
Desde el lunes pasado funciona ya la calefacción en los despachos de la editorial. Junto con el cambio al horario de invierno, es el signo inequívoco de que estamos en el corazón del otoño. Los días se acortan y el termómetro va descendiendo poco a poco. Hay personas a las que este declive meteorológico les afecta en su estado de ánimo. A medida que el sol decrece, también ellas menguan un poco.
El declive se acentúa cuando se vive en una situación de soledad no deseada, que afecta sobre todo a las personas mayores. El otoño no significa para ellas un tiempo de quietud y recogimiento, sino la estación que marca su yermo emocional. Lo pienso a menudo cuando, llegada la noche, me siento en mi butaca y me pongo a leer. Imagino a los ancianos que no tienen a nadie con quien comentar el día que termina o compartir la cena. La soledad no deseada es una epidemia moderna que expresa bien la cultura individualista que hemos ido creando en las últimas décadas. Espero que más pronto que tarde caigamos en la cuenta de sus nefastas consecuencias y reaccionemos.

Frente a esa soledad no deseada, hay otra apetecida, buscada, añorada. Cuando la vida nos lanza a múltiples encuentros y actividades, necesitamos de vez en cuando detenernos y estar a solas con nosotros mismos. Necesitamos un tiempo para saber por qué hacemos las cosas, qué o quién nos mueve, cómo son nuestros afectos, hasta qué punto amamos o usamos a las personas, qué experiencias nos llegan al corazón.
Esta soledad buscada pasa, entre otras cosas, por un voluntario ayuno digital. Estamos pegados al móvil. Lo compruebo cuando viajo en metro. Más del 90% de los viajeros están pendientes de la pantalla de su celular. Pasan su tiempo deslizando el dedo por ella y atiborrándose de estímulos efímeros. Pero lo veo también a las 7,45 de la mañana cuando camino por la calle Princesa y veo a oficinistas y estudiantes que casi se chocan conmigo por caminar con el teléfono en la mano. Me pregunto qué información urgente necesitan recibir a esa temprana hora. Concluyo que la adicción digital no tiene límites. En vez de disfrutar de un paseo en silencio, abiertos al frío de la mañana, prefieren prolongar la dependencia que los llevó a acostarse pegados al móvil.

Sin soledad buscada no hay interioridad. Y sin interioridad no hay espiritualidad. Una sociedad adicta al móvil es potencialmente atea porque busca en el exterior lo que tendría que rastrear en el interior. Los muchos matices que esta afirmación gruesa necesita no eliminan su verdad. Hoy proliferan los retiros de fin de semana y los ejercicios anuales. Me temo que muchos de ellos sucumben al horror vacui (miedo al vacío) y se embalan en una espiral de charlas, meditaciones, conversaciones, etc. Aunque también esto es útil, quizá los ingredientes más necesarios sean el silencio y la soledad.
Estar “cabe sí” se ha convertido casi en un lujo que pocos pueden permitirse. Nos cuesta convivir con nuestras sombras. Nos incomoda no tener nada que hacer. Nos cansamos enseguida de estar solos. Necesitamos estímulos que mantengan el cortisol alto. Buscamos distracciones. No caemos en la cuenta de que quien se distrae se aleja del centro. Solo cuando experimentamos que la verdadera soledad es siempre fecunda, cambiamos de actitud. Solo cuando descubrimos que nunca estamos más en comunión con los demás que cuando conectamos con nuestro centro personal acallamos la ansiedad. Es toda una aventura. No todos queremos o podemos vivirla.
Muy cierto. Debería ser obligatorio. Gracias como siempre.
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