cristiano, sin embargo, nos recuerda que no es este el ser humano que existe, que somos maravillosamente imperfectos, apasionados, inestables; a veces, crueles y tiránicos, otras muchas, amorosos y compasivos. Dios podía haber creado robots programados para ejecutar fielmente sus órdenes, pero creó seres libres, capaces de amar y odiar, de crear y destruir. La fe cristiana celebra la encarnación de Dios en Jesús, un hombre como todos nosotros, no un robot.