viernes, 1 de junio de 2018

Tan lejos y tan cerca

Me separan de Roma unos 7.126 kilómetros. En otros tiempos esta distancia hubiera impedido cualquier comunicación rápida entre el lugar en el que me encuentro y la Ciudad Eterna. Hoy, con ayuda de los medios técnicos de que disponemos, puedo seguir al instante el desarrollo de los acontecimientos que me interesan. Por una parte, me alegro de esta posibilidad. De esta forma, me siento cerca a pesar de la distancia física. Pero, por otra, me produce una enorme saturación informativa enterarme de que en Italia parece que ya han encontrado una salida al laberinto político, de que el presidente español Mariano Rajoy esté a punto de perder la moción de censura a la que ha sido sometido y de que en Nicaragua se sigan produciendo muertos en algunas manifestaciones. Estar aquí y allí tiene algunas ventajas, pero también muchos inconvenientes. Veo que éste es el problema de algunos misioneros que son enviados a otros países. Hace cincuenta años, por poner una cifra, solo podían comunicarse con sus familiares y amigos por carta y, en alguna ocasión especial, por teléfono. Esto facilitaba que se centraran en su nueva posición misionera y que hicieran un gran esfuerzo de adaptación e inculturación. Hoy han cambiado las cosas. A través de Skype, Whatsapp, Facebook y otras redes, uno puede estar físicamente en un lugar, pero afectivamente en otro muy distante. Se complica más la tarea de situarse en un nuevo contexto con todo el corazón y con todas las energías. No es infrecuente el peligro de dispersión y de una cierta división interna.

Es propio del amor saber equilibrar la cercanía y la distancia. Si no estamos cerca de quienes amamos, al final el amor pierde algunas notas que le son esenciales: cariño, intimidad, preocupación, cuidado, responsabilidad. Pero si no tomamos distancia de vez en cuando, corremos el riesgo de quedar prisioneros de la fusión y la dependencia. No permitimos que los demás crezcan con autonomía. Cuando estamos cerca percibimos los detalles de las personas. Cuando estamos lejos captamos mejor el conjunto, tenemos una perspectiva más amplia. En cuanto misionero, me siento afortunado al poder combinar continuamente cercanía y distancia. Siento que me pierdo muchas cosas (acontecimientos familiares, encuentros con amigos, participación en celebraciones sociales y eclesiales), pero, al mismo tiempo, experimento que gano otras muchas. Aprecio mi tierra y mi gente sin quedar atrapado por sentimientos demasiado posesivos y localistas. Valoro más algunos elementos de mi cultura y relativizo otros que en algún momento me parecían importantes, pero que, mirados desde lejos, no lo son tanto. Experimento qué significa estar en comunión sin tener que estar físicamente presente. Por eso, cuando, al cabo de meses o años, me encuentro con personas amigas, no tengo ningún inconveniente en proseguir la relación como si nos hubiéramos visto la víspera. Es el famoso dicebamus heri (decíamos ayer) de fray Luis de León tras su regreso a la cátedra salmantina después de cuatro años encarcelado. 

Quizás la lección más importante que se aprende cuando uno tiene que combinar a menudo cercanía y distancia es la gratitud. Uno agradece todos los detalles de acogida y amistad que recibe al ir a un lugar nuevo. Lo estoy experimentado estas semanas en mis andanzas por Sri Lanka y la India. Es increíble la hospitalidad oriental. Va desde las ceremonias de acogida en cada lugar (con ramos de flores, encendido de lámparas, chales tradicionales) hasta la preocupación por la comida (sirviendo productos familiares al paladar occidental), pasando por la provisión de ventiladores, material de higiene personal, traslado en las mejores condiciones posibles, etc. Cuando uno toma conciencia de los esfuerzos que suponen todas estas muestras de cariño, no tiene más remedio que sentirse agradecido. En este contexto se comprende mejor por qué la ingratitud nos hace mal. Las personas que consideran que todo les es debido y que nunca dicen gracias o por favor acaban siendo víctimas de su espíritu mezquino. Cuando nunca nos movemos de nuestro lugar, se incrementa el riesgo de ser ingratos porque nos acostumbramos a las personas y situaciones. Cuando la vida nos obliga a salir y a explorar nuevos mundos, entendemos la importancia de los pequeños detalles. Que alguien, en un momento de calor extremo, te proporcione una botellita de agua mineral o una toalla para secar el sudor no tiene precio. 

En fin, tengo la impresión de que este viernes puede estar sobrecargado de acontecimientos importantes. El tiempo les dará el alcance adecuado. Mientras, seamos agradecidos. Gracias por acudir cada día a este recóndito Rincón

1 comentario:

  1. Y gracias a ti, Gonzalo por hacer, a través del Rincón, que estemos tan lejos y tan cerca...
    Gracias por todo lo que comunicas y por toda la información que pones a nuestro alcance.
    Un abrazo

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