martes, 15 de octubre de 2024

A bordo del tren


Escribo a bordo del tren que me lleva de Girona a Madrid. Son tres horas y media de viaje. Antes de mi visita a esta hermosa ciudad cercana a la frontera francesa, pasé un día en Toledo. Encuentro algunos paralelismos entre la población catalana y la capital castellanomanchega. En ambas ciudades hubo importantes comunidades cristianas, judías y musulmanas que, en algunos momentos de la historia, supieron convivir en armonía. Quedan numerosos recuerdos de esas épocas. 

El casco histórico de Girona es un dédalo de pintorescas callejuelas que atrapan al visitante. Una vez más, subí y bajé la empinada y larga escalinata que conduce a la entrada principal de la catedral. Y, una vez más, leí la placa que figura en la Casa Pastors en la que se recuerda que, en abril de 1850, san Antonio María Claret predicó una misión popular desde el balcón de esa casa, dado que el gentío no cabía en la catedral. ¡Qué tiempos! Hoy sería impensable algo semejante.


Apenas subido al tren, me llega la noticia de que un familiar mío muy querido ha sido ingresado en el hospital en situación muy grave. De nuevo, la enfermedad llama a las puertas. Frente a su gravedad, se me antojan pueriles los razonamientos que una señora melillense hace para justificar que la butaca 3A le pertenece a ella. Un joven ejecutivo catalán le dice, de manera muy educada, que también él tiene ese billete, que ha debido de haber alguna confusión. La señora, en vez de comprobar el suyo, se empecina en decir que esa es su butaca y que no piensa retirarse. El joven, sin perder las formas, insiste en que lo mejor es mirar el billete. 

Al final, se descubre que el asiento de la señora era el 2A, justo enfrente de mí. Todos contentos. Evito su mirada porque me gustaría lanzarle un reproche inmisericorde. Es un ejemplo de lo que a menudo sucede en la vida ordinaria. Nos empeñamos en defender posturas sin mirar y escuchar la realidad, víctimas de prejuicios, temores y malentendidos. Pasemos página. El tren ya alcanza los 300 kilómetros por hora. Me gusta la campiña catalana reverdecida por las lluvias del otoño y salpicada de antiguas masías que ponen un toque ocre en la masa verdinegra de los pinos.


Las noticias sobre la corrupción política, la escalada bélica en Oriente medio y las mentiras de algunos líderes me confirman que la naturaleza humana, con o sin Covid, con o sin Inteligencia Artificial, con o sin cambio climático, está infectada con el virus de la desintegración. Cada vez me parece más atada a la realidad, y por lo tanto más creíble, la doctrina católica del pecado original. Y cada vez desconfío más del buenismo contemporáneo que nos empuja a ser felices individualmente escondiendo bajo la alfombra el drama del mundo. Si yo estoy bien, ya no me siento obligado a preguntarme por qué muchos otros están mal. 

Los cristianos no hablamos de felicidad, sino de salvación, lo cual implica que tenemos que ser rescatados por pura gracia de una situación de esclavitud y alienación. Sin hacernos cargo del peso del pecado, no podemos entender en profundidad lo que nos pasa. Reducimos todo a explicaciones políticas, económicas o psicológicas. Aunque parezca extraño, estamos en condiciones óptimas para un renovado anuncio del Evangelio de la gracia. No nos salvamos inventando nuevos dispositivos electrónicos o logrando acuerdos económicos, sino abriéndonos a la gracia de Jesucristo. Damos demasiadas vueltas para llegar siempre al mismo puerto.

 

 

 

martes, 8 de octubre de 2024

Ya no hablamos


Llevo diez días sin aparecer por aquí. No he encontrado tiempo para compartir algo de lo que voy viviendo. Parece que hoy el ritmo se ha lentificado un poco, antes de que mañana vuelva a acelerarse. Aprovecho para teclear una entrada rápida. En mi repaso diario de la prensa digital he leído un artículo que confirma algo que vengo observando desde hace años: está emergiendo la generación muda. Los jóvenes ya no llaman por teléfono ni quieren ser llamados. Parece una paradoja, si tenemos en cuenta que es una generación pegada al móvil como aquel hombre de Quevedo (o sea, Góngora) que estaba pegado a una nariz. ¿Quién no aprendió de memoria aquel soneto que comenzaba así: “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una alquitara medio viva, / érase un peje espada mal barbado”

El móvil de un joven sirve para casi todo, excepto para hablar. Leo en el mismo artículo que el 81 % de los millennials confiesa sentir ansiedad antes de hacer una llamada. Para evitar el conflicto ni siquiera llegan a marcar el número. Algunos padecen un miedo intenso a hacer o recibir llamadas, como si se les hiciera cuesta arriba la comunicación con otra persona en tiempo real.


Creo que no es solo asunto de la generación joven. También los adultos estamos perdiendo el arte de la conversación y los tiempos y espacios para cultivarlo. Es como si todos nos estuviéramos volviendo un poco ogros sociales. Hemos aprendido a sustituir las conversaciones largas y distendidas por rápidos y a menudo insustanciales mensajes escritos. O por audios breves que sustituyen a las antiguas llamadas. Decimos que lo hacemos para no invadir el espacio de la otra persona, para ahorrar tiempo y para ir al grano. 

Son las excusas que nos damos a nosotros mismos y a los demás para no confesar que nos da miedo -o, por lo menos, pereza- relacionarnos con los demás, compartir sus alegrías o penas y asumir el coste emocional que eso produce. De aquí a la incomunicación total hay pocos pasos. La “generación muda”, emocionalmente analfabeta y lingüísticamente limitada, ya ha enseñado el hocico. ¿Es esto el preludio de una deshumanización irreversible?


Si “hablando se entiende la gente”, se colige que no hablando se distancia y se malinterpreta. Lo vemos en el ámbito social y me temo que también en el familiar y comunitario. Cada vez absorbemos más tiempo para nosotros hurtándolo al tiempo dedicado a los demás. Luego nos quejamos de una mala salud mental o buscamos aliviaderos en el consumo digital y otras adicciones más o menos permitidas. 

Soy un partidario confeso de las conversaciones, tanto presenciales como, si es necesario, telefónicas. Solo conversando nos encontramos de verdad, disipamos dudas, fortalecemos las relaciones y nos apoyamos mutuamente en la dura lucha de la vida diaria. Una de dos: o nos volvemos mudos de verdad o abandonamos la dependencia de los dispositivos digitales y empezamos a usarlos solo como instrumentos y no como ídolos que exigen nuestra completa rendición. Por cierto, si puedes rezar con un libro, no lo hagas con un teléfono móvil. Pregunta a los que saben de estas cosas.