viernes, 7 de octubre de 2016

La dulce politonía del Rosario

Hoy se celebra la memoria de Nuestra Señora del Rosario. Para la mayoría pasará desapercibida. Es una más de las que registra el calendario cristiano. Y, sin embargo, más allá de su origen histórico y de su asociación con algunas guerras, nos habla de una práctica que se ha llamado “la Biblia de los pobres”. Hace años, un anciano hermano claretiano, viendo a un estudiante de Biblia que dedicaba mucho tiempo al estudio y poco a la oración según su criterio, le dijo una frase que resulta chocante pero esconde una gran sabiduría: “Menos Biblia y más Rosario”. Lo que, en realidad, quería decir es que el estudio, para que sea provechoso, debe ir acompañado por la oración. Cuando uno es adolescente y joven o demasiado racional, no suele apreciar el Rosario. Le parece una devoción mecánica, repetitiva, propia de viejas que no tienen otra cosa que hacer. Una persona adulta, moderna, ilustrada, tiene formas más excelsas, más creativas de expresar su fe. Cada uno es libre de escoger las formas de oración que mejor se ajustan a su forma de ser, su formación, sus experiencias espirituales, su contexto cultural, etc. A mí el Rosario me parece un ejercicio contemplativo. Yo no lo califico de monótono. Más bien, me parece una dulce politonía en la que uno se sumerge y se deja llevar por la cadencia de las oraciones repetidas y por el trasfondo del misterio que se contempla. No hay un tono único sino muchos tonos en suave armonía.

Hace 14 años, san Juan Pablo II escribió una Carta sobre el Rosario que se tituló Rosarium Virginis Marie. Es difícil añadir algo nuevo a lo que él escribió entonces. En ella hace un repaso de la historia de esta devoción, de su sentido, del modo práctico de realizarla, etc. Es casi un tratado sistemático. Os dejo con un par de párrafos. El primero presenta el sentido de los diversos misterios como una especie de evangelio resumido:
“Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria” (n. 19).
El segundo pone de relieve el carácter contemplativo del Rosario, en línea con otras grandes tradiciones espirituales de Oriente y Occidente.
“En Occidente existe hoy también una renovada exigencia de meditación, que encuentra a veces en otras religiones modalidades bastante atractivas. Hay cristianos que, al conocer poco la tradición contemplativa cristiana, se dejan atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan elementos positivos y a veces compaginables con la experiencia cristiana, a menudo esconden un fondo ideológico inaceptable. En dichas experiencias abunda también una metodología que, pretendiendo alcanzar una alta concentración espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. El Rosario forma parte de este cuadro universal de la fenomenología religiosa, pero tiene características propias, que responden a las exigencias específicas de la vida cristiana” (28).

Os invito a rezar hoy el Rosario. No hay nada mejor que practicar las cosas para saber en qué consisten. Si lo hacéis en familia, mucho mejor. Feliz fiesta.

jueves, 6 de octubre de 2016

No todos los lugares son iguales


Escribo desde la celda número 3 de la abadía de San Felice en Giano dell’Umbria, a unos 130 kilómetros al norte de Roma. El pequeño monasterio está rodeado de olivos, pinos, enebros, robles y encinas. Se yergue sobre una colina, a poco más de 500 metros sobre el nivel del mar. La temperatura es suave. El silencio envuelve todo el recinto como si fuera un manto protector. Viniendo de la ruidosa Roma, es quizá lo que más me llama la atención. Me corrijo. Lo que más me impresiona es que este lugar sea testigo de la evolución de la vida consagrada a lo largo de la historia. Aquí se conserva el cuerpo del mártir San Félix, martirizado en el siglo III. Por aquí han desfilado benedictinos, agustinos, pasionistas… Aquí se fundó la Congregación de Misioneros de la Preciosísima Sangre que, tras los años de la confiscación, volvió a este lugar en 1937. Y –lo que me resulta más sorprendente– aquí estuvimos los claretianos desde la primavera de 1897 hasta la primavera del año siguiente. No resistieron más porque –como reconocía el P. Xifré, el superior general de entonces– “no hay medios de subsistencia ni posibilidades de ganar almas para Dios”.


Desde el primer momento he sentido que el lugar tiene el peso de la historia. Como les gusta decir a algunos, transmite buenas “vibraciones”. No es que yo sea muy partidario de este tipo de cosas, pero reconozco que hay lugares que por su ubicación, su clima, su historia, su significado simbólico y su carga espiritual transmiten al visitante sensaciones que no se perciben en lugares más anodinos. La abadía de San Felice pertenece a este grupo. Ninguna obra moderna, por hermosa que sea, puede competir con lugares así. La historia no se improvisa en unos pocos años. Ya sé que son cosas incomparables, pero no puedo poner a la misma altura la última tienda de Zara y este monasterio multisecular. En fin, ayer me extendí mucho en una reflexión sobre la misericordia. Hoy os dejo con un post breve escrito al calor de este lugar entrañable que luce en todo su esplendor en estas primeras semanas del otoño umbro.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El bálsamo de la misericordia

Desde mis años de teología me ha gustado siempre la fórmula usada por el teólogo Paul Tillich para describir a los santos: “pecadores de quien Dios tiene misericordia”. Su trasfondo protestante le lleva a subrayar con fuerza la condición de personas frágiles, divididas. Su fe en Jesús le empuja a confesar el poder sanador de la misericordia de Dios. Mi experiencia personal como sacerdote que ha dedicado bastantes años al acompañamiento espiritual es que un número significativo de personas viven divididas, respiran por las heridas, no han experimentado a fondo que Dios es misericordioso con ellas y, por lo tanto, no acaban de tener una mirada compasiva hacia los demás. Las heridas provienen, a veces, de experiencias negativas vividas en la familia o en los años de la formación inicial, de conflictos de pareja no resueltos, de problemas con los compañeros, de supuestos o reales agravios comparativos, de fracasos afectivos, de maledicencias y calumnias, de acoso laboral, etc. 

A menudo, estas heridas nunca han cicatrizado porque no han sido curadas con el vino y el aceite de la misericordia sino con el vinagre de la disciplina, el castigo, la indiferencia o el victimismo. El desafío consiste en experimentar que la misericordia de Dios nos cura y nos ayuda a vivir nuestra identidad. ¿Cómo revivir la experiencia del Dios que sale a nuestro encuentro y que se alegra porque los que estábamos muertos hemos vuelto a la vida y los que estábamos perdidos hemos sido encontrados? (cf Lc 15,32). Quisiera presentarlo de una manera más concreta sin entrar en tecnicismos psicológicos o teológicos. Cuando nos examinamos, descubrimos en nuestra personalidad varios niveles:
  • El nivel de las conductas es el más visible. Tiene que ver con lo que hacemos en la vida, con nuestro trabajo y nuestras acciones. En una personalidad integrada y coherente, las conductas son la expresión de las convicciones. De hecho, somos juzgados y valorados por ello. Pero no siempre es así. No hay que pensar solo en casos extremos como los abusadores de menores, los alcohólicos, los defraudadores económicos o los rebeldes pertinaces. Hay otras muchas conductas que denotan un desajuste: agresividad verbal, frialdad en las relaciones, falta de oración, mediocridad en el trabajo, mal uso del dinero, adicciones de diverso tipo, etc. 
  • El nivel de las actitudes (es decir, de las disposiciones estables a la acción) nos revela algo más profundo. Detrás de las conductas hay siempre convicciones, motivaciones, etc. que explican el alcance y significado de lo que hacemos. Tienen que ver con lo que creemos. Por eso es necesario que nos preguntemos por las actitudes que nos mueven, por el sentido de nuestras conductas.
  • El nivel de los sentimientos nos introduce en el complejo mundo de lo que sentimos. Este fondo emocional y afectivo se ha ido nutriendo con innumerables experiencias de aceptación o rechazo, de placer o dolor, de belleza o fealdad, etc. a lo largo de nuestra vida. De él surgen esas repuestas automáticas y emocionales a los estímulos de la realidad que llamamos sentimientos. Cuando son negativos (inferioridad, tristeza, etc.), dan origen a actitudes defensivas y conductas inapropiadas.
¿Cómo afrontar todo esto en su raíz? Creo que las medidas puramente disciplinares (que afectan, sobre todo, al primer nivel) o formativas y psicológicas (que afectan, sobre todo, a los niveles segundo y tercero) no son suficientes, aunque casi siempre son necesarias. Es preciso bucear hasta el nivel más profundo: el de nuestra propia identidad. Importa mucho “lo que hacemos” (conductas), “lo que creemos” (creencias y actitudes), “lo que sentimos” (sentimientos), pero lo decisivo es siempre “lo que somos” (identidad). Precisamente aquí es donde reside el desafío mayor. Muchas personas tienen conciencia de una falsa identidad como consecuencia de las experiencias negativas vividas en su infancia y reforzadas y retroalimentadas a lo largo de la vida. Por ejemplo, el “yo soy” menos inteligente que mi hermano, menos hábil que mi amigo, menos simpático que mi compañero… favorece una suerte de déficit inicial que provoca sentimientos de inferioridad, baja autoestima, tristeza, pesimismo… De un fondo emocional así surgen las actitudes defensivas o agresivas y las conductas desequilibradas que no sabemos cómo manejar y que tanto hacen sufrir a las personas y a las familias.

El gran desafío consiste, pues, en caer en la cuenta de las falsas identidades que nos aprisionan y tomar conciencia de nuestra verdadera identidad, que no es otra que la de hijos de Dios, seres humanos sostenidos por la misericordia de un Padre que nos quiere incondicionalmente como somos. La experiencia de la misericordia es, pues, la única que puede curar todas las heridas y devolvernos la alegría de vivir. A alguien que ha tomado conciencia de esta identidad lo acompañan los sentimientos propios del hijo: dignidad, paz, alegría, confianza… Es fácil imaginar qué actitudes y conductas brotan de un fondo emocional de este tipo. San Pablo expresa esta experiencia con mucha intensidad: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? … Nada podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8,35-36). 

Si las falsas identidades son producto de las palabras negativas que algunas personas significativas nos han dirigido (sobre todo, los padres, parientes, amigos y educadores), la verdadera identidad proviene siempre de la Palabra de Dios, que es la que nos revela lo que realmente somos. Por eso, los cristianos necesitamos nutrirnos de esta Palabra que –más allá de sus expresiones concretas– siempre nos transmite el mismo mensaje: “Tú eres mi hijo amado”. En este sentido, el Jubileo de la Misericordia nos invita a entrar a fondo en la dinámica de la Palabra como casa y escuela de la misericordia. La acogida diaria de la Palabra, tanto en la lectio divina personal como en la liturgia, es el mejor antídoto contra las heridas provocadas por las falsas identidades.


martes, 4 de octubre de 2016

Un octogenario se confiesa

Ayer terminé de leer en italiano Ultime conversazioni, el libro que recoge el extenso interrogatorio que le hace el periodista alemán Peter Seewald al papa emérito Benedicto XVI. Es un libro de 235 páginas que no revela nada especial para quien haya seguido la trayectoria de Joseph Ratzinger, pero que aclara algunos puntos más controvertidos. A juzgar por el título y, en ocasiones, por el tono un poco apologético, uno pensaría que es una especie de testamento. O, quizá mejor, una confesión para la historia. De principio a fin, se nota que la gran pasión de Joseph Ratzinger es la teología y la enseñanza. Se siente, ante todo, como un profesor que fue llamado a ser pastor. Con sencillez reconoce que no tiene muchas dotes de gobernante y que, por su afición a sopesar mucho las cosas, pudo dar la imagen de un papa débil, poco resolutivo. Él mismo considera que el papa Francisco, debido a su experiencia como superior de los jesuitas y a su larga trayectoria pastoral como arzobispo de Buenos Aires, está más preparado para el gobierno.

El libro contiene reflexiones sobre cuestiones de fondo y también anécdotas curiosas. Con Juan Pablo II y con Putin, Joseph Ratzinger hablaba en alemán porque ambos personajes dominaban esta lengua. El texto de su renuncia lo escribió el mismo Benedicto XVI en latín “porque una cosa tan importante se hace en latín” y porque no quería cometer ningún error en italiano. Naturalmente, nadie conocía ese texto con anterioridad, aunque sí la decisión de renunciar al ministerio petrino. La elección de Jorge Mario Bergoglio supuso para él una sorpresa. Aunque lo conocía, no lo consideraba entre el grupo de favoritos. “Cuando escuché su nombre, primero me sentí inseguro –rememora Benedicto XVI–. Pero cuando vi cómo hablaba, de Dios por un lado y de los hombres por otro, me puse de verdad muy contento”. El hecho de que fuera elegido un papa latinoamericano “significa que la Iglesia está en movimiento, es dinámica, abierta, con perspectivas de desarrollo, que no está congelada en esquemas; ocurre siempre algo sorprendente, posee una dinámica intrínseca capaz de renovarla constantemente”.

Confieso que lo he leído con curiosidad y respeto. La figura de Benedicto XVI se agiganta a medida que pasa el tiempo. Lo que más me ha impresionado es el diagnóstico que hace sobre la evolución de la fe en Europa. Él cree que el proceso de secularización seguirá avanzando y que probablemente la Iglesia constituirá una minoría que tendrá que repensar a fondo su identidad y misión. Acostumbrado a estudiar la historia, me da la impresión de que él ve estos ciclos con mirada larga, como momentos evolutivos de un tiempo que le pertenece a Dios. Leyendo sus respuestas precisas, he tenido la impresión de que el casi nonagenario Ratzinger (en la primavera del próximo año cumplirá 90 años) se da la mano con el niño y adolescente de fe profunda. Como si hubiera necesitado toda una vida –con múltiples experiencias y estudios– para aprender a creer como cuando era niño en su Baviera natal. Algo parecido a lo que dijo Picasso con respecto a la pintura.

Otro aspecto que aborda con serenidad es su actitud ante las múltiples críticas recibidas por parte de sectores progresistas y conservadores dentro de la Iglesia católica, de muchos musulmanes y de bastantes medios de comunicación. Como buen intelectual, trata de aprender a través de ellas. Como buen creyente, las encaja con humildad y, en ocasiones, reconoce sus propios límites y errores, pero situándolos en una perspectiva amplia en la que los aspectos luminosos dominan sobre los oscuros. El periodista no renuncia a preguntarle por ninguno de los temas más controvertidos (los casos de pederastia, el Vatileaks, el caso Williamson, sus relaciones con Bertone, Sodano o Hans Küng). La verdad es que se agradece conocer la versión que el protagonista da de muchos hechos que yo solo conocía a través de los medios. A menudo, la información es coincidente, pero en bastantes casos hay claras discrepancias. Otorgo más credibilidad al papa emérito que a lo que algunos libros y artículos han publicado.  El anciano papa se siente muy satisfecho de su obra Introducción al cristianismo (obra de juventud) y de los tres volúmenes sobre Jesús de Nazaret (obra de madurez): 


El tiempo dará valor a cada una de estas obras. Para Joseph Ratzinger, nada de lo que ha vivido tendría sentido sin su fe en Jesús de Nazaret, el Cristo.

lunes, 3 de octubre de 2016

Harto de lo "políticamente correcto"

Sorprendido por el resultado del referéndum en Colombia, me detengo hoy en algo que desde hace mucho tiempo me inquieta: las perversiones del lenguaje. La autocensura nos impide pensar. Hay veces en que uno cae en la cuenta de que no dice lo que quiere decir por temor a las consecuencias. En el mejor de los casos, puede ser un ejercicio de prudencia; en el peor, una falta de libertad y audacia. Hoy, que parece que cualquiera puede decir y escribir lo que le venga en gana, padecemos una terrible dictadura: la de lo “políticamente correcto”. Si alguien se atreve a ir más allá de las fronteras artificiales dibujadas por los santones de este país imaginario, que se prepare para las consecuencias. No es que tenga que afrontar discrepancias –lo que es normal– sino que es mediáticamente linchado. Por eso admiro tanto al papa Francisco: porque es capaz de decir cosas “desde el corazón”, sin preocuparse demasiado de si van a gustar o no.

Ya se sabe que lo primero que hace la ideología de “lo políticamente correcto” es pervertir el lenguaje, de manera que las cosas no sean lo que parecen, que las palabras pierdan su significado original. No suena igual decir “aborto” que “interrupción voluntaria del embarazo”. Una “flexibilización de plantilla” suena mucho más suave que un “despido”. En algunos lugares decir “negro” resulta ofensivo; es más correcto hablar de “gente de color”. Parece que uno es más joven si pertenece a la “tercera edad” y no al grupo de los “viejos” o “ancianos”. Las “trabajadoras del sexo” tienen una reputación superior a las “prostitutas”. Una persona “diversamente hábil” se granjea el respeto más que otra “discapacitada”. Los "desfavorecidos capilares" son más atractivos que los "calvos" y los "ópticamente cuestionados" ven mejor que los que llevan gafas. Los ejemplos pueden multiplicarse. Si alguien desea ampliar su vocabulario y reírse un rato, puede echar mano del diccionario que figura en la imagen inferior. Cada lengua ha ido creando un metalenguaje para desfigurar, edulcorar, maquillar, pervertir, manipular conceptos que estaban arraigados en el uso común y que, aunque a veces resulten feos u ofensivos, transmitían de manera más directa una forma de entender la realidad. 

Reconozco que en muchos casos la intención que anima a las personas “políticamente correctas” es muy loable: quieren denunciar situaciones de exclusión, de flagrante injusticia. Esto es de ley. Hay cosas que no se pueden mantener porque atentan contra la dignidad humana. El cambio de vocablos parece un primer paso para su erradicación. Pero, ¿es éste el mejor camino? ¿Basta cambiar los nombres para cambiar la realidad? ¿No estaremos cayendo en un nominalismo a veces ridículo? Y lo que es peor, ¿no estaremos impidiendo en muchos casos un pensamiento libre, crítico, personal? ¿No estaremos adoctrinando a la gente sin estimular una búsqueda personal que lleve a extraer conclusiones discernidas, pensadas? Así lo creo. Por eso, me he propuesto no dejarme llevar por las etiquetas de la moda; procurar llamar al pan, pan, y al vino, vino. Sé que no es fácil. Todos acabamos siendo víctimas de lo que más suena, a menos que practiquemos una vigilancia constante sobre nuestras palabras y, sobre todo, que nos ejercitemos en el arte de pensar por nosotros mismos. El lenguaje es una realidad viva. Hay personas con una enorme capacidad de acuñar nuevas palabras o de dar a las antiguas nuevos significados. En algunos casos se trata de verdaderas creaciones; en otros, de burdas manipulaciones. Las palabras -y las ideas que vehiculan- valen lo que las razones que las sustentan, no lo que los creadores de opinión quieran vendernos. Podría ser más grosero, pero no es el caso. 

domingo, 2 de octubre de 2016

Muchas cosas tienen que cambiar

Hoy se celebra un referéndum crucial para la vida de Colombia. Se pregunta a los ciudadanos si ratifican o no el acuerdo que el gobierno del país ha suscrito con las FARC. Tras más de 50 años de guerra civil se vislumbra un complejo camino hacia la paz. Me hago cargo de los muchos asuntos que están en juego. No se puede cambiar el curso de la historia con una firma. Hay muchas víctimas que se sentirán olvidadas, menospreciadas. La violencia deja heridas que no se cicatrizan con un momento colectivo de entusiasmo. La construcción de un país reconciliado es mucho más ardua que las negociaciones que han conducido a la firma del acuerdo. Todo esto es verdad. Pero creo que la mayor parte de la población colombiana era consciente de que la situación no podía prolongarse indefinidamente hasta hacer de la guerra un modus vivendi et operandi. Muchas cosas tienen que cambiar en Colombia, pero parece que se comienza a caminar en la dirección correcta.

Anoche, acababa de ver con mi comunidad la película Bienvenido, presidente, una comedia italiana estrenada en 2013, cuando me entero de que Pedro Sánchez, el líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ha dimitido de su cargo de secretario general del partido porque ha perdido una elección en el comité federal. No entro en las cuestiones internas que han conducido a este desenlace, que me parecía previsible desde hacía tiempo. Pero es evidente que la parálisis política que se vive en España indica que muchas cosas tienen que cambiar. La comedia italiana imagina que un ciudadano común, llamado irónicamente Giuseppe Garibaldi, es elegido como presidente de la república transalpina. La maniobra, orquestada por los líderes de políticos corruptos para manejar los hilos, se les vuelve en contra. Resulta que el ciudadano común es una de las pocas personas honradas que hay en el país. De manera hilarante comienza a desmontar la estructura de corrupción construida durante décadas. Es evidente que si Fabio Bonifacci ha inventado una historia así es porque siente que en Italia muchas cosas tienen que cambiar.

Este es el clima que percibo. Comenzamos a hartarnos de un tipo de sociedad que no se sostiene más. La injusticia hecha sistema, la corrupción como estilo, el oligopolio de los más fuertes, el tejemaneje de los partidos, la dictadura de los medios de comunicación, la falta de cultura democrática… nos están conduciendo a una sociedad irrespirable. Necesitamos tomar conciencia de que nada de esto es irremediable, de que un cambio de conciencia produce modificaciones. Necesitamos líderes como el papa Francisco que tengan una clara visión de la dignidad del ser humano y nos alienten en la dirección correcta. Estamos hartos de líderes grises, manipulables y muchas veces corruptos. También en este campo muchas cosas tienen que cambiar. 

Os dejo con un vídeo que nos ayuda a escoger el camino correcto. Uno no esperaría un discurso como éste -pronunciado el pasado 10 de junio- en labios del director general de la multinacional Danone, pero la vida está llena de gratas sorpresas. Buen domingo a todos. 


sábado, 1 de octubre de 2016

Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo

Después de unos días de ejercicios espirituales con mi comunidad, vuelvo a mi cita diaria. La experiencia de estos días de retiro comenzó con una sorpresa durante el viaje de ida a la casa de retiros en Pesche. Una llamada telefónica desde Nigeria nos avisó de que el misionero claretiano Victor Orpin había sido secuestrado en la carretera que une la capital Abuja con la misión de Kaba. Los secuestradores exigían lo equivalente a unos 30.000 euros para su rescate. Podéis imaginaros la preocupación. Os ahorro todos los detalles de lo que sucedió a lo largo de la jornada del lunes. Lo mejor es que el secuestro terminó con un final feliz. El martes dedicamos nuestra oración vespertina a dar gracias a Dios por la liberación. En una familia grande casi todos los días suceden cosas que rompen la rutina. Los sufrimientos y los gozos son compartidos.

Hoy comenzamos un mes muy misionero. Se abre con la memoria de Santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897). Su corta vida –apenas 24 años– es apasionante. Fue canonizada por Pío XI en 1925, a 28 años de su muerte. Sorprende también que sus padres –Luis Martin y Maria Celia Gérin– fueran canonizados hace apenas un año por el papa Francisco. Es emocionante conocer historias de familias enteras que viven la fe con alegría y profundidad. Nos ayudan a creer, esperar y amar en tiempos difíciles. Estoy convencido de que no hay mejor escuela de transmisión de la fe que la propia familia. Porque en su seno se ponen a prueba cada día las verdaderas convicciones. 

De todos modos, hoy quiero fijarme en una frase de san Jerónimo, un santo con bastante mal carácter pero enamorado de la Biblia. La frase es la que encabeza este post: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Suena un poco fuerte, pero es verdadera. Por desgracia, aunque se ha avanzado mucho, a muchos católicos se les cae la Biblia de las manos. La tienen en sus casas, pero no saben qué hacer con ella. Les aburre, no la entienden, no saben a quién acudir para iniciarse en su lectura. Algunos se aventuran a leer cada día algunos versículos, pero pronto se cansan. Les faltan las nociones básicas para saber de qué se trata. No es un libro caído del cielo, sino un conjunto de escritos que se ha ido formando a lo largo de muchos siglos. 

Este blog no puede suplir a un buen curso bíblico, pero se me ocurre recomendaros una página web que llevamos los claretianos y que puede ayudaros a los que tengáis algún interés. Se llama Portal Bíblico CMF. En ella encontraréis cursos bíblicos de nivel básico, intermedio y avanzado y otros muchos subsidios. Pero nada es comparable a la posibilidad de realizar un camino de iniciación con alguien que ame la Biblia, que tenga un buen nivel formativo y, sobre todo, que sepa compartir sus conocimientos y acompañar a los que buscan. Quienes hayáis hecho esta experiencia es probable que tengáis la impresión de haber descubierto un mundo nuevo, de comenzar a navegar por un mar lleno de continuas sorpresas. No encuentro nada mejor para renovar nuestra fe que adentrarnos en la mina inagotable de la Palabra de Dios.